
Habían pasado dos semanas desde que aquellos granjeros encontrasen a Betsabé vagando sola por la espesura y la llevasen consigo hasta Villanieve. Aquel pueblo le era hasta cierto punto familiar porque la picardía y humildad que mostraban sus habitantes era la misma que las de las gentes más pobres de su país de origen. Sin embargo no era lugar para una niña. La suerte quiso que días más tarde encontrase la forma de llegar hasta Nevesmortas en el momento apropiado. Allí pudo conocer a mucha gente de buen hacer y corazón que la trataron como una más. Le dieron comida y ropa limpia. Lucian incluso pagó indefinidamente a Rosa, la posadera de La Rosa y el Martillo, para que cuidase de Betsabé en los momentos que no pudiera estar él pendiente de la niña. Rosa se encargó de bañarla, entretenerla, darle de comer y acostarla llegada la hora. Aunque el trabajo en la posada era la mayor parte de las veces tan laborioso, que ni siquiera los mil ojos de Rosa podían evitar que Betsabé se escapase de sus redes y fuera a explorar la ciudad de Nevesmortas, para regresar horas más tarde acompañada de algún aventurero, ciudadano o parroquiano que la pilló infraganti deambulando por las calles. Pero a pesar de las advertencias y las regañinas, Betsabé se aburría tremendamente esperando en la posada a que Lucian regresase a por ella, y Meldibar, o como ella le llamaba, el “señor Dragón” tampoco era una compañía demasiado agradable para Betsabé, quien tenía la sensación de que el mago no estaba muy bien de la azotea y pensaba de ella cosas demasiado raras como para comprenderlas.
Sus investigaciones dieron sus frutos. Al cabo de unos días, mientras correteaba feliz con su paraguas nuevo, dio con algo que despertó su curiosidad lo suficiente como para que se olvidase de pedir más galletas a cualquiera que le resultase familiar. Un ser de orejas de punta y alas negras estaba en medio de la ciudad, junto a la fuente, hablando con mucha más gente entre la cual había rostros conocidos para la pequeña Betsabé. Supo que aquella criatura era un elfo con alas, y aunque pudo haber tenido el privilegio de ver sus plumas de cerca, todo éxito se truncó por culpa de la señorita Norah. Al parecer ésta había hecho algo para ganarse la desconfianza del elfo alado y éste no quería permanecer mucho tiempo cerca de la mujer. Aunque al principio se sintió frustrada, Betsabé se animó a sí misma pensando que ya tendría muchas más oportunidades por delante para poder ver de cerca las alas del elfo y preguntar si ella también podía tener unas cuando fuese mayor.
Su siguiente oportunidad se presentó cuando Azhraël, el elfo alado, quiso hablar en privado con otros dos congéneres. Aelar y Shavaia eran dos elfos recién llegados a Nevesmortas que habían expresado la misma curiosidad que Betsabé por conocer el lugar… Y más cosas de las que la pequeña no entendía por usar términos extraños para ella que ni siquiera podía pronunciar bien, como Urdimbre y Arte. A Betsabé le gustó saber que los tres elfos eran artistas, aunque en ningún momento les vio tocar ningún instrumento, ni tampoco cantar, lo cual la desilusionó bastante al principio. Quizá si lograba ganarse su confianza, no sólo permitirían que tocase las alas de Azhraël, sino que también podría pedirles que cantasen alguna canción popular de su raza.
En cuanto entraron en La Rosa y el Martillo, los dos elfos varones se dirigieron de inmediato a la mesa del fondo. Betsabé cerró de manera tardía su paraguas nuevo, aunque para entonces ya había empapado todo el suelo allá por donde iba pasando. Aelar tomó aire fuertemente, aliviado porque ya no hubiese tanta gente a su alrededor. Azhraël, por contra, se tensó y movió la cabeza como un águila que busca saber si el lugar es seguro para descansar. Betsabé le percibió especialmente tenso y se dio cuenta de que miraba con dolor y recelo las paredes y el techo del local. No entendió por qué, y antes de que pudiera preguntarlo, Shavaia posó una mano en el hombro de la niña para llamar su atención.
—¿Tienes hambre o sed? —preguntó la elfa con una sonrisa.
—¿Hay leche? —se interesó Betsabé, que se irguió como un animalillo interesado.
—¿Quieres leche?
—¡Sí!
