Teroch, el enano errante

Los trovadores de la región narran la historia de sus héroes. (Historias escritas por los jugadores)

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Torm
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Teroch, el enano errante

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La calma antes de la tempestad
El enano corrió colina abajo con rapidez, esquivando todos aquellos obstáculos que le frenaban con una agilidad felina inusual en los de su raza. Los gritos y lamentos de aquellos mercaderes se hicieron más fuerte a medida que se acercaba a ellos, sumándose entonces las voces de los bandidos del camino de la Bifurcación. Clavando sus botas en el suelo, frenó tras un espeso matorral, y recolocándose la capa con una mano descolgó la ballesta pesada de su espalda.

— ¡Por favor! ¡No nos matéis! — imploró una voz femenina, rota por las emociones del momento.

Con lentas zancadas, Teroch se apostó varios metros por encima de ellos, oculto en la espesura del norte. Un par de arqueras flanqueaban el detenido carro del comerciante, que abrazaba a su mujer. Arrodillados en el suelo, un gran semiorco armado con un hacha a dos manos les enseñaba su colmilluda boca, mientras que otro par de bandidos rebuscaban entre las mercancías de los asaltados. El caballo relinchó, estresado, pese a estar sujeto por un quinto miembro, armado con una maza y con un símbolo religioso colgando de su cuello.

— Apenas tenemos nada, solo alimentos en conserva y especias compradas en Argluna. ¡Os lo suplico! — añadió el varón a los sollozos de su mujer.

— ¡Callaos! — Respondió el semiorco, molesto — Como mis colegas no encuentren nada de valor dentro del carro vuestras cuerpos adornarán la cuneta de este camino.

Teroch apretó los dientes rabioso por las amenazas del bandido a los inocentes mercaderes. No soportaba que la gente fuerte aprovechase su poder, y tomaría las acciones que fuesen necesarias para enseñarles una lección a esos bandidos. De su mochila sacó un puñado de virotes, que depositó suavemente en el suelo. Apoyándose en una rodilla, cargó la ballesta pesada lo más silenciosamente posible. Apuntó a la arquera más cercana, y cuando se detuvo apretó el gatillo de su arma.

El virote silbó hasta golpear el cuerpo de la mujer humana, que profirió un grito de dolor antes de caer desplomada. La mercader gritó del pánico, y aunque sus instintos le obligaron a salir corriendo, el marido la retuvo entre sus brazos. El semiorco se acercó molesto a su compañera caída; agachándose, comprobó sus contantes, para darse cuenta que había perecido casi de inmediato.

Otro virote voló sobre sus cabezas para dar de pleno al clérigo de los bandidos, que aguantó el proyectil con estoicidad. Sorprendido de la puntería del tirador oculto, éste comenzó a conjurar, pero un tercer virote acabó derribándolo hacia atrás.

— ¡Quién anda ahí! — gritó el semiorco enfurecido — ¡Sal, cobarde!
Los dos bandidos que inspeccionaban el carro bajaron de él, momento en el cual el cabecilla mestizo de los asaltantes les ordenó ir en dirección a la posición de Teroch. La arquera se parapetó tras el transporte de los viajeros, mientras que el semiorco retrocedió unos pasos a comprobar el estado de su compañero sagrado. Completamente muerto.

El follaje se movió violentamente, paralizando a los dos bandidos mandados a buscar al tirador. Con un berrinche estremecedor, Teroch saltó sobre ellos, blandiendo dos hachas de mano. Sorprendiendo a uno, le partió varias costillas con un certero golpe. El otro se apresuró a pincharle con su estoque, pero el enano desvió diestramente el ataque con el filo de su hacha, cortándole por la parte posterior de la rodilla con la de la otra mano.

Su grito de dolor rápidamente fue silenciado por un segundo hachazo en el costado del cuello, provocando que al retirar el filo una fuente de sangre saliese disparada de la herida.

Cobarde es aquel que se gana la vida atacando a personas indefensas, semiorco — dijo Teroch, mirando a su siguiente rival.

Éste esbozó una sonrisa, volviendo a mostrar sus dos colmillos, herencia de su sangre verde. Agarró su gran hacha con ambas manos antes de lanzarse a la carga contra el enano.

¡Que le jodan a Moradin y a toda su estirpe! — bramó el bandido, produciendo un destello en el primer entrechocar de las armas de ambos contendientes.

