Malar escribió:Un detalle, juraría que los Wyvern no vuelan, dan saltos y aletean suspendiéndose un momento en el aire, pero propiamente no vuelan. El detalle del aguijón, muy bueno, es lo que diferencia a un Wyvern, y llamarlos "dracos" es ajustado a la realidad de su estirpe.
Un extracto de manual:
Este es el motivo por el que describí que volaban, además, ¿qué tipo de depredador sería de ese tamaño y tendría que salir de caza dando saltitos como un pollito?
Un par de esquemas hechos por mí (como me aburro hoy ). Así es cómo creo que atacan los dracos.
I. Ataque desde el suelo, en posición de escorpión, en la que cabeza y cola son la mayor amenaza.
II. Ataque en suspensión aérea, atacando con garras y aguijón.
PD. No los llamo wyvern porque me parece una teminología demasiado extrangera
PD2. Iba a hacer un esquema de su modo de caminar, pero hacer varias imágenes para darle dinamismo... digamos que no es mi fuerte el dibujo.
Pues yo juraría que no volaban, pero claro ya dudo y creo que me equivoco. El caso es que no tengo un "wyvern volador" en mi baúl de criaturas (si que tengo dragones volando) y los movimientos que les he visto son de dar saltitos y aletear, por eso creía que iba así. Ah! y a mi me gusta más Wyvern que Draco, suena mejor. Y ahora que lo pienso, creo que nunca he visto una ficha de Wyvern en ningún manual de monstruos... hum...
"El Espolón del Wyvern" fué el primer texto de AD&D que leí, y desde entonces aquí sigo ¡gran libro!¡y divertido!
La infancia
Quinta hija menor de un matrimonio enano, Moira había vivido su infancia dentro de los muros de la ciudadela Felbarr. El clan Moramontañas era reconocido por algunos ilustres arquitectos de fortalezas y por soldados fieles a su señor, por lo que la mitad se dedicaba a una pofesión y los demás a la otra. Todo según si se veían más inclinados a la guerra o la ingeniería.
El padre y la madre de Moira, eran ambos dos arquitectos de fortalezas, aunque su padre reconoció varias veces que había luchado muchas veces al servicio del rey Emerus Corona de Guerra, ja que en tiempos de necesidad, él actuaba como milicia en la defensa de la fortaleza. Aún así, su padre siempre le había llevado a cuestas sobre sus hombros para ver cómo la infantería de Felbarr defendía las murallas del Martillo ante los asaltos de los orcos Colmillos Rojos. Ella disfrutaba con esas excursiones al reducto que daba paso a su hogar.
Los cuatro hermanos mayores de Moira, para tristeza de su padre, eligieron todos el camino de las armas. Todos ellos, eran visitados por sus hermana menor y su padre con frecuencia que los observaban los días de servicio desde las almenas. Moira disfrutaba viendo a sus hermanos derribar a los colmilludos que pretendían entrar en sus dominios.
Moira decidió hacerse sacerdotisa desde el momento en que vió desde las murallas cómo un clérigo de Clangeddín Barbargentea curaba con su poder al hermano mayor de ésta. Moignar, su hermano, había sido alcanzado por un hachazo brutal de un orco y lo había dejado inconsciente y desangrado. La joven enana vió que los enanos devotos a parte de luchar con la bravura de los otros soldados, también eran de gran utilidad después de la batalla. Esa misma noche, pediría a su padre que le ingresara en la iglesia de los Morndinsamman.
Cuando Moira ya no se consideraba una niña -ya fuese porque le creció algún que otro pelo en la barba o porque empezaba a tener que ponerse un corsé para evitar que se le cayesen los pechos bajo las ropas- su padre le entregó un documento. Se trataba de la inscipción a la Forja de Moradín, el templo subterráneo que se había levantado muchos siglos atrás en la ciudadela Adbar.
El adiestramento
Moira Moramontañas viajó hasta Adbar en una pequeña carabana de mercaderes enanos que se dirigían hacía el sur. Hacia Sundabar. Algunos de ellos, incluso le acompañarían hasta la otra famosa ciudadela de la Marca, pero le contaron que se unirían a una mayor carabana en la ciudad humana para ponerse camino con otros mercaderes de la ciudad que descansa sobre el Siemprefogo.
Llegaron a la ciudadela sin más problemas que el ataque de un pequeño grupo de trasgos que atacaron incoscientes la carabana, seguramente vencidos por elhambre antes que por el miedo a enfrentarse a un numeroso grupo de mercaderes escoltados. Era un invierno frío, pues Moira había partido poco después de recibir la inscripción al templo el 3 de Mazho. Guardaba el trozo de pergamino en su estuche, el mayor regalo de cumpleaños que había tenido.
