Hamrleif, el Sabueso de Bosque Acecho

Los trovadores de la región narran la historia de sus héroes. (Historias escritas por los jugadores)

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Delirium
Tejón Convocado
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Hamrleif, el Sabueso de Bosque Acecho

Mensaje por Delirium »

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Aun hoy recuerdo la enorme manaza de mi padre posada sobre mi diminuta cabeza. “Un guerrero de la Tribu del Grifo debe ser astuto y veloz como un águila, y feroz y orgulloso como un león. Recuérdalo Hamrleif, hijo mío. Cuando naciste el gran chamán, tuvo una revelación. Un grifo ha nacido. Dijo. Libre como el viento y con las garras más afiladas que ningún otro. Por eso te dimos tu nombre, significa: ‘el que ha heradado la forma’. Algún día tu voluntad moldeará nuestra tribu, y bajo la bendición de Úzhgar traerás nuevos vientos para que podamos volar más alto.” Esas fueron las últimas palabras de mi padre. Como un mensajero divino, entregó su mensaje y desaparece en el aire. Ese día, mi padre marchó a asaltar las caravanas comerciales que viajaban a Nesmé y nunca más volvió. Los guerreros que volvieron trajeron grandes tesoros e historias sobre su fuerza, valentía y grandes hazañas. Ese día celebramos un festín en el gran salón y todo el Nido del Grifo estuvo allí para comer y beber. Mi padre había ido a reunirse con Úzhgar como el guerrero que era, con sus dos hachas, una en cada mano.

Mi madre nunca lamentó su perdida, quizá por eso no me afectó demasiado. Años después, el día de mi rito de iniciación, me reveló que mi nacimiento no fue lo único que nuestro chamán había predicho, también su muerte. Ese día decidí seguir el camino que mi padre quiso para mí.

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En la Tribu del Grifo, cada año, el gran chamán consulta a los espíritus de los ancestros y establece un rito de iniciación diferente. A veces, los jóvenes tienen que enfrentarse a enemigos fuertes, otras empren largos viajes, y algunas deben superar una dura prueba. Por alguna razón, aquel año la prueba fue especialmente dura. Y tuve que viajar hasta Bosque Acecho, adentrarme en él, y sobrevivir allí durante una estación.

Para el comienzo del rito, la madre debía confeccionar y entregarle a su hijo varón una chaqueta de plumón de oca, y el padre, debía tallar un cuchillo de hueso de oso. En mi caso, ambas cosas las hizo mi madre, ya que mi padre ya no estaba entre los vivos. Así que, vestido con mi taparrabos, mi chaqueta de plumón y únicamente armado con mi cuchillo blanco, me adentré en las misteriosas entrañas de aquel bosque negro.

Las primeras dekhanas fueron duras. Encontrar agua, comida, un lugar dónde quedarse, confeccionar un arco, una lanza para cazar… Todo varón de la tribu debe saber hacer todas y cada una de éstas cosas y han sido iniciados en ella antes del rito. Sin embargo, Bosque Acecho es un lugar hostil donde viven todo tipo de criaturas: gigantes, orcos, monstruos. Sobrevivir no es sólo cuestión de conocimiento, también de astucia, valor, y devoción; pues sólo aquellos que son ayudados por los dioses triunfan en la iniciación.

Fue durante el segundo mes que descubrí un profundo vínculo con la tierra. Bajo las copas de los nevados abetos recordaba las historias de mi abuela sobre la madre tierra y sus secretos. Ella era chamán y conocía bien la sabiduría de los ancestros. Yo jamás adquirí ese don, y aunque me gustaba escucharla, soñaba con ser un guerrero como mi padre. Esa sabiduría, sin embargo, me salvó la vida en más de una ocasión. Fui presa y depredador. Fui oso y liebre. Fui roble y musgo. Y cuanto más peligro corría mi vida, más cercano a la tierra estaba. Pues cuando un solo movimiento es capaz de determinar tu destino y el miedo te paraliza, el rumor de la razón deja de ser importante. En ese momento, las vísceras son más sabias.
Durante ese mes aprendí a acechar, a cazar, a escuchar los susurros del bosque, a mostrar mi poderío ante el oso.
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Al llegar el tercer mes, yo ya era otro habitante más del bosque. Para entonces, ya había perdido todo el plumón del que estaba hecha mi chaqueta y la tela que lo soportaba estaba ajada y descosida; así que la había sustituido por las pieles de mis presas. Ya me había acostumbrado a mi vida allí. Pero por mis venas, corre la sangre inquieta de Úzhgar. Podría haber pasado el mes restante viviendo como había aprendido en los dos meses anteriores, pero no era suficiente. Quería convertirme en el gran guerrero que mi padre esperaba, quería cumplir con la visión del chamán, quería darle un sentido a esas palabras. Así que me adentré aún más. Allí donde pocos mortales se habían adentrado. Quería ir al corazón del bosque. Quería cazar en sus peligrosos claros. Quería enfrentarme a los señores del bosque. Y así lo hice.

Las leyendas contaban que en su interior vivía una tribu de cazadores, los más diestros, astutos y sigilosos de todo el norte. Pocos eran los que les habían visto, y aquellos que lo habían hecho habían muerto poco después. Hombres que aullaban a la luna y que podían convertir sus manos en poderosas garras. Durante dekhanas los busqué, seguí sus escasos rastros, les tendí trampas. En ocasiones sentía sus miradas en mi espalda, o veía sus figuras por el rabillo del ojo. Pero al girarme, ya no estaban ahí. Me observaban, lo sabía. No podría darles caza así. Podía haber desistido, haberlo dejado pasar. Pero, dentro de mí quemaba el orgullo. Ni una sola vez me habían atacado. Ni siquiera me consideraban una amenaza. Quizá, para ellos, yo era sólo un juguete. Y nada me molestaba más.

