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Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Dom Jun 24, 2018 9:26 pm
por Araushnee
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Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Dom Jun 24, 2018 9:27 pm
por Araushnee
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          El cielo lloraba lágrimas de sangre. La luna desgarraba el eco de los gritos que surgían de la tierra desolada del desierto. Las hachas de los orcos centellearon con el último reflejo de unos ojos ya sin vida. Los magos, ataviadas con sus túnicas rojas, trataron de mermar las fuerzas de los enemigos que asaltaron su caravana de comercio. Pero los chamanes supieron hacerles frente haciendo uso de la sorpresa y el subterfugio. Las tierras salvajes eran inhóspitas para todos, y la Casa de Alnaaralmuzalima no iba a ser una excepción a la regla, como malamente creyó el egocentrismo de un señor que ahora debía enfrentarse a la derrota, la muerte y la extinción.

          Pero esta historia no comienza con la caída de unos señores de la magia, sino con la supervivencia de la última persona en la que hubiesen depositado su confianza cualquiera de ellos.

          Lejos de la caravana destruida, dos figuras corrieron para alejarse de los gritos de auxilio y desesperación. Las dos iban ataviadas con ropas poco menos que ajadas y la mayor de ellas debía arrastrar consigo el peso de unas cadenas medio oxidadas. La mujer, de etnia rashemí, miró a sus espaldas. Tenía los ojos rasgados y del color azul del zafiro, el pelo negro enmarañado, cuerpo robusto y piel morena. Su mano, grande y encallada, agarró con fuerza otra más pequeña y cuya piel parecía lo opuesto a la suya. Pálida y delgada, la niña siguió a su madre cuanto más lejos les permitieron los pies descalzos de ambas. La caravana fue asaltada al borde del desierto, lo que quería decir que quizá hubiese esperanza y pudieran salir vivas del asalto.

          Su error fue vender la piel del oso antes de cazarlo. Aunque la chiquilla era joven y ágil para saltar obstáculos, su madre había visto pasar ya demasiadas décadas en su maltratado cuerpo. La rashemí tropezó y sintió cómo algo se clavaba dolorosamente en el empeine, cayendo y rodando sobre sí misma por la ladera. Al pie de la misma contuvo el grito de dolor y miró hacia abajo, viendo el pie atravesado por un trozo de hueso bien afilado que seguramente perteneció a los mismos orcos que les habían atacado. Trató de ponerse en pie, pero le fue imposible, pues su cuerpo reaccionó revolviéndose como si le estuvieran lanzando miles de cuchillas en las extremidades.

          —No puedo seguir —anunció la voz de la mujer en un idioma antiguo y lejano que nada tenía que ver con la lengua de Rashemen, pues tristemente su vida de cadenas y servidumbre fue vivida muy lejos de la tierra de sus ancestros.

          Extendió la mano hacia la pequeña, que la tomó entre las suyas, diminutas y desvalidas en comparación a las de su madre. La rashemí se dio cuenta del miedo en los ojos de la niña y forzó una sonrisa con la que trató de inspirarle calma. No podía decirle la verdad. No podía decirle que la herida le impedía caminar, o que si lo hacía dejaría un rastro de sangre mucho más evidente que los orcos seguirían con mayor facilidad. Tampoco podía decirle, y esto le aterraba a ella misma, que para que la pequeña tuviese una oportunidad, ella debía quedarse atrás y no retrasarla. Lo que sí quería decirle era lo único para que no había tiempo. Quería decirle tantas cosas y todas ellas tan evidentes y al mismo tiempo tan silenciadas, que no supo por dónde empezar. Las emociones se agolparon y le encogieron el corazón, rompiéndolo y atravesándolo como si otro hueso se hubiera clavado en su pecho. Los ojos le ardían. Tenía ganas de llorar. Pero no podía llorar delante de la niña. Hacerlo sería una muestra de debilidad que le harían más daño que bien a la pequeña. Así que tomó aire y buscó en su bolsa lo poco que había podido rescatar del asalto; un hábito de sacerdote y un guardapelo de oro. Puso ambos en los brazos de la pequeña, a quien atrajo con fuerza hacia ella.