—¡Muy bien! Siéntate con Aelar, que yo me encargo de darte lo que necesites.
Betsabé se giró y correteó contenta hacia la mesa donde se habían sentado los dos elfos. Pero al momento de llegar, se dio cuenta de que había olvidado sus nombres y no sabía cuál de los dos era Aelar. Así que, con astucia, acudió a sentarse en la silla vacía que quedaba entre los dos elfos, estando de esa forma al lado de ambos y cumpliendo con la orden de Shavaia a efectos prácticos. Los dos elfos miraron a la pequeña, pero dado que no era una molestia para su reunión, la dejaron estar y continuaron su conversación. Betsabé descubrió enseguida que estaban hablando sobre magia y pergaminos inscritos. Aelar no podía entender en su totalidad el pergamino que Azhraël le había cedido, pero sí que tenía relación con planos externos. Una vez Betsabé consiguió trepar por el taburete y tomar asiento, no sin antes balancearse peligrosamente por una brevísima falta de equilibrio, se quedó mirando el trabajo de los elfos mientras movía los piececillos en el aire. Parecían tomarse muy en serio lo que estaban haciendo, así que la pequeña decidió prestar atención por si podía aprender algo nuevo. Justo en ese momento llegó Shavaia con su vaso de leche y un bocadillo, que dejó delante de la niña para que merendase mientras tanto.
—Recomiendo que lo uséis para llamarlo —le decía Azhraël a Aelar—. Os diré el componente verbal para que podáis usar el pergamino. Si vuestro corazón alberga bondad, convocaréis a un poderoso canarconte. ¿Habéis oído hablar de ellos?
—Del plano natal de Celestia, si mal no recuerdo —asintió Aelar.
—¿Plano celestial? —aquello llamó la atención de Betsabé, que no pudo resistirse a preguntar:— ¿Hacen mapas de color azul?
Claramente no había entendido nada de la conversación y su ingenuidad la hizo saltar por derroteros muy diferentes. Aelar la miró y rió alegremente la ocurrencia de la pequeña. Azhraël, por contra, carraspeó y continuó sus explicaciones sin darle demasiada coba a la niña para que no les interrumpiera.
—Celestia, así es —asintió el Avariel—. Son unos humanoides celestiales muy fieros y honorables. Aberran la maldad y ansían el buen hacer. Como ajeno tiene capacidades innatas muy interesantes. Es capaz de lanzar conjuros de aire, como Rayo Relampagueante, pero también conjuros de fuego relacionados con el sol, como Escudo Ígneo. También puede lanzar conjuros de ilusión para protegerse a sí mismo, como Semblante Etéreo.
Aelar asintió a las explicaciones. Al cabo de unos minutos decidió que era mejor tenerlo todo por escrito, para que no se le olvidase nada, y sacó de su bolsa pergamino y pluma con los que tomar apuntes de las nociones de Azhraël. Al notar Betsabé las intenciones del elfo, la pequeña soltó rápidamente el vaso de leche y el bocadillo en la mesa tropezando en el acto con la mesa. Había sido educada para asistir a los magos de la familia para la cual servía, y reconoció en los gestos de Aelar la orden no verbal que le daban sus amos para alumbrarles en sus estudios. Cojeando brevemente se acercó a la vera del elfo y cerró los ojos. Al principio no ocurrió nada. Pero, apenas unos segundos después, Betsabé comenzó a balancear su cuerpo y el aire a su alrededor se vició vagamente, sobrecargándose. Movió los dedillos en una posición concreta, ya aprendida, y unas pequeñas lucecillas brotaron de sus yemas, danzaron en torno a ella y se unieron sobre la cabeza, formando una única esfera de luz que alumbró los pergaminos. Después unió las manitas en la espalda y dejó los hombros caídos, así como la cabeza gacha, en actitud servicial.
—Qué… di-an-tres —farfulló Azhraël haciendo revolotear las alas. Tenía las cejas alzadas y apenas cabía en sí del asombro.
Al otro lado de la mesa, tanto Shavaia como Aelar miraban a la pequeña con una mezcla de sorpresa y curiosidad que no supieron ni quisieron esconder. El silencio se prolongó unos minutos más, hasta que todos asimilaron lo que había pasado. Aelar fue el primero en hablar.
—Gracias —murmuró a la pequeña mientras la analizaba de arriba a bajo.