¡Yo no sirvo a Moradin! ¡Sirvo a Márzhammor Duin! — respondió Teroch enérgicamente, descargando un golpe en la cadera de su rival.

El hacha no se clavó profundamente en la carne del semiorco, pero fue lo suficientemente dolorosa para que este rugiese de rabia. Sus ojos se inyectaron en sangre, a la vez que Teroch notó un aumento considerable en la fuerza de sus ataques. Sin duda el frenesí del combate lo llevaba en la sangre, y el enano sabía que no debía confiarse contra estos contrincantes.

Pero, pese a tenerlo en cuenta, dejarse llevar por los instintos en una lucha cuerpo a cuerpo no siempre era la mejor opción, a no ser que fueses mejor espadachín que el otro. Teroch esquivó con destreza los potentes golpes del semiorco, evitando bloquearlos. Se mantuvo unos segundos defensivos, centrado en buscar puntos débiles entre los mandoblazos del bandido. Tal como había aprendido en Adbar, su ciudad natal, mientras hizo el servicio militar obligatorio, los orcos y sus descendientes potenciaban mucho más sus fortalezas ofensivas que sus capacidades defensivas, elemento que el enano podía explotar en su favor.
La gran hacha del semiorco trazó un tajo vertical, clavándose en el humedecido suelo del camino de la Bifurcación. Teroch lo vio, y arremetió contra él con ambas hachas de mano; los golpes fueron continuos, desgarrando la carne del brazo, el muslo y el lateral del torso del bandido. Golpeando sus órganos vitales, el enano logró que el furioso semiorco trastabillara, pero su orgullo como combatiente le impidió caer derribado.

Con un gesto de rabia, el cabecilla de los bandidos arrancó su arma del suelo, a la vez que dibujaba un corte horizontal contra Teroch; sorprendido, no puedo más que bloquear con su brazo de la armadura reforzado con metal, resintiéndose de la fuerza del impacto y notando un adormecimiento creciente en él.

¡Entonces vuelve a la cueva donde naciste, Adbarita, y deja a los de la superficie en paz! — gritó el semiorco de nuevo, tratando de hacer mella en la moral de Teroch.

No funcionó. El enano se recuperó del impacto, o al menos lo pareció, cuando volvió a acercarse peligrosamente al semiorco y le descargó un par de hachazos en el pecho. El bandido cayó de rodillas, frente a él, soltando la gran hacha en el suelo. Su furia se desvaneció, quedando solamente un desolado guerrero escuchando sus últimas palabras.

En realidad mi lugar está en el bosque y los caminos, las cuevas se las dejo para escoria como tú, orco — murmuró Teroch en el oído de su rival.

Acto seguido, un corte cruzado de ambas hachas del enano rebanaron el gaznate del bandido. La cabeza cayó sonoramente en la calzada del camino, rodando unos momentos hasta quedarse completamente quieta. Tras ello, solamente se escuchó el gorgoteo de la sangre de los asaltantes.

¡Gracias por salvarnos, señor! — se dirigió el mercader a Teroch, mientras su mujer seguía sollozando de pánico.

Pero él no respondió, atento a su alrededor. Alzó la vista ligeramente, contemplando como Pluma Carmesí, su halcón compañero animal, aún seguía dando vueltas sobre sus cabezas. Un paso en falso delato a la única bandida superviviente, una muchacha lo suficientemente joven para estar jugando a muñecas aun. Teroch rodeó rápidamente la carreta, esquivando una sorpresiva flecha, aunque torpemente disparada. Con un hachazo le partió la madera a su arma de proyectiles, obligándola a retroceder varios pasos para no ser alcanzada por la vorágine afilada de las hachas del enano. Ella, ante la imposibilidad de vencer al explorador, alzó sus manos con la esperanza de que Teroch le perdonase la vida.

Y…yo… solo… quería una manera de ganarme la vida. ¡No me matéis, os lo suplico! — dijo mientras lágrimas comenzaron a correr por sus tiernas mejillas.