En Adbar, Moira pasó a las órdenes de los Martillos de Moradín, una de las fuerzas principales de la ciudadela. Rorann Martillorroca se encargaba de asignar a los nuevos adeptos a algún otro clérigo o paladín más veterano. Aún así, a parte de formar junto a sus superiores, la enana participaba en largas horas de estudio sobre medicina, teología, historia y geografía. Todo un repertorio de lecciones que le permetirían en años venideros ser una clériga de Moradín.
En la ciudadela dónde estudiaba, Moira también practicó el arte de la guerra, luchando contra algunos que otros trasgos que reunían el valor suficiente como para acercarse suficiente al camino que los enanos protegían desde Adbar hasta la Bifurcación. Aquellas actividades extras, enseñaron dos cosas a la enana. La primera fue el manejo del martillo y el escudo. La otra, que los humanos se extendían más de lo que ella había imaginado, puesto que la superfície estaba poblada por gran número de ellos.
La tragedia
En los últimos años de aprendizaje como clériga de Moradín, Moira recibió nuevas de su clan. Uno de sus antiguos vecinos, que se encontraba de viaje por motivos comerciales entre ciudadelas, le entregó malas notícias. Su padre se estaba muriendo y su clan tenía una espina clavada en lo más hondo de su corazón. El mercader no le pudo dar más información, así que Moira decidió acompañarlo de vuelta a su hogar cuando éste partiece de regreso.
Hacía tiempo que no había visto las laderas que ascendían las rocosas pendientes de Felbarr e incluso al ver las murallas del Martillo, su mente la hizo volar a una realidad de ensueño. Se imaginó a ella volviendo a la fortaleza después de repeler un ataque orco, contemplada por la atenta mirada de su envellecido padre. Observó como arrugaba su frente calva y una sonrisa se dibujaba entre los pelos de su canosa barba. Un gesto que los llenó recíprocamente a ambos de orgullo y amor.
Por los pasillos de la ciudadela, llegó hasta las puertas de su antigua casa. En su interior, sus familiares esperaban alrededor de su moribundo padre. Sus hermanos, algunos ataviados con sus armaduras de soldado, y su madre contemplaban al enfermo con ojos llenos de tristeza y lágrimas. Un sacerdote estaba preparando el cuerpo para el viaje hasta el Enanhogar, lugar dónde las almas de los enanos descansan bajo la protección de los Morndinsamman.
Se acercó al lecho de muerte, mientras su padre, con una sonrisa en los labios por ver por última vez a su hija, pedía algo de privacidad para ambos. Snorri el hermano menor protestó, pero obedeció a los deseos de su padre. En la intimidad, Moira se echó a llorar lamentándose por no haber ido a visitarlo más a menudo. No obstante, su padre le cesó el llanto alegando que le hacía muy feliz que se hubiese convertido en una verdadera sierva del Pueblo Robusto.
Mientras Moira le contaba algunas de sus hazañas en Adbar y de su adiestramento, su padre le contestaba con un leve gesto de cabeza. Hasta que su padre, viendo que las hitorias de su hija llegaban a su fin, cambio de gesto de expresión. Su rostro se puso sombrío y serio, así que Moira calló y escuchó lo que su padre iba a decirle.
Cuando Moira salió de la habitación, sus hermanos percibieron un cambio en la cara de su hermana. Su padre había muerto y lo que era aún peor, conocía la verdad. Sus hermanos asintieron ante su hermana dando por confirmadas las palabras de su difunto padre. Su clan había caído en desgracia.
El viaje
Con el fallecimiento de su padre y el final de su instrucción en la Forja de Moradín, Moira decidió ir a la ciudad que le podía asegurar más oportunidades para restablecer el honor de su clan y su família. Nevesmortas sería su destino. Cargó su zurrón con sus posesiones, llenó su petaca de licor, ató su martillo al cinturón y cubrió su pecho con el acero de su armadura. Finalmente, también acabó llenando su corazón de coraje.
Nombre de los familiares Padre y madre: Jórvasker (aunque sus parientes le llamasen Jorv) y Ániril Hermanos (de mayor a menor): Moignar (en realidad Jórvasker Moignar, pero no le gustaba un nombre tan largo, decía que era demasiado anticuado y el nombre corto de Moignar se adaptaba más a la creciente moda humana), Lothan, Róryn y Snorri.
