
Introducción / Resumen.
La oscuridad bajo la superficie del mundo no es simple ausencia de luz, sino un reino vivo, palpitante de secretos y amenazas. Aquí, en el corazón de la Infraoscuridad, la piedra late como un ser ancestral, y ríos subterráneos trazan caminos que sólo los más desesperados o temerarios se atreven a seguir. Los ecos de pasos, sean de criaturas o de almas condenadas, nunca viajan solos: los acompaña el susurro constante de un mundo que conspira en las sombras.
En este laberinto sin fin, la supervivencia no es una elección, sino un arte cruel, dominado por quienes imponen su voluntad con poder y astucia. Los drow, amos indiscutidos de este reino, han tejido un imperio en la penumbra, gobernado por una jerarquía donde la sangre y el estatus dictan el valor de una vida. En sus ciudades de obsidiana y telarañas, donde la belleza y el terror se entrelazan, cada respiro es una ofrenda a la ambición y al miedo. Pero no están solos. Bajo la tierra, otras razas luchan por un espacio, desde los endurecidos duergar hasta los astutos svirfneblin, todos atrapados en un juego eterno de dominio y sometimiento.
Aquí no hay días ni noches, sólo un crepúsculo perpetuo que aplasta el alma. Esclavos de todos los confines del mundo caminan entre cavernas que no conocen el sol, arrastrando cadenas que no sólo atan sus cuerpos, sino que marcan su espíritu. Para ellos, la libertad es una idea abstracta, tan distante como las estrellas que nunca han visto. Sin embargo, incluso en este abismo, existen susurros de esperanza: cuentos de rebeldes, fugas imposibles, y un fuego que arde en los corazones que se niegan a ser apagados.
Es en este mundo de sombras y desesperación donde habita un joven cuya existencia parece destinada a perderse en la niebla de la esclavitud. Pero incluso entre la piedra más fría, el fuego puede encontrar un hogar, esperando el momento para arder y desafiar las tinieblas.
Capítulo 1: El Umbral de la Oscuridad
El sonido del látigo cortó el aire con un silbido feroz, seguido por un grito que resonó entre las paredes de roca como un eco de desesperación. La piel del hombre ardía donde la punta del látigo había abierto una nueva herida, pero no se permitió caer, no aquí, no ahora.
"Resiste, Kalan... Eres más fuerte de lo que padre decía." El pensamiento atravesó su mente como un refugio efímero, algo a lo que aferrarse mientras avanzaba tambaleante bajo el peso de sus cadenas.
Alrededor de él, el mercado de esclavos de Sshamath bullía de actividad, un caos ordenado que solo podía prosperar en la Infraoscuridad. Las antorchas mágicas proyectaban un resplandor antinatural sobre el vasto espacio, iluminando los rostros crueles de los compradores y los cuerpos marchitos de los esclavos. Las estructuras del mercado eran improvisadas pero imponentes: plataformas de madera ennegrecida sostenidas por pilares tallados en obsidiana, rodeadas de runas mágicas que chisporroteaban con energía latente. Bajo las plataformas, jaulas metálicas colgaban como grotescos adornos, cada una conteniendo almas desesperadas que aguardaban su turno en la subasta.
Los olores eran una mezcla nauseabunda de sudor, sangre seca y algo acre que no podía identificar. El calor era sofocante, no por el clima, sino por las antorchas y el constante roce de cuerpos aglomerados. Los esclavistas drows, vestidos con túnicas oscuras ribeteadas en plata y rojo, se movían entre las filas de cautivos, gritando órdenes en su lengua afilada:
“Malla elghinn, ulu usstan!”
Kalan alzó la mirada un instante, lo suficiente para ver a uno de ellos acercarse. Era un drow alto, de piel tan negra como la obsidiana y ojos rojos que brillaban con un placer cruel. En su mano, un látigo destellaba con cada movimiento, y su sonrisa se torcía en un gesto casi predatorio.
"Lloth tlu malla," murmuró el drow mientras se detenía frente a Kalan, acariciando el látigo como si fuese un tesoro.
El drow le dio un golpe en el costado con el mango del látigo, obligándolo a moverse hacia el estrado central. Kalan no tenía fuerzas para resistir. Mientras caminaba, sus pensamientos vagaban hacia su hogar en la superficie, un lugar que ahora parecía un sueño distante. Recordaba el aroma de los pinos después de la lluvia, la risa de su hermano menor, el calor del sol en su piel.