Betsabé, que no podía ver sus caras de sorpresa ni tampoco comprender el motivo de la estupefacción, mantuvo los ojitos cerrados y se quedó en silencio. La habían criado para ser poco menos que un candelabro en situaciones como esta. Y todo el mundo sabe que los objetos de decoración no hablan, ni tampoco molestan a sus dueños. Así que se quedó quieta y a la espera de alguna orden clara que pudiera obedecer.
—Niña —la llamó Azhraël, y la pequeña ladeó la cabeza para escucharle—. ¿Sabes leer?
Betsabé se sorprendió por la pregunta. Los esclavos rara vez sabían leer. Sólo aquellos que asistían a los escribanos o los galenos tenían vagas nociones de lectura para ser capaz de distinguir entre documentos y etiquetados. Pero entonces recordó que ya no estaba en casa, sino en una tierra lejana y extranjera, y comprendió que quizá para ellos era diferente. De manera que negó varias veces para que quedase clara su respuesta sin necesidad de hablar.
—¿Hace cuánto que sabes hacer eso? —esa vez fue Shavaia quien preguntó.
Betsabé se movió inquieta, nerviosa. Aquella era una pregunta que no podía responder por gestos. Pero tenía prohibido hablar cuando llevase a cabo una tarea como aquella, así que, ¿qué era lo correcto? ¿Debía romper su silencio y responder a Shavaia o permanecer callada hasta que Aelar terminase de transcribir sus notas? Y volvió a recordar una vez más que estaba muy lejos del lugar al que una vez pudo considerar un hogar, si es que pudo permitirse tal lujo, y que las costumbres de la Marca Argéntea eran muy diferentes. Betsabé ni siquiera había visto esclavos, y si los había simplemente no los había reconocido. Tragó saliva.
—Hace varias lunas llenas —respondió; la voz de la pequeña sonó antinatural, redundante en un eco profundo venido de ninguna parte e incapaz de ser ejecutado por su pequeña garganta.
—¿Qué más cosas sabes hacer? —volvió a preguntar Shavaia.
—Puedo hablar con otros esclavos que están lejos, hacer que no suenen las puertas ni las ventanas para que no molesten a los amos y quemar la piel.
—Creo que la chiquilla tiene un don —auguró Aelar—. La cuestión es qué tipo de don.
—Innata, ¿verdad? —corroboró Azhraël mirando directamente al elfo—. Que sea tan pequeña… Tan, tan pequeña, y aun así tenga ese poder psiónico sin saber leer para conjurar es una prueba clara. Si no ha preparado el conjuro ni ha memorizado nada, no hay otra opción.
—Vamos a comprobarlo —asintió éste.
Aelar introdujo las manos en su bolsa de viaje y sacó de ella una esfera metálica que posicionó sobre la mesa. Por aquel entonces la luz se había disipado y Betsabé sintió un escalofrío al notarlo. Se animó a abrir primero un ojo y después el otro con el fin de comprobar si Aelar había terminado de hacer sus anotaciones. Se topó con la mirada inquisitiva de los tres elfos y reculó.
—Betsabé —la llamó Aelar—, ¿puedes mirar esta bola fijamente y pensar en tu madre, por favor? Estate tranquila, quiero que te concentres.
Aquella era una orden que pensó fácil de cumplir. Pero no lo era tanto. Acordarse de su madre mientras miraba la esfera de metal era sencillo. Contener sus sentimientos, no. La congoja se apoderó rápidamente del pecho de la niña, apretando con el nudo de la desesperación por no saber nada de su madre. Las primeras lágrimas brotaron de sus ojos. Aunque ella, obediente, apretó los dientes para no hacer ruído y permaneció mirando hacia la esfera, atrayendo hacia su mente el primer recuerdo agradable que acudió a ella. La esfera, un catalizador mágico, comenzó a vibrar sonoramente sobre la mesa de madera. Betsabé sintió cómo su sangre ardía en las venas, cómo algo se extendía por su cuerpo queriendo apoderarse de su dominio. Un fuego imparable que ella acogió con gusto, porque le era tan familiar como cualquier otra extremidad de su cuerpo. Betsabé abrazó ese fuego. Se dejó arder por él. Los ojos de la niña se tiñeron entonces de negro. Como dos pozos sin fondo carentes de blanco, iris o pupilas.
Sólo negro.