          —Escúchame bien —dijo con las fuerzas que pudo reunir—, tienes que seguir corriendo en la misma dirección que llevábamos. No te pares hasta que veas las luces de cualquier cabaña donde puedas refugiarte. Evita a las criaturas que nos han atacado. No dejes que te vean. No permitas que te atrapen. Ponte la túnica que te he dado una vez llegues a lugar seguro. No dejes que sepan lo que eres hasta que sepas si son o no de confianza. Utiliza el medallón para comprar cualquier cosa que necesites. Has nacido esclava, pero tu vida vale más que la de cualquiera de los que hemos venido en este viaje. Al menos vale más para mí.

          La niña quiso protestar, pero su madre chistó y la obligó a callarse. Tomó el rostro de la pequeña entre sus manos. Besó su frente. Había tantas cosas que querría decirle. Tantísimas cosas que calló. Tantos secretos que esperaba poder revelarle en un futuro, cuando creciera. ¿Pero lo haría por rebeldía hacia sus señores? No. Lo haría por amor a una hija que nunca quiso y por la cual, sin embargo, estaba dispuesta a sacrificarse.

          —Te quiero, Betsabé —musitó con un nudo en el estómago—. Ahora corre.

Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Lun Jun 25, 2018 5:47 pm
por Araushnee
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          Habían pasado dos semanas desde que aquellos granjeros encontrasen a Betsabé vagando sola por la espesura y la llevasen consigo hasta Villanieve. Aquel pueblo le era hasta cierto punto familiar porque la picardía y humildad que mostraban sus habitantes era la misma que las de las gentes más pobres de su país de origen. Sin embargo no era lugar para una niña. La suerte quiso que días más tarde encontrase la forma de llegar hasta Nevesmortas en el momento apropiado. Allí pudo conocer a mucha gente de buen hacer y corazón que la trataron como una más. Le dieron comida y ropa limpia. Lucian incluso pagó indefinidamente a Rosa, la posadera de La Rosa y el Martillo, para que cuidase de Betsabé en los momentos que no pudiera estar él pendiente de la niña. Rosa se encargó de bañarla, entretenerla, darle de comer y acostarla llegada la hora. Aunque el trabajo en la posada era la mayor parte de las veces tan laborioso, que ni siquiera los mil ojos de Rosa podían evitar que Betsabé se escapase de sus redes y fuera a explorar la ciudad de Nevesmortas, para regresar horas más tarde acompañada de algún aventurero, ciudadano o parroquiano que la pilló infraganti deambulando por las calles. Pero a pesar de las advertencias y las regañinas, Betsabé se aburría tremendamente esperando en la posada a que Lucian regresase a por ella, y Meldibar, o como ella le llamaba, el “señor Dragón” tampoco era una compañía demasiado agradable para Betsabé, quien tenía la sensación de que el mago no estaba muy bien de la azotea y pensaba de ella cosas demasiado raras como para comprenderlas.

          Sus investigaciones dieron sus frutos. Al cabo de unos días, mientras correteaba feliz con su paraguas nuevo, dio con algo que despertó su curiosidad lo suficiente como para que se olvidase de pedir más galletas a cualquiera que le resultase familiar. Un ser de orejas de punta y alas negras estaba en medio de la ciudad, junto a la fuente, hablando con mucha más gente entre la cual había rostros conocidos para la pequeña Betsabé. Supo que aquella criatura era un elfo con alas, y aunque pudo haber tenido el privilegio de ver sus plumas de cerca, todo éxito se truncó por culpa de la señorita Norah. Al parecer ésta había hecho algo para ganarse la desconfianza del elfo alado y éste no quería permanecer mucho tiempo cerca de la mujer. Aunque al principio se sintió frustrada, Betsabé se animó a sí misma pensando que ya tendría muchas más oportunidades por delante para poder ver de cerca las alas del elfo y preguntar si ella también podía tener unas cuando fuese mayor.