Pero aquí abajo, en Sshamath, el sol era un recuerdo inútil. Este era un mundo de sombras y tinieblas, donde las leyes de los dioses de la superficie no tenían cabida. Las razas de la Infraoscuridad —drows, duergar, svirfneblin— coexistían en una jerarquía de traiciones y brutalidad. Y los esclavos, como él, eran poco más que herramientas para mantener esa maquinaria en funcionamiento.
El grito de una mujer humana lo devolvió a la realidad. En una plataforma cercana, una joven luchaba mientras dos guardias duergar la inmovilizaban. Su resistencia fue inútil; uno de los compradores levantó una mano enguantada y señaló con la cabeza. El martillo del subastador golpeó la madera, sellando su destino.
Kalan subió al estrado bajo la mirada fría de los drows reunidos. Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de agotamiento. Un hombre puede resistir mucho, pensó, pero incluso la roca más fuerte se desmorona con el tiempo.
El subastador, un drow de túnica púrpura adornada con runas brillantes, lo presentó con voz clara:
“Dosst guu'lij zhah b'ahtal. A blynz ukta.”
Kalan no entendía las palabras, pero el tono era inconfundible. No era una persona; era un producto. Mientras los compradores comenzaban a pujar, él cerró los ojos y murmuró una oración silenciosa, no a los dioses de la superficie, sino a cualquiera que pudiera escuchar en esta oscuridad infinita.
Cuando el martillo golpeó, su destino quedó sellado. Lo que le aguardaba más allá de ese momento, Kalan no lo sabía. Pero aquí, en las profundidades de la Infraoscuridad, la esperanza era un lujo que ningún esclavo podía permitirse.
Y a meses de viaje de Sshamath en otro lugar en las entrañas de un mundo donde la luz nunca alcanza, existía una ciudad que se nutría de la oscuridad misma. Menzoberranzan, hogar de los drows, se alzaba imponente entre cavernas interminables, sus muros, impregnados de siglos de traiciones y secretos, formaban una laberíntica fortaleza que vibraba con los ecos de intrigas y traiciones. Aquí, la oscuridad no solo gobernaba, sino que se veneraba, y cada rincón de la ciudad era testigo del sufrimiento y la desesperación.
Los muros de la ciudad, tallados por siglos de poder y odio, formaban un laberinto de pasillos y cámaras que resonaban con la constante vibración de planes macabros. Aquí, las élites drows habían edificado su dominio con una devoción fanática, un lugar donde la traición y la crueldad se respiraban como el aire. Donde las fuerzas más oscuras regían cada vida, ya fuera de un drow o de un esclavo.
En algún frío rincón de este vasto imperio, la luz de las antorchas parpadeaba sobre las paredes húmedas y mohosas, proyectando sombras alargadas que danzaban con cada movimiento. Intercaladas a lo largo de una vasta caverna, las antorchas apenas lograban iluminar todo el espacio, colmado de estatuas colosales y figuras siniestras esculpidas en piedra. Las esculturas representaban deidades oscuras y criaturas aterradoras, sus rostros torcidos por la maldad, observando con desdén el esfuerzo incansable de un pequeño grupo de esclavos. Estos, atrapados en su condena, trabajaban en una nueva figura cuya incompletitud la hacía parecer mutilada, como si le faltara la esencia que sus hermanas poseían. El aire, cargado con el olor a piedra y musgo, se mezclaba con el sudor y el miedo palpable de los trabajadores forzados.
En este lugar, donde el dolor era moneda corriente, dos figuras encapuchadas se deslizaban entre los esclavos. Sus pasos, silenciosos como la propia oscuridad, apenas perturbaban el aire. De entre ellos, uno destacaba por su imponente presencia, un drow de piel negra como el abismo y cicatrices profundas que narraban historias de guerra y crueldad. Su mirada fría y calculadora revelaba su naturaleza despiadada. A su lado, un joven drow, sonriente y cruel, disfrutaba del sufrimiento ajeno como si fuera una forma de arte. Ambos avanzaban, evaluando el trabajo de los esclavos, con la mirada de quienes saben que la vida de aquellos que los rodean no tiene valor.
"Dosst lil velkyn ulu thalack," siseó el guardia con cicatrices, sus palabras, cargadas de veneno, caían sobre el aire como un castigo.