El enano envainó sus hachas en el cinto, y con sus manos retiró algunos flequillos del rostro de la muchacha humana. Sus ojos se cruzaron momentáneamente, viendo la fracasada arquera el gesto desaprobador de Teroch. Lo siguiente que vio es como el puño del enano le impactaba directamente en el rostro, y tras el cual vino otro que acabó derribándola. No contento con el arrepentimiento de la chica, el enano continuó con una retahíla de golpes, entre sollozos y gritos de la joven bandida. Los mercaderes solamente pudieron contemplar como el explorador le pegaba una paliza a esa joven, temerosos del temperamento de su salvador.

— Y ahora, ¡lárgate! — concluyó Teroch tras castigar a la arquera. Cuando esta rodó sobre si misma torpemente y fue a levantarse, el enano le propinó un patadón que la volvió a derribar, esta vez, cara al suelo.

Temerosa de moverse, tras unos segundos sin que Teroch hiciese nada, la joven humana se acabó alzando y corrió hasta perderse por la lejanía. El enano miró a los mercaderes, confusos en una montaña rusa de emociones.

— Era necesario — sentenció Teroch con seriedad —. Los malcriáis, y unas zurras a tiempo pueden ahorrarnos muchos problemas.

— ¿Cómo podemos agredecerte tu ayuda? — sugirió el mercader.

— No puedes — respondió cortante Teroch, acercándose a los cadáveres de los bandidos y retirándolos a los laterales del camino de la Bifurcación —. O quizás sí.

— ¿Sí? ¿Cómo? — continuó preguntando a su salvador.

— ¡Contratando escoltas! — bramó enérgico el enano —. ¡Largaos, también!

Ambos humanos asintieron, atemorizados por la actitud de Teroch. El enano se acercó al buey que tiraba del carro, asegurándose de que no había sufrido daño alguno. Tras confirmarlo, permitió que los mercaderes continuaran con su viaje.

Teroch se quedó solo de nuevo. Respiró profundamente, cerrando los ojos y sintiendo la calma a su alrededor. El gañido de Pluma Carmesí despertó al enano de su trance, avisándole desde las alturas que más salteadores de caminos perturbaban las sendas de la Marca Argéntea.
Torm
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Los días locos de Teroch
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Teroch chapoteaba en los cálidos baños, junto a su patito favorito, de la posada de la bifurcación, El Descanso de los Páramos, cuando un pensamiento repentino le vino a la cabeza: “¿Qué estoy haciendo?”. Paralizado, con la mente completamente en blanco e incapaz de hallar respuesta a esa pregunta, se quedó petrificado mirando hacia el infinito.

Durante mucho tiempo estuvo dispuesto a corretear por la foresta y los caminos de la Marca Argéntea, salvaguardar las vidas y los bienes de los mercaderes y atizar a algún que otro orco. Todo por lograr su ideal de lo correcto, de aquello que nadie más hacía. Pero su cuenta corriente en el banco de Argluna comenzó a subir, dejó de tomar trabajitos de guía o de escolta, y acabó ganando algunos quilitos; nada que no pueda hacerse desaparecer, pero lo suficiente como plantearse volver a salir de la posada ya mañana, cuando dejase de llover (o sea, nunca).

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Al día siguiente, Teroch apoyó su jarra sobre la barra de madera mientras no dejaba de mirar a esos dos enanos peleones. Un sonoro eructo surgió de su boca, para después ser limpiada con la punta de su capa de piel de oso. El enano batidor, ya bastante pasado con la bebida, no pudo evitar fijarse en el mejunje verdoso de la estantería, incapaz de deducir de qué estaba hecho, y por qué nadie lo pedía. Pero a Teroch no le hacía falta, porque los buenos y amables propietarios de El Descanso de los Páramos ya lo tenían clichado, y enseguida que se acababa la bebida, le ponían otra. El mismo pensamiento que el día anterior le surgió cuando mojó sus labios en el dorado brebaje, quedándose mirando fijamente al infinito, tratando de mantener un equilibrio de ebrio, o quizás la propia lucidez del momento. “¿Qué estoy haciendo?” se preguntó de nuevo, incapaz de hallar respuesta.

Había perdido la noción del tiempo, y sentía que hacía eones que no salía al exterior. Esperaba que alguien le viniese a buscar, por algún trabajito que valiese la pena; pero nada le parecía suficiente, nada le llenaba, más que meterse jarras una tras otra. Por suerte, El Descanso de los Páramos nunca cerraba, y le podían servir cervezas hasta que acababa completamente grogui, arrastrado escaleras arriba hacia su habitación.

