Historia de Nynther

Los trovadores de la región narran la historia de sus héroes. (Historias escritas por los jugadores)

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Jathaladast

Historia de Nynther

Mensaje por Jathaladast »

El equipaje ya está preparado, así que deslizo las correas por las hebillas metálicas de la mochila para cerrarla. No puedo impedir que el nerviosismo me invada, pues mi invitada está apunto de llegar. Me acerco a la ventana, por si la veo acercarse a mi hogar, y mis ojos se inundan del familiar verdor de Ylmerna, mi tierra natal. Nuestro humilde pueblecito no es más que un puñado de casitas bajas, con el zócalo de piedra, las paredes de barro cocido o adobe y el tejado de paja. En todas direcciones se extiende una basta llanura ligeramente ondulada, cuya superficie los árboles parecen evitar. Sólo algún roble o alguna valiente casita aparecen como pequeñas manchas que rompen la monotonía del paisaje. Observo cómo el viejo Ander saca sus ovejas a pastar en la loma de la Mujer Despechada, y la buena de Marshee se dirige con sus niños al gélido lago que da nombre a nuestro pueblo, para pescar truchas con red. Al Sur, la vista se pierde en una escarpada cadena montañosa, llena de majestuosidad y misterio, y en cuyas entrañas cuentan los bardos que moran criaturas más antiguas que los propios dioses.

Mi hermano Urdras hace pasar a mi invitada, y no puedo evitar sentir que un cosquilleo recorre todo mi cuerpo. El corazón late con fuerza en mis sienes, y los nervios me traicionan. No tengo motivos racionales para ello porque, al fin y al cabo, era lo que siempre había deseado. Aunque mi familia no lo entienda. ¿Cómo iban a entenderlo si jamás han sentido el tintineo de la Urdimbre recorriendo su cuerpo? Pero me estoy adelantando, y no querría ser descortés.

Saludos, mi señora. Yo soy Nynther de Ylmerna.

Se que has viajado desde lejos, del otro lado de las montañas nevadas, para venir a conocerme. Me honras como nadie me ha honrado en la vida, y por ello estoy dispuesto a abrirte las puertas de mi alma de par en par. Se que tus ojos sólo ven el joven flaco y desgarbado que soy, que no ha visto más de dieciocho primaveras. Quizá esperabas que fuese tan robusto y musculoso como mi hermano Urdras, pero estoy seguro de que tú no te dejas engañar por mi apariencia. Leo en tus ojos que has recorrido el amplio mundo, y seguramente hayas conocido antes a gentes cuyas palabras resultan más peligrosas que un hacha de batalla. Me refiero a los magos, como lo que yo aspiro a ser yo algún día, con la gracia de Mystra.

Es posible que a estas alturas te preguntes cómo pudo salir un aspirante a hechicero de un pueblo cuyo concepto de magia no va más allá de los trucos de naipes que hacen los trileros del mercado de los jueves. Lo cierto, mi señora, es que fue todo empezó por un hallazgo fortuito. Los chicos de mi edad me consideraban un cobarde, y como yo siempre he sido enclenque, solía ser presa fácil de los abusos y golpes. Mi hermano Urdras, fuerte y feroz como los leones de Ylmerna, salía en mi defensa siempre que se enteraba de lo que estaba sucediendo, pero yo era consciente de que tarde o temprano tendría que hacerles frente por mi mismo. Un día como otro cualquiera, me dijeron que si me adentraba yo solo en la Tumba del Brujo me dejarían en paz. La Tumba del Brujo es un pequeño túmulo que se adentra en las profundidades de la tierra, marcado en la inmensa llanura con un monolito de piedra. Se rumoreaba que la cripta estaba encantada y repleta de espectros y mortíferas trampas. Yo siempre había sostenido que lo más probable es que se trataba de un cuento para niños, así que acepté la apuesta. Entre una docena de chicos lograron mover la piedra que mantenía las cámaras selladas y, en un silencio atronador, penetré en la insondable oscuridad de la Tumba.

La diosa Tymora se puso de mi parte, pues los únicos habitantes de la tumba eran roedores, arañas del tamaño de un puño, sabandijas y demás criaturas repugnantes que se arrastraban en la oscuridad. Y, si estaban disgustadas por mi presencia allí, lo demostraban apartándose de mi camino. Mi paso vacilante, iluminado por el titilante fuego de una antorcha, me condujo por los oscuros y serpenteantes pasillos de la Tumba del Brujo, siempre hacia abajo. Desemboqué en una amplia estancia circular, que hedía a moho y estaba iluminada por unos pequeños destellos que formaban un silencioso círculo alrededor de un ataúd cubierto de gruesas telarañas. Confieso que llegado a ese punto estaba asustado, pues desconocía qué brujería estaría detrás de aquellas esferas, y qué terribles fuerzas podría desatar si traspasaba su perímetro.

Ahora no puedo evitar sonreírme, pues me es conocido que se trataba de un mero conjuro de luz inextinguible. Pero en aquellos instantes, tardé varios minutos en decidirme a atravesar el círculo, conteniendo el aliento. Por supuesto, los rayos y el rugir llamas que esperaba no llegaron nunca: si aquella cripta tenía conjuros defensivos, hacía tiempo que se habían desvanecido. Me acerqué como hipnotizado al ataúd y, tras retirar las pegajosas hebras que un afanoso arácnido había tejido allí, leí, en el estilizado alfabeto élfico: “Taelraune el de los Muchos Conjuros descansa aquí”. No se qué me impulsó a levantar la tapa de piedra, pero lo cierto es que lo hice. Se que fue un acto insensato y estúpido por mi parte. ¡Quién sabe qué horrores podrían haberse ocultado en el sepulcro! Pero señora, no tengo intención de convertirme en un mago sabio y sensato hasta dentro de unas cuantas décadas (si es que sobrevivo a mi tontería, claro está). Como iba diciendo, la losa cayó pesadamente al otro lado, arrancando un estruendo y una nube de polvo. Tosí compulsivamente mientras el polvo se pegaba a mi garganta, y me pareció escuchar, provenientes del techo, los gritos amortiguados del resto de chavales. Hice caso omiso y aparté con aspavientos de mis manos el polvo que se arremolinaba en torno a mí.

Lo que quedaba de Taelraune era un puñado de huesos amarillentos. Lo que antaño fueran sus manos aferraban un grueso tomo encuadernado ricamente. En aquellos momentos la palabra “grimorio” no significaba gran cosa para mí. Pero es lo que era: el antiguo libro de conjuros del mago elfo. A sus pies había otra pila de libros y, enroscado alrededor del cuello, una cadenita de plata que sostenía un colgante con una piedra roja engastada. Este medallón siempre me ha causado grandes quebraderos de cabeza pues, aunque en un primer vistazo puede parecer que es antiguo, un examen detallado revela que parece que alguien hubiera untado grasa mezclada con arena para que lo pareciera. Los escrutinios mágicos a los que le he sometido después han sido, no obstante, en vano: ni rastro de magia en el medallón. Pero siempre me ha dado la sensación de que estaba ahí, pulsante, aguardando algo. Así que siempre lo llevo conmigo, de alguna forma u otra siento que ese misterio está ligado a mi.

Sea como fuere salí triunfante de la Tumba del Brujo, para descubrir que no quedaba ningún valiente para recibirme. Me encogí de hombros y contento, volví a casa, escondiendo cuidadosamente mis hallazgos a mis padres y a mi hermano. Y así, cada noche, a la zozobrante luz de una vela y encerrado en mi cuarto, iba leyendo y releyendo los libros de Taelraune. El idioma de la magia fue un primer escollo, pero el buen mago tenía anotaciones al margen en élfico de todo. Yo conocía a la perfección el idioma de los elfos, así que fue cuestión de tiempo y paciencia que revelara los misterios arcanos que escondía el grimorio. Otro gran problema fue la realización de los gestos adecuados para finalizar los sortilegios incluso aunque el mago no escatimaba en detalles y tenía dibujos esquemáticos referidos a cada conjuro. Pero, como sabrás, con tesón y esfuerzo se consigue casi todo. Y así pasaba yo mis días, señora, estudiando magia (¡y viviendo!) por las noches y trabajando en el herbolario de mi madre por las mañanas.

Ah, pero me he dejado llevar por la excitación y no os he hablado de mi familia, ¿no es así? Pues bien, mi padre, Dracandros, fue sargento de la informal milicia local de Ylmerna. Un hombre duro, con el aspecto de los enormes perros que emplean los exploradores para salvar a las gentes que quedan atrapadas en las nieves de las montañas. Hoy día tiene el pelo entrecano, y está retirado, y luce las cicatrices que le han dejado orcos y bandidos como verdaderos trofeos de guerra. El trato con mi padre siempre ha sido cortés, pero frío y distante. Parecía reservar todo su cariño para mi hermano Urdras, semejante a él en muchos aspectos. Yo, sin embargo, me parezco mucho más a mi madre. Y es lo más semejante a una amiga que he tenido jamás. No es increíblemente bella, pero sí es atractiva, aún ahora que su juventud declina. Tenía un pequeño herbolario, heredado en su familia generación tras generación, en el que trabajaba todos los días entre hierbas e infusiones. Como ya he comentado antes, yo la ayudaba a menudo, aprendiendo el oficio –y de paso obteniendo alguno de los ingredientes necesarios para mis conjuros-.

Ni qué decir tiene que los matones no dejaron de usarme como percha de los golpes y, al final, os reconozco que estallé. No hace más de unos meses, en una de las agresiones, di forma a un conjuro que disparaba un dardo de energía refulgente. Manthras, el cabecilla de aquel odioso grupo, salió disparado hacia atrás, aniquilado por la potencia de mi sortilegio. ¡Dioses, casi lo mato! Os confieso que en aquella situación paladeé el poder bien de cerca y, por primera vez en mi vida, me sentí con el control de la situación. Pero ahora me horripila haber utilizado ese hechizo en su contra, cuando podría haber utilizado cualquier otro, menos dañino para su persona. Y es que no deseo el poder de un mago sin aceptar la responsabilidad que conlleva.

De todas formas, también me sirvió para comprobar la soledad que conlleva el poder. Desde ese momento la gente pasó a temerme u odiarme. Los conocidos dejaron de hablarme, las gentes humildes apretaban el paso o se cambiaban de acera al verme. Manthras y su banda no volvieron a molestarme, pero en su mirada había miedo: no se atrevían a atacarme porque los podía matar. ¡Hasta mis padres y mi hermano me dieron la espalda! ¿Entiende ahora por qué necesito irme de aquí, señora? ¡Necesito huir de mis errores y de toda esta gente que ni me entiende ni está dispuesta a hacerlo! No estoy dispuesto a renunciar a la magia ahora que la he probado y ¡Mystra!, deseo… ¡necesito aprender más!
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