Con ojos brillando de satisfacción sádica, el guardia más joven se aproximó a uno de los esclavos y, sin previo aviso, le asestó un golpe con la culata de su lanza. El anciano, un humano de cabello canoso, se desplomó al suelo, soltando un gemido ahogado de dolor. El guardia cicatrizado soltó una risa gutural y continuó su patrullaje, mientras su compañero, con la voz baja, susurraba en su oscuro idioma, saboreando la crueldad de su poder sobre los desdichados que los rodeaban.
En medio de la cruel y sofocante atmósfera de la caverna, un joven esclavo golpeaba incansablemente un enorme bloque de piedra. Su cuerpo, de una constitución imponente, parecía esculpido por años de arduo trabajo; su piel marrón y curtida reflejaba la tenue luz de las antorchas, mientras sus músculos, endurecidos por el esfuerzo constante, se tensaban con cada golpe. A pesar de las númerosas cicatrices que marcaban su piel, su espíritu no se había quebrado. Sus ojos, oscuros como la misma oscuridad que lo rodeaba, brillaban con una determinación muda, una chispa de resistencia en medio de la opresión. A su corta edad, aún no podía considerarse un hombre, pero su tamaño y fuerza lo obligaban a realizar las tareas más duras, reservadas para los más fuertes.
"Dos inbal xa'huuli dosst lil vith," siseó el guardia con cicatrices, acercándose al joven esclavo y observándolo con una mirada que denotaba desprecio y burla.
Zubari levantó la mirada y, sin emitir palabra, asintió levemente. Aunque las palabras eran confusas, el mensaje era inequívoco: debía seguir trabajando sin importar el costo. Cada golpe contra la piedra era un paso más hacia la libertad, aunque sabía que esa libertad estaba más allá de las fronteras de su comprensión. A su alrededor, otros esclavos trabajaban con el mismo desánimo, sus cuerpos doblados por el cansancio, y sus ojos, vacíos de esperanza, parecían haber perdido cualquier vestigio de humanidad.
"Cuidado con ese bloque," susurró Tovak, un esclavo que había estado en Menzoberranzan por más tiempo. "Si lo dejas caer, el castigo será peor que la muerte."
Zubari asintió, la voz ahogada por el miedo que siempre lo acompañaba. "Lo... sé... Tovak," respondió, sus palabras torpes, vacilantes. El miedo lo había enseñado a hablar en susurros, a esconder sus pensamientos y emociones bajo capas de silencio.
Tovak lanzó una mirada rápida hacia los guardias antes de volver a su trabajo. "Eres fuerte, Zubari. Quizás algún día... tengas tu oportunidad."
Zubari no respondió, mantuvo su mirada fija en la tarea. Soñar con la libertad era un lujo peligroso, pero, en lo profundo de su ser, una chispa de esperanza persistía, como un fuego pequeño que nunca lograba apagarse. Los días se deslizaban en una interminable espiral de trabajo y sufrimiento, donde la crueldad de los amos no conocía límites. Látigos y cadenas eran las herramientas del control, su presencia constante como una sombra.
El guardia más joven se detuvo frente a Zubari, observando su labor con una sonrisa torcida. "Velkyn, Sshamath," dijo en su idioma, señalando un bloque de piedra particularmente grande. "Dos orn belbau dosst ussta mzil."
Zubari captó lo suficiente para entender que debía acelerar su trabajo. Sus manos, ya cubiertas de callos y polvo, siguieron golpeando la piedra con fuerza, esculpiendo lentamente la figura requerida. El sudor, pesado y cálido, corría por su frente y caía al suelo, formando pequeñas charcos en el frío y húmedo suelo de la caverna.
Después de horas de trabajo agotador, Zubari fue arrastrado hacia un rincón oscuro de la caverna, más allá de una abertura entre las rocas. Este nuevo espacio era aún más reducido y sombrío, un contraste inquietante con la vasta caverna donde trabajaba. Allí, un grupo de drows encapuchados se hallaba reunido alrededor de una mesa de piedra, iluminada únicamente por la débil luz de un brasero. El calor del fuego ofrecía un alivio fugaz frente a la fría dureza de las piedras. Un sacerdote drow, de túnica negra, se acercó a Zubari, y una sonrisa cruel se curvó en sus labios.