Bajé los escalones que llevaban a la planta inferior de la posada del Descanso de los Páramos, el local amurallado de la Bifurcación. Cuando puse los pies sobre terreno llano, alcé la vista buscando entre el gentío que tomaba su primera comida del día. Mis ojos se posaron sobre la mesa rodeada por más individuos, de hecho, por elfos; bueno, a excepción de mi buena amiga Keila, por las venas de la cual circula una mezcla de humanos y elfos.
También estaban Silveil, hijo de Silfiandor, quien ya de buena mañana estaba riendo sobre el taburete. Y Belioven, la elfa exploradora, que parecía tomar algo de zumo de bayas sin fermentar. Una bebida que desconocía hasta conocer a esta elfa vestida de verde.
Aparte de estos tres, de pie había otra figura conocida. Ésta era Eowaran, quien con la luz del amanecer había llegado dónde nos hospedabamos. Al parecer, el grupo le estaba poniendo al corriente de nuestros planes. El pícaro sonrió después de un suspiro de duda al que siguió una respuesta afirmativa.
Una vez se percataron de mi presencia, aquellos que estaban sentados se pusieron de pie. Todos pasaron cuentas con Írvag el Oso y su compañero enano Grumbeljam del clan Manodorada. Una vez pagadas nuestras deudas, salimos al exterior, poniendo rumbo al este.
Siguiendo el sendero antiguo que se dirige hasta el antiguo puerto de Ascore, a nuestro lado izquierdo se alzaba un bosque de pinos oscuros. Sus sombras evitaban que nuestros ojos curiosos pudiesen ver através de la maleza retorcida que se alzaba sobre sus raíces.
Nos detuvimos en el linde de ese bosque lúgubre, preparándonos para enfrentarnos al mal que allí moraba. Yo murmuré mis plegarias a los Morndinsamman, rogándoles su protección. Mientras tanto, el arcano estaba conjurando algunos de sus sortilegios y Keila entonaba alguna melodía para infundirnos coraje.
Eowaran y yo abriamos el paso a través de los matorrales. El elfo parecía poder esquivar las traicioneras enredaderas, lo cual no se podía decir de mí, que tenía que luchar contra ellas aplastándolas con mi maza. Por suerte, mi armadura me protegía de los posibles rasguños de sus espinas.
Una vez estuvimos totalmente rodeados por vegetación, la tierra empezó a removerse. De las profundidades se alzaron los cuerpos esqueléticos de antiguos guerreros, seguramente de bárbaros Uzghart. Tres cadáveres con corazas oxidadas y grandes mandobles se opusieron a nuestro avance.
Eowaran no blandía sus habituales hojas curvadas sino que las había sostituído por una maza algo más pesada que la que yo blandía. El cuerpo reanimado más cercano se dirigía hacia mí. Por su desgracia, mi corpulento cuerpo quedó totalmente cubierto por el gran escudo pavés de mi antebrazo izquierdo, por lo que su impacto hizo que la hoja deslizara hasta clavarse en el suelo. Oportunidad que Eowaran aprovechó para hundir la cabeza metálica de su arma en el cráneo del muerto viviente.
Los otros dos se detuvieron un instante para lanzar un aullido mudo por su hueca garganta mutilada de lengua. Lo cual causó que uno de ellos perdiera la mandíbula de un flechazo de Beliovien. Quien además acabó abrasado por una tromba de proyectiles relucientes procedentes de las manos de Silveil.
Finalmente, el último se abalanzó sobre Eowaran. Dibujó un arco horizontal con su hoja de modo que si el elfo no retrocedía sería partido en dos. Aún así, el grácil pícaro evitó el golpe agachándose en el momento preciso en que la semielfa que estaba tras de él, soltaba la cuerda de su arco. Una flecha silbó en el aire impactando en una de las cuencas vacías de su cabeza. El golpe fue de tal fuerza que su cabeza se desprendió rodando por el suelo.
Conociendo que ese golpe hubiese bastado si el objetivo estuviese vivo, aproveché para golpear al muerto en toda la parrilla costal que se partió en un crujido bajo la armadura roída. Con este golpe, todos nuestros oponentes yacían inertes bajo las siluetas siniestras de los pinos.
Seguimos atravesando el bosque, a diferencia de mi, todos los demás, debido a su agudeza visual ya habían divisado la estructura pétrea construída enmedio del bosque. Piedra sobre piedra, se había construído un lugar de culto y de estudio en tiempos pretéritos. Ahora, solo el musgo y la maldad cubrían el templo.