
– ¿No se supone que tienes otras cosas de las que preocuparte como para ir perdiendo el sentido en una taberna, muchacha?
– Puede ser... pero tengo que esperar aún…
Seda miraba al techo con los ojos vidriados por el dolor líquido, tirada entre los cojines de La Rosa.
– Esperar –el tuerto escupió en las llamas– ¿Y cuándo vas a mover el culo?
Era una buena pregunta. No tenía respuesta.
– ¿Qué más puedo hacer, Lothar?
¿Qué más podía hacer?

Primeros auxilios para el cuerpo, primeras preguntas de muchas que vinieron después y que frustraban porque no sabía contestar.
Se marchó en cuanto pudo a su refugio en la villa, donde guardaba su alijo de emergencia, para reponer lo que había perdido. Pero allí encontró sus cosas tiradas, enviando de nuevo el mismo mensaje: que había hablado demasiado.
Tenía que mudarse cuanto antes. Y necesitaba un trago, por el amor de Ao. Un trago para calmar los temblores de la mano.

Se dedicó a beber mientras organizaba pensamientos y bregaba con su orgullo herido y sus recuerdos inconexos.
Fue en la barra donde se encontró con Azar. Al menos aquello la animó, volver a ver a esa vieja socia, con la que mantenía una agradable y amistosa relación basada en la desconfianza mutua y los negocios arriesgados. Y Angela llegó también en el momento justo, hinchada y enojada como una gallina con un polluelo revoltoso.
Ambas intercambiaron palabras mordaces antes de empezar a discutir sobre Seda y qué hacer con ella, y Seda tenía ganas de que la tierra la tragase porque lo que le faltaba para los nervios era que además le echaran la bronca y la sometieran a otro interrogatorio en mitad del bar.
Pero apretó dientes y se dejó hacer. Primero tenía que recuperarse, y Angela era para ello la mejor.


Angela recitó plegaria tras plegaria a Tyr, bajo la atenta y algo despectiva mirada de Azar. Cuando terminó, y sólo en ese momento, fue cuando la sacerdotisa les contó que sabía quién le había hecho eso. Que la descripción del hombre de túnica negra era inconfundible. Y que sus implicaciones eran preocupantes.
– El hombre que buscas es Valen EnThur, Seda. Es un arcano muy, muy poderoso que trata con demonios. Y créeme que, si te ha hecho eso, es por algo. No te enfrentes a él sola, Seda, de verdad.
Lo cierto es que no podía asegurar nada porque si se encontraba con él no sabía cómo iba a responder. Pero ahora tenía al menos un nombre para el encapuchado, al que temía y odiaba a partes iguales. Era un hilo de donde tirar.

Frotándose la nariz con su gesto habitual, Azar había comentado la jugada. ¿Demonios, eh? A eso podían jugar varios.
Horas después, se reunían las tres en un lugar apartado. Un cuchillo. Sangre. Un poco de dolor líquido, que esa mierda le gustaba a los ajenos (y a quién no, conociendo sus efectos). Las palabras de la elfa pelirroja se elevaron junto a la corriente.
– Mi señora del infortunio, dama de la oscuridad que en las tinieblas mora. Tú, que desde el otro lado del espejo quebrado observas el mundo y lo juzgas, dame tu bendición. Mi señora condenada, conviérteme en tu augurio y arrastra hasta nosotros a esa desafortunada criatura...
La criatura, todo curvas, apareció. Y se avino a un pacto. Ahora, quedaba esperar que consiguiera la información.


Tenía que ordenar la cabeza. Tenía que recuperar el control de “algo”. Y, vistos los enemigos que se estaba haciendo y que no sabía cómo eliminar, tenía que saldar un viejo pacto que la lastraba. Pero primero urgía transmitir la información en aquella carrera contrarreloj. Voló a Argluna.
El paseo con Elminster arrojó algo de luz sobre la forma en la que habían accedido los orcos a Sundabar, y el papel que habían tenido los gnolls de Quilmeash en el proceso. Los esbirros del maldito liche seguían molestando incluso con su líder re-muerto. El mago cumplió también parte de sus promesas con material que sería de utilidad para el futuro.
Ella correspondió con su información. Advertencias. Informe de situación sobre Sundabar. EnThur y la Sombra. Y, reticente, levantando la última carta que había mantenido guardada, le habló de los tatuajes.
Una extrema curiosidad se despertó en su interlocutor.
– Ah, sí. Lo percibo –el mago puso su mano en la espalda de la joven–. Sutil. Muy sutil. Dudo que sea obra de un orco. ¿Un nombre desconocido como EnThur lo ha hecho? Los glifos así llevan olvidados por más de 1500 años... Y es... intrincado. Bello. Elegante. Armoniza con...
El anciano apartó la mano sobresaltado.
– Seda, vuelve en una dekhana ¿vale? Tengo que consultar unos pergaminos antes que nada. O mejor… que sea media dekhana. Sí, sí, mejor, media…
La mujer le miró con suspicacia.
– Elminster, ¿qué me ocultas?
– Tranquila, no será nada –le sonrió nervioso–. Pero no te olvides, ¿eh? Media dekhana.


Salió de la capital, y apareció con un portal y un saltito en la villa de Cumbre. Y tomó aliento al entrar en el Cabildo. Jarol siempre era un reto y ahora tenía que conseguir algo de él. Retirar un alma del tablero de juego. Volver a tener al menos eso bajo su control, en su mano.
– ¿En tu mano, dices? –le preguntó Jarol, sonriendo y mirando los dedos recién regenerados.
Maldito sabelotodo. Le salvaba que no besaba mal.

Incursiones a la Infraoscuridad. Noches en Villanieve. Negro amargo y dolor líquido. Evitar preguntas incómodas. Esperar. Odiaba esperar, pero ¿qué más podía hacer?
Lothar le lanzó un tapón de cerveza a la cara sacándola de las brumas de la borrachera. La Rosa. Seguía en La Rosa tirada en los cojines, y aquella noche se le había ido la mano pero bien.
– Si quieres matar a Valen EnThur –le decía el guerrero tuerto–, piensa con frialdad. Yo tengo mi espada para ocuparme de cualquiera. Piensa en lo que tienes tú.
Jodido Lothar.
– Y no tengas demasiada prisa en cobrar o lo perderás todo, chiquilla. Siempre te pisas a ti misma por correr más rápido de lo que puedes permitirte.
Para ser alguien que quería un encuentro suicida con Talonar, no le faltaba razón.