"Sssuul, abbil," susurró el sacerdote, señalando una bolsa de cuero que reposaba a sus pies. "Dos zhaun rath nindel nindel khel."
Un nudo helado se formó en el estómago de Zubari al escuchar las palabras del sacerdote. Sabía que se le asignaba otra tarea, probablemente aún más peligrosa. Asintió con cautela, los ojos fijados en el fuego que danzaba ante él, tratando de mantener su calma.
"Sí... amo," murmuró, su voz apenas un susurro.
El sacerdote soltó una carcajada baja, y con un gesto despreciativo le entregó la bolsa. "Llena esto y vuelve antes del amanecer. Y no pienses en escapar. Siempre estamos observando."
Con el corazón golpeando en su pecho, Zubari tomó la bolsa y se alejó, acompañado por un guardia que lo vigilaba con atención. El camino a través de los túneles era traicionero, plagado de trampas invisibles y criaturas en las sombras. Pero Zubari había aprendido a confiar en sus sentidos; sus oídos percibían el menor de los ruidos, y sus pies se deslizaban con una agilidad que contrastaba con su agotamiento.
El trayecto se hizo cada vez más angosto y tortuoso. Los pasillos de piedra, cubiertos por las cicatrices del tiempo y de la explotación, se estrechaban conforme Zubari avanzaba, y la luz de las ya escasas antorchas apenas podía penetrar la densidad de la oscuridad. Se desvió hacia una de las muchas galerías subterráneas de Menzoberranzan, un lugar apartado, menos transitado. El eco de sus pasos era sofocado por las paredes de piedra que se retorcían, como si la misma ciudad lo estuviera engullendo. Finalmente, llegaron a una vasta y cavernosa sala, la cual parecía desafiar la lógica de las profundidades. La oscuridad, si era posible, era aún más espesa allí, un vacío que se tragaba la luz. En el centro de la sala, una fuente de luz tenue, casi sobrenatural, provenía de alguna grieta desconocida en el techo, iluminando con un resplandor azulado que parecía no pertenecer a este mundo.
Lo que más le impactó fue el repugnante olor que invadía aquel lugar. El hedor era insoportable, un tufillo que se impregnaba en las ropas y en la piel. Parecía ser una fosa provisional, un depósito de cadáveres apilados sin ninguna preocupación por el orden. Los cuerpos, en diversos estados de descomposición, se amontonaban en grandes montañas de carne putrefacta, como si no fueran más que desechos olvidados por los drows, que rara vez se detienen ante tales grotesquedades.
Zubari no conseguía deducir para qué se utilizaba ese lugar, ni qué harían con lo que iba a recolectar. Su mente comenzaba a tambalear por el terror que le provocaba el ambiente. En ese momento, el horror se apoderó de él por completo. No había forma de sentir seguridad en un lugar como ese. Sabía que su trabajo sería repugnante, pero la sensación de estar en ese sitio tan oscuro y asfixiante, rodeado de cuerpos sin alma, lo llenaba de un pavor irracional. Incluso pensó que preferiría recibir más palizas y torturas que estar allí. Sin embargo, la tarea era clara: debía recolectar los pocos órganos que aún estuvieran en buen estado, llenando la bolsa con piezas repulsivas hasta que la orden se cumpliera. Cada órgano que guardaba en la bolsa representaba otra entrega en el ciclo interminable de sufrimiento. No pasaba mucho tiempo antes de que otro esclavo, empujando una carreta repleta de cadáveres, llegara para dejar más cuerpos en aquel macabro depósito. Luego, otro prisionero se encargaría de llevar lo recolectado a un destino del que Zubari solo podía imaginar, marcando el ritmo de una rutina de muerte y despojos que parecía no tener fin.
En ese lugar, Zubari se sentía tan vulnerable como un animal acorralado. La muerte y la crueldad le eran familiares, pues había nacido y crecido entre las sombras de este mundo subterráneo, donde el sufrimiento era moneda corriente. Sin embargo, algo en ese lugar lo estremecía de una forma que nada más había logrado. No era el hedor de los cadáveres ni las criaturas carroñeras que de vez en cuando se alimentaban de los restos desechados, sino una presencia mucho más aterradora. Algo que acechaba desde la penumbra, una fuerza oscura e invisible que lo observaba desde los rincones más profundos de la caverna, como si la misma oscuridad estuviera viva.