Así que dejé de buscarlos, conocía sus hábitos por las escasas pistas que habían dejado. Un día, simplemente me escondí y esperé. La paciencia no es una virtud de los Uzhgardt, pero sí la tozudez. Me quedé allí quieto, inmóvil. Sin comer, beber y casi sin dormir. Alerta, siempre alerta. Hasta que llegó el día que esperaba.

Era un día blanco. Había nevado la noche anterior, y el hueco del árbol viejo que me servía de cobijo estaba cubierto de nieve casi al completo. Entonces apareció, una bestia de pelaje gris y taparrabos de cuero de venado. Caminaba como un hombre aunque las fauces eran las de un lobo. Su aliento hirviente ascendía como vapor entre los afilados colmillos. Al olisquear el aire relinchaba como un géiser, y sus orejas cortas estaban siempre de punta. Pero no me vio, no me olió, no me escuchó. Mi cuerpo estaba tan frío que mi aliento era tan fino como el hilillo de humo de la primera chispa que enciende una hoguera. Estaba tan débil que mi corazón apenas palpitaba. Y mi olor había quedado cubierto por el barro que me cubría después de días expuesto a los elementos. Como no me había movido de allí en mucho tiempo, en la nieve no había huella alguna. Así que, cuando estuvo lo suficientemente cerca, salí de mi escondite como un rayo y caí sobre él.

Que aun pudiera moverme así fue un milagro obrado por el mismo Úzhgar y por mi tozudez. La criatura cayó de espaldas conmigo encima y mi nuevo cuchillo de silex en su cuello. Sus ojos mostraban la sorpresa de alguien que jamás había sido pillado desprevenido, la incredulidad del depredador que jamás había temido ser cazado. Y mucho menos por una criatura tan débil y moribunda como era yo en aquel entonces. En su cuello vi una estatuilla colgada de un cordel, un lobo tallado en hueso. No quería su vida, para mi había sido suficiente haber cazado al cazador. Y aunque hubiera muerto en ese mismo instante, no me hubiera importado. Pero quería una prueba, un recuerdo. Aprovechando su estupefacción corté el cordel, tomé la estatuilla y hui de allí lo más rápido que pude. No sé cuánto tiempo estuve corriendo y cuán lejos lo hice. Todo parecía un sueño, estaba exhausto, sediento y hambriento. Y tampoco sé si en algún momento aquella criatura me persiguió siquiera. Todo lo que recuerdo fue alcanzar las lindes del bosque y caer de bruces al ser deslumbrado por la blancura de las colinas que se extendían más allá de la frontera marcada por los árboles. Débil y sin el frenesí de la carrera, perdí el conocimiento.

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Al despertar ya había oscurecido y un fuego me calentaba. Milano, mi inseparable amigo, estaba allí cocinando. No sé si fue amistad, lealtad o pereza; y sabía que él nunca lo admitiría. Hacía siete días que la prueba había terminado, pero él me estaba esperando. Me dio de beber un poco de agua, y un cuenco de aquel guiso. Aunque la carne fuera de primera calidad, él tenía el don de convertir cualquier comida en el peor plato que se jamás hubiese probado. Y pese a todo, comerlo me devolvió a la vida. Aquella noche intercambiamos historias. Por supuesto, cuando escuchó la mía no me creyó. Pero cuando le mostré la estatuilla, boquiabierto e impresionado, me dio un nombre que aun hoy me acompaña: El Sabueso de Bosqueacecho.

Después de aquello volvimos a la aldea como adultos. Allí, toda la tribu nos entregó una chaqueta de plumas de águila y unos pantalones pardos de cuero de felino montañés. Aquel año, no fueron muchos los jóvenes que superaron la iniciación. Así que los que quedamos fuimos invitados a un gran banquete en nuestro honor, donde comimos hasta reventar, probamos por primera vez el alcohol y contamos las grandes hazañas sucedidas durante nuestra prueba. La mía fue acogida con entusiasmo y orgullo, y pronto, el mote que me había puesto mi fiel amigo, se convirtió en mi nueva identidad.

Recuerdo que esa noche se me acercó el gran chamán, borracho como una cuba. Y me dijo:
“Hoy es el día de tu segundo nacimiento, Hamrleif, joven sabueso. Todos los que os adentrasteis en aquel bosque perdisteis vuestro plumón, dejando atrás el abrigo de vuestra madre. Todos reemplazasteis la fuerza heredada de vuestro padre, que residía en un cuchillo ahora quebrado; y la reemplazasteis por la vuestra propia. Por eso volvisteis para exhibir vuestras alas y garras de grifo.” Dio dos tironcitos de mis nuevas ropas y un trago a su jarra. “Los ancestros hablaron conmigo, Sabueso, me dijeron que tiempos terribles se acercan. Tiempos duros para la tribu. Y los jóvenes debían estar preparados.” Añadió con pesar. “Hemos perdido a muchos. Pero los que quedáis sois grifos fuertes y vigorosos. Sois el futuro de ésta tribu.” Sus ojos brillaban con preocupación y quizá miedo. Miraban a otro lugar, más allá de las llamas del gran salón. “El año en que nacisteis tuve una visión. Uno de vosotros se convertirá en el grifo más grande y poderoso que verá ésta era. Pero para hacerlo deberá enfrentar terribles dificultades. Estate preparado, Sabueso, no será fácil, esperamos grandes cosas de vosotros. Los ancestros nos han advertido, y Úzhgar aguarda ese momento.”

Sus palabras aún resuenan en mi cabeza cada día cuando amanece y veo los primeros rayos del sol. Desde entonces he seguido un único camino: El de la grandeza.




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