          Su siguiente oportunidad se presentó cuando Azhraël, el elfo alado, quiso hablar en privado con otros dos congéneres. Aelar y Shavaia eran dos elfos recién llegados a Nevesmortas que habían expresado la misma curiosidad que Betsabé por conocer el lugar… Y más cosas de las que la pequeña no entendía por usar términos extraños para ella que ni siquiera podía pronunciar bien, como Urdimbre y Arte. A Betsabé le gustó saber que los tres elfos eran artistas, aunque en ningún momento les vio tocar ningún instrumento, ni tampoco cantar, lo cual la desilusionó bastante al principio. Quizá si lograba ganarse su confianza, no sólo permitirían que tocase las alas de Azhraël, sino que también podría pedirles que cantasen alguna canción popular de su raza.

          En cuanto entraron en La Rosa y el Martillo, los dos elfos varones se dirigieron de inmediato a la mesa del fondo. Betsabé cerró de manera tardía su paraguas nuevo, aunque para entonces ya había empapado todo el suelo allá por donde iba pasando. Aelar tomó aire fuertemente, aliviado porque ya no hubiese tanta gente a su alrededor. Azhraël, por contra, se tensó y movió la cabeza como un águila que busca saber si el lugar es seguro para descansar. Betsabé le percibió especialmente tenso y se dio cuenta de que miraba con dolor y recelo las paredes y el techo del local. No entendió por qué, y antes de que pudiera preguntarlo, Shavaia posó una mano en el hombro de la niña para llamar su atención.
          —¿Tienes hambre o sed? —preguntó la elfa con una sonrisa.
          —¿Hay leche? —se interesó Betsabé, que se irguió como un animalillo interesado.
          —¿Quieres leche?
          —¡Sí!
          —¡Muy bien! Siéntate con Aelar, que yo me encargo de darte lo que necesites.

          Betsabé se giró y correteó contenta hacia la mesa donde se habían sentado los dos elfos. Pero al momento de llegar, se dio cuenta de que había olvidado sus nombres y no sabía cuál de los dos era Aelar. Así que, con astucia, acudió a sentarse en la silla vacía que quedaba entre los dos elfos, estando de esa forma al lado de ambos y cumpliendo con la orden de Shavaia a efectos prácticos. Los dos elfos miraron a la pequeña, pero dado que no era una molestia para su reunión, la dejaron estar y continuaron su conversación. Betsabé descubrió enseguida que estaban hablando sobre magia y pergaminos inscritos. Aelar no podía entender en su totalidad el pergamino que Azhraël le había cedido, pero sí que tenía relación con planos externos. Una vez Betsabé consiguió trepar por el taburete y tomar asiento, no sin antes balancearse peligrosamente por una brevísima falta de equilibrio, se quedó mirando el trabajo de los elfos mientras movía los piececillos en el aire. Parecían tomarse muy en serio lo que estaban haciendo, así que la pequeña decidió prestar atención por si podía aprender algo nuevo. Justo en ese momento llegó Shavaia con su vaso de leche y un bocadillo, que dejó delante de la niña para que merendase mientras tanto.

          —Recomiendo que lo uséis para llamarlo —le decía Azhraël a Aelar—. Os diré el componente verbal para que podáis usar el pergamino. Si vuestro corazón alberga bondad, convocaréis a un poderoso canarconte. ¿Habéis oído hablar de ellos?
          —Del plano natal de Celestia, si mal no recuerdo —asintió Aelar.
          —¿Plano celestial? —aquello llamó la atención de Betsabé, que no pudo resistirse a preguntar:— ¿Hacen mapas de color azul?

          Claramente no había entendido nada de la conversación y su ingenuidad la hizo saltar por derroteros muy diferentes. Aelar la miró y rió alegremente la ocurrencia de la pequeña. Azhraël, por contra, carraspeó y continuó sus explicaciones sin darle demasiada coba a la niña para que no les interrumpiera.