El sonido de un metal rasgando la roca resonó en la caverna, acompañado de un susurro bajo y espeluznante que parecía emanar de las sombras mismas. Zubari, con la bolsa llena de órganos en la mano, se apresuró a vaciarla en una caja, su mente perturbada por la sensación de que algo oscuro lo acechaba. Aunque su tarea era clara, el lugar le transmitía una ansiedad palpable, como si algo estuviera observando cada uno de sus movimientos. Un resquicio de pavor se colaba en su pecho, pero sabía que debía continuar, que no podía permitirse vacilar. Las sombras lo rodeaban, sus ojos temblorosos trataban de penetrar la oscuridad, conscientes de que no estaba solo.
Un rugido sordo hizo temblar las rocas, y el aire se llenó de un estremecimiento que no venía de la tierra, sino de algo más profundo. Zubari no podía identificar de dónde provenían los ruidos, pero uno de ellos se aproximaba cada vez más. Continuó su tarea, forzado a apresurarse, pero no podía evitar que sus manos temblaran, bañadas en sangre. Al principio, la sangre no era suya, pero después de tantos cortes, ya no podía distinguir cuál era suya y cuál la de los demás. Lo único que sabía era que debía seguir adelante.
El esclavo que debía traer cadáveres aparecía con menos regularidad con cada trayecto que hacía para descargar; sus piernas temblaban casi tanto como las manos de Zubari. Pensando que aparecería más tarde, lo contrario ocurrió: el esclavo llegó rápidamente, dejó un último cuerpo y, con un gesto de sumisión, sin decir palabra alguna, dejó claro que su tarea había sido completada. Esto significaba que la de Zubari también estaba casi por terminar. Sintió una mezcla de alivio y agotamiento, pero sabía que no debía relajarse aún. El Drow levantó su lanza, señalando el camino por el que habían llegado, indicando que debían regresar por ese mismo trayecto. Solo faltaba llenar el saco y, aunque sus manos sangraban y temblaban, lo único que deseaba era terminar lo más rápido posible.
De repente, la caverna tembló con más fuerza. La sacudida fue tan brutal que todos cayeron al suelo, golpeándose. El más afortunado fue Zubari, que, agachado, logró mantener el equilibrio. Una grieta se abrió en el suelo, y el tercer esclavo, con una herida grave en la cabeza, logró levantarse, pero dominado por el pánico, corrió descontrolado. El amo, apenas en pie, se apoyaba en su lanza, cojeando, antes de emprender la persecución, mientras lanzaba gritos llenos de amenazas.
Aprovechando el caos, Zubari se apresuró a llenar la última bolsa con órganos. El lugar se había convertido en un hervidero de desorden. El silencio era casi absoluto, solo interrumpido por el sonido sordo de su trabajo. El terror lo consumía, empujándolo a querer huir, pero algo lo mantenía en el sitio. Como un animal acorralado, se quedó quieto, los ojos abiertos, mirando con desesperación, buscando alguna señal de lo que acechaba en la oscuridad. No veía nada, pero sentía la presencia de algo gigantesco, algo mucho más grande que las propias estatuas del templo. La sensación de que lo observaban era palpable, y en ese momento, comprendió que el peligro no solo le acechaba desde las sombras: las propias paredes parecían cerrarse sobre él.
Cuando finalmente vio que su bolsa estaba llena, corrió más rápido que nunca, dirigiéndose a la entrada de la caverna. Su corazón latía desbocado, y a lo lejos, vio la luz de una antorcha. Corrió hacia ella con desesperación, sintiendo que la calidez del fuego disipaba momentáneamente la oscuridad que lo rodeaba. Pero el peligro no había desaparecido. Desde las profundidades de la caverna, algo lo observaba: una figura casi imperceptible, una sombra con ojos incandescentes, que esperaba en el umbral de la oscuridad.
(( Aún me falta terminar algunos detallitos, como es la primera vez que me tomo enserio crear y rolear un PJ al final hasta me gustaría darme el gusto de poder escribirle una buena historia, seguramente ahora mismo tengo algún que otro error que seguro corregiré mientras avance, asi como una mejor presentación, también quiero darle un poco más de fluidez a la lectura y sobre todo rigurosidad en base a los reinos de Farûn. Por último y no por ello menos importante mi enorme agradecimiento si te interesaste o llegaste a leer completamente todo. ))