Prólogo del Diario de Viajes de Khaedros Varn
Primera jornada, tras dejar Candelero.
"No he nacido para pudrirme entre callejones ni para vender baratijas bajo toldos raídos. Mi sangre lo sabe. Y la magia también."
Hoy he abandonado Candelero. No por desprecio, sino porque he visto lo que sus muros ocultan: conformismo. Las ruinas de mi pueblo —de mi imperio— no pueden quedar sepultadas por la rutina de los mediocres.
Camino hacia lo desconocido, sí, pero con una certeza tallada en piedra: soy netherino. Y aunque los siglos hayan borrado nuestros nombres de los registros, el poder antiguo aún fluye. No como en los cuentos que repiten los niños, sino en los susurros que solo algunos logran escuchar… cuando la urdimbre se agita, cuando el aire se curva alrededor de una ruina, cuando el tiempo se resiste a avanzar. Lo noto.
No sé aún si este diario será testimonio de un ascenso o de una caída. Solo sé que no regreso. Que no puedo. Que la vida no está en Candelero, sino en lo que hay más allá de sus fronteras: conocimiento olvidado, arte sellado, poder dormido.
No soy un salvador. No soy un héroe.
Soy Khaedros Varn, hijo de un imperio caído, buscador de lo que fue y de lo que aún puede ser.
Que estas páginas sean el eco de una historia que aún no se ha contado.
“Zhal’rem vel nuur ethekar.”
(La llama aún arde bajo la ceniza)
K.V.
Capítulo I: Adbar, la Fortaleza Interior
"El frío no solo cala la carne, sino también el juicio. A veces me pregunto si los enanos eligieron estos parajes helados por testarudez o por puro deseo de aislamiento. Y sin embargo… lo comprendo."
Tras semanas cruzando senderos nevados y bosques inhóspitos del norte, llegué a la imponente Ciudadela Adbar, bastión ancestral de los enanos del Norte. Mi cuerpo, extenuado por el viaje, apenas sostenía mi mochila y mi bastón, pero mis ojos —y el ojo siempre vigilante de Zhul’narakh— no dejaban de observar, asimilar, grabar.
Adbar no se impone por su altura, sino por su profundidad: una fortaleza horadada en las entrañas del mundo, sostenida por colosales pilares grabados con runas brillantes y ancestrales. Los salones se extienden como venas pétreas, resonando con el eco de martillos, canto y comercio. Es un mundo dentro del mundo, donde cada piedra parece colocada con propósito divino.
Tras presentar mis respetos a la Forja de Moradin, un santuario cálido entre el metal fundido y la devoción, me detuve en la famosa Gran Rueda, una maravilla de ingeniería enana que se abría paso a las entrañas del mundo. Incluso Zhul’narakh pareció quedarse inmóvil unos segundos, maravillado.
En el centro de la ciudadela, las puertas están protegidas por enormes ballestas giratorias, verdaderos colosos de metal montados sobre raíles. Pude verlas mientras me dirigía, tembloroso por el frío, a la Taberna del Dragón, donde probé una de las mejores cervezas negras que he degustado: espesa, amarga, y tan potente que casi apagué mi sentido del equilibrio.
Los talleres de los artesanos enanos fueron la culminación de mi estancia. Aunque celosos de su saber, permitieron mi observación a cambio de respeto y silencio. Vi forjarse hachas rúnicas, sellarse artefactos con precisión sobrenatural, y templarse armaduras que podrían resistir la furia de un dragón. No me dijeron nada, pero me enseñaron todo.
Antes de partir, visité la Puerta de las Caravanas, un corredor inmenso que conecta con rutas comerciales subterráneas hacia el este. Entre comerciantes, guardias y extrañas criaturas de paso, logré adquirir un par de objetos útiles para mi camino, aunque muchos estaban fuera de mi pobre presupuesto de erudito errante.
Ahora, con los pies aún adoloridos y el alma llena de imágenes grabadas a fuego, retorno hacia Nevesmortas, donde me esperan mis notas, mis libros… y quizás nuevos caminos.
Aún tengo mucho que escribir. Y más aún por ver.
K.V.
Capítulo II: Hacia la Guardia de los Dracos
"No todo conocimiento se encuentra en libros. Algunos se escriben con aliento gélido, en las piedras mordidas por el hielo, y en las huellas de quienes no temen a la cima."
Las montañas al norte del Fuerte Nuevo se alzaban como colmillos de un dios antiguo, cubiertas por una capa blanca que parecía devorar el sonido. Viajé junto a Isendul Nules, un aventurero curtido y temerario, con la esperanza de presenciar la caza de dracos salvajes, estudiar sus hábitos... y quizás obtener una muestra o dos para futuras investigaciones.