Otro día más sin espabilarse, Teroch decidió bajar a la barra del bar; pero esta vez no tomó cerveza, sino que pidió probar ese brebaje verdoso. No muy seguros de que el viejo enano lo aguantase, le sugirieron que siguiera con la cerveza. Pero la cabezonería enana se extiende por todos y cada uno de los miembros de su raza, sin excepción alguna; y Teroch no lo era. Ni Írvag ni Grumbeljam quisieron servirle, y Teroch decidió pasar al plan B: bebió su jarra hasta vaciarla, Írvag la tomó para rellenarla, y el enano aprovechó para hurtar hasta tres botellitas de ese mejunje. Para cuando el propietario de la posada volvió, solo encontró un buen saquito de monedas de oro, pero ni rastro alguno de Teroch.

El viejo explorador descorchó las botellas de mejunje verde, olisqueándolas con cuidado. Sabían a algo dulce, y Teroch no dudó en meterle un buen lingotazo.

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“¿Qué he hecho?” se preguntó el enano, completamente ido. Sentado en el sofá de la sala comunal de El Descanso de los Páramos, ni siquiera se atrevía a levantarse; su cabeza le zumbaba, le daba vueltas, como si alguien le hubiese estado martilleando toda la noche. Para Teroch fue una señal, lo suficientemente alarmante como para que dejase de beber alcohol; y, sobre todo, para que saliese de allí.
Armándose de valor, Teroch caminó zigzagueando hasta su habitación, tratando de mantener la compostura siempre que sentía que ojos curiosos lo observaban. Cogió su equipamiento, vació las cantimploras de cerveza para rellenarlas de agua recalentada de los baños, y se dispuso a salir de la posada. Pero como no quería ser regañado por Írvag el oso, Teroch saltó por la ventana hasta un seto, reventándose la cara contra el suelo (no hay hierbajo lo suficientemente espeso para detener la caída de un enano).

Teroch corrió hasta salir del recinto amurallado, siguió con esas grandes zancadas de enano bajo la lluvia, tropezándose varias veces. En su cabeza era genial, pero todos los npc’s de alrededor se sorprendieron de las payasadas del viejo enano, no sabiendo si ir a auxiliarlo o dejarlo creer que iba mejor de lo que realmente estaba. Sin hacerles caso alguno, finalmente tomó la bifurcación camino a Adbar, cuando encontró a un pobre granjero en apuros: cubierto por cuervos, y picoteándole los ojos, la víctima de ese ataque de aves no parecía capaz de moverse. El enano avanzó dando brincos y haciendo aspavientos hacia adelante, espantando a las criaturas que atosigaban al granjero.

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Apenas incapaz de sostenerse en pie, aun afectado por el mejunje verde de Írvag, Teroch le preguntó si podía hacer algo por ese buen hombre, a lo cual respondió que sí, que le dejase en paz; pues, al fin y al cabo, era un maldito espantapájaros y las voces que escuchaba en su interior provenían de su afectado cerebro.

Sacando pecho, continuó su camino, sin saber exactamente a dónde ir. Quería salir de la posada, del círculo vicioso de comer, dormir, jugar con el patito de goma, beber, “jugar” con el patito de goma y otra vez dormir. Dejó llevarse por sus más primitivos instintos, alejándose cada vez más de la civilización. No supo cómo ni por qué, pero acabó en un precioso claro con un altar, en el que no dudó en ponerse de rodillas y rezar un poco, a la espera de que algún dios se apiadase de él y le quitase esa borrachera de encima. Sus murmuradas plegarias pasaron a suspiros, y terminaron siendo ronquidos.

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Para cuando Teroch despertó, toda la infame locura narrada anteriormente quedó en un vago recuerdo; tocándose el cuerpo en busca de heridas, el enano acabó alzando la cabeza hacia la bóveda celeste, oscura y únicamente iluminada por un millar de puntitos blancos. No sabía exactamente qué le había pasado, pero sentía que el universo le había dado otra oportunidad. Una en la que debía cumplir con su propósito, evitar los excesos y defender todo aquello que juró la primera vez, junto a los sacerdotes de Marzhammor Duin.

Teroch, aunque nunca se fue, había vuelto a La Marca Argéntea más vivo que nunca.
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