          —Celestia, así es —asintió el Avariel—. Son unos humanoides celestiales muy fieros y honorables. Aberran la maldad y ansían el buen hacer. Como ajeno tiene capacidades innatas muy interesantes. Es capaz de lanzar conjuros de aire, como Rayo Relampagueante, pero también conjuros de fuego relacionados con el sol, como Escudo Ígneo. También puede lanzar conjuros de ilusión para protegerse a sí mismo, como Semblante Etéreo.

          Aelar asintió a las explicaciones. Al cabo de unos minutos decidió que era mejor tenerlo todo por escrito, para que no se le olvidase nada, y sacó de su bolsa pergamino y pluma con los que tomar apuntes de las nociones de Azhraël. Al notar Betsabé las intenciones del elfo, la pequeña soltó rápidamente el vaso de leche y el bocadillo en la mesa tropezando en el acto con la mesa. Había sido educada para asistir a los magos de la familia para la cual servía, y reconoció en los gestos de Aelar la orden no verbal que le daban sus amos para alumbrarles en sus estudios. Cojeando brevemente se acercó a la vera del elfo y cerró los ojos. Al principio no ocurrió nada. Pero, apenas unos segundos después, Betsabé comenzó a balancear su cuerpo y el aire a su alrededor se vició vagamente, sobrecargándose. Movió los dedillos en una posición concreta, ya aprendida, y unas pequeñas lucecillas brotaron de sus yemas, danzaron en torno a ella y se unieron sobre la cabeza, formando una única esfera de luz que alumbró los pergaminos. Después unió las manitas en la espalda y dejó los hombros caídos, así como la cabeza gacha, en actitud servicial.

          —Qué… di-an-tres —farfulló Azhraël haciendo revolotear las alas. Tenía las cejas alzadas y apenas cabía en sí del asombro.

          Al otro lado de la mesa, tanto Shavaia como Aelar miraban a la pequeña con una mezcla de sorpresa y curiosidad que no supieron ni quisieron esconder. El silencio se prolongó unos minutos más, hasta que todos asimilaron lo que había pasado. Aelar fue el primero en hablar.

          —Gracias —murmuró a la pequeña mientras la analizaba de arriba a bajo.

          Betsabé, que no podía ver sus caras de sorpresa ni tampoco comprender el motivo de la estupefacción, mantuvo los ojitos cerrados y se quedó en silencio. La habían criado para ser poco menos que un candelabro en situaciones como esta. Y todo el mundo sabe que los objetos de decoración no hablan, ni tampoco molestan a sus dueños. Así que se quedó quieta y a la espera de alguna orden clara que pudiera obedecer.

          —Niña —la llamó Azhraël, y la pequeña ladeó la cabeza para escucharle—. ¿Sabes leer?

          Betsabé se sorprendió por la pregunta. Los esclavos rara vez sabían leer. Sólo aquellos que asistían a los escribanos o los galenos tenían vagas nociones de lectura para ser capaz de distinguir entre documentos y etiquetados. Pero entonces recordó que ya no estaba en casa, sino en una tierra lejana y extranjera, y comprendió que quizá para ellos era diferente. De manera que negó varias veces para que quedase clara su respuesta sin necesidad de hablar.

          —¿Hace cuánto que sabes hacer eso? —esa vez fue Shavaia quien preguntó.

          Betsabé se movió inquieta, nerviosa. Aquella era una pregunta que no podía responder por gestos. Pero tenía prohibido hablar cuando llevase a cabo una tarea como aquella, así que, ¿qué era lo correcto? ¿Debía romper su silencio y responder a Shavaia o permanecer callada hasta que Aelar terminase de transcribir sus notas? Y volvió a recordar una vez más que estaba muy lejos del lugar al que una vez pudo considerar un hogar, si es que pudo permitirse tal lujo, y que las costumbres de la Marca Argéntea eran muy diferentes. Betsabé ni siquiera había visto esclavos, y si los había simplemente no los había reconocido. Tragó saliva.

          —Hace varias lunas llenas —respondió; la voz de la pequeña sonó antinatural, redundante en un eco profundo venido de ninguna parte e incapaz de ser ejecutado por su pequeña garganta.
          —¿Qué más cosas sabes hacer? —volvió a preguntar