Lo vi trepar laderas imposibles, moviéndose como un felino entrenado por la misma piedra. Sin miedo, sin pausa. Las ventiscas lo azotaban, pero él avanzaba. Yo, en cambio, sentía mis dedos entumecerse con cada paso. Zhul’narakh flotaba tras de mí, su ojo central entrecerrado con desdén ante la nevada constante.
Nos topamos con elementales de vapor y piedra, surgidos de fallas arcanas entre las grietas del mundo. Isendul no dudó: los enfrentó espada en mano, mientras yo me refugiaba tras una roca, trazando hechizos de invisibilidad con manos temblorosas. Fue una batalla breve pero brutal. Sobrevivimos. Él, por su fuerza. Yo, por astucia.
Más adelante, vimos dracos adultos cerniéndose sobre un risco, y cabras montesas que saltaban con una agilidad que desafiaba toda lógica física. El aire era tan frío que incluso los pensamientos dolían.
Lo comprendí entonces: este no era mi camino. No aún. Mis túnicas, mis conjuros, mis huesos... no estaban hechos para esta caza. Le ofrecí unas palabras a Isendul antes de separarnos. Él solo asintió y siguió adelante, hacia la Guardia de los Dracos, una fortaleza natural que solo los verdaderamente duros o desesperados se atreven a buscar.
Yo observé su silueta alejarse entre la ventisca, hasta que la nieve la devoró por completo. Entonces me di la vuelta, descendiendo con cuidado hasta un sendero más cálido, más razonable. No me avergoncé. Aprendí algo importante ese día:
El poder puede observarse desde lejos. Pero el conocimiento... también sabe cuándo dar la vuelta.
K.V.
Entrada III: La Ruta de la Piedra y las Puertas Rúnicas
"La montaña no es fría, pero pesa. Cada paso es una deuda con la gravedad, y cada aliento cuesta más de lo que debería."
La subida a Felbarr ha sido una prueba de resistencia y voluntad. No hubo nieve ni ventisca, pero sí un calor áspero, el tipo de calor que hace hervir la sangre y se mezcla con el polvo de la piedra. Escalar fue una tortura. Mis manos, acostumbradas al pergamino y la pluma, sangraron al rozar la roca áspera. La montaña no se rinde fácil. Luché. Contra ogros de piel rota, con mazas como árboles podridos. Contra criaturas sin nombre que habitaban la niebla como si fueran parte de ella. A veces gané. A veces… simplemente huí. Dormí bajo salientes de roca como un animal acorralado. Entré en una caverna viva, respirando humedad y eco. Un túnel sin fin. Negro. Antiguo. Perverso.
Me oculté de los orcos de piel roja, tribus salvajes que han jurado devorar todo lo que camine erguido. Y caminé, sí…
Caminé por puentes de piedra suspendidos sobre la nada. Un mal paso era el fin. No el dolor. No la herida. El abismo. Un abismo negro como tinta eterna, que no devuelve ecos ni acepta nombres.
A lo largo del descenso en el interior de la montaña, pasé por puestos de defensa enanos, pequeños fortines tallados en la propia piedra, vigilados por enanos con miradas que pesaban más que sus hachas. Sus ojos me evaluaron en silencio, como si midieran no solo mi fuerza, sino mi intención. Zhul’narakh, flotando sobre mi hombro, atrajo demasiadas miradas y murmullos. Un familiar así no inspira confianza.
En cada fortín, tuve que responder preguntas, dar mi nombre, explicar mi presencia. No soy un comerciante, no soy un guerrero… soy un estudioso, lo cual no siempre es suficiente para ganarse el respeto de los enanos. Pero algo en mis palabras, o tal vez en mi determinación cansada, me permitió seguir avanzando.
Al final del camino, la montaña se abrió nuevamente para revelar las Puertas Rúnicas de Felbarr. Dos enanos custodian el acceso, firmes como estatuas, con armaduras que parecen cinceladas de la misma roca que los rodea. Las runas sobre la puerta brillan levemente, un resplandor dorado y ámbar, como si fueran brasas dormidas esperando despertar.
No son runas comunes, sino algo más antiguo. No canalizan magia: son magia hecha piedra. Sentí un escalofrío al rozar sus grabados con la mirada. Algo en esas runas respira.
Hoy descansaré fuera de las murallas, en uno de los refugios cercanos a la puerta. Mañana cruzaré.
No sé qué encontraré dentro, pero estoy listo para escuchar lo que la piedra tiene que decirme.
Estoy cansado...
K.V.
Diario de viajes por Khaedros Varn
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