La Caída
Noche cerrada, noche de sombras. Tan solo podía escucharse el silencio sesgado por el viento a través de los árboles. Solo los búhos cantaban a tan altas horas, pero hoy no. Reinaba la tranquilidad en el bosque cercano a la villa. Una docena de ténues siluetas eran testigos de una marcha inusualmente callada. Era increíble, incluso para ellas, ver cómo un pequeño regimiento de orcos se deslizaba sin proferir sonido alguno, cuadrados y en formación, por debajo de sus cabezas. Un par de ojos se acentuaron al dulce gemir de la madera contra la madera. Doce eran las campanadas que debían estar tocando en la ciudad. Doce jóvenes muchachas que se habían visto arrastradas a una guerra a muy temprana edad. A cuatro árboles de distancia cada una, veinte flechas al carcaj. Dos aceros en la cadera y una obra de arte silvana en sus manos, capaz de repartir una rápida y silenciosa muerte en cuestión de segundos. Once pares de ojos puestos en ella que, vigilante, esperaba el momento justo para disparar. Los finos dedos de la inexperta capitana perfilaron las plumas de sus proyectiles. Acabó por tomar uno y algo de aire. No debía fallar, no podía fallar.
Una figura más menuda que el resto, esbelta y emplumada, se destacaba en mitad de la formación que cruzaba los senderos. Al fin tenían a su alcance la oportunidad de asestar un buen golpe al esquivo enemigo. Las hojas de los árboles temblaron por un segundo, una se atrevió incluso a caer en lento vaivén al suelo. Abajo, solo algún que otro gruñido se distinguía. El mástil de un arco largo asomó entre las ramas, uniéndosele a la osada silueta la cabeza metálica y afilada de una flecha. Esperó, apenas quedaban diez metros para asegurar la posición. Todo ocurrió en apenas un segundo: la hoja, esa misma que había iniciado el camino hasta tierra, cruzó la línea invisible que trazaban los ojos ocultos del árbol y la cabeza de su presa. Un presentimiento, el sentido mortal que tienen los animales dicen, fue el que le hizo girar el rostro a la única hembra orca del grupo. Quizá fuese ese gesto el que hizo que el proyectil solo le cercenase una oreja y no la vida. Once silbidos más anunciaron el infierno que estaba por desatarse. Once sombras que cargaron al mismo tiempo otra salva de sentencias mortales en sus armas. Abajo nadie corría, solo los gritos de la hembra azuzaban al resto de machos, que ignoraban a sus muertos mientras tomaban los arcos y hondas.
-¡Silanilwcil! ¡Iltyylanilw il cil fmyquil!
Ya era demasiado tarde. Al grito de "matadla", los arcos giraron para apuntar a su nueva presa, la misma que su capitana había dejado viva por errar el disparo. El crepitar de unas llamas ahogó los gruñidos de los orcos allá abajo, doce nuevos silbidos se perdieron en la oscuridad de la noche. Los ojos de la bruja centellearon bajo la ilusión de invisibilidad que le ocultaba, posándose en el hueco donde estaba apostada la capitana de la cuadrilla de cazadoras. El hechizo se rompió en el mismo instante en el que una esfera envuelta en llamas volaba directamente hacia la sorprendida elfa que intentó saltar.
Falló... otra vez. La explosión le hizo salir volando por los aires, sumándosele a la altura de la caida los metros recorridos con las ropas bañadas por el fuego. Sus huesos dieron contra el frío suelo, lejos de la batalla, donde había dejado algo más que su consciencia: a once compañeras que llevaba bajo su responsabilidad. Once almas que le atormentarían en las muchas noches veladas que le quedaban... habían muerto por su irreverente orgullo, por querer un triunfo sin sopesar las consecuencias de un error. No solo estaba rota por fuera, si no también por dentro. No le quedaba escuadra que comandar ni barbilla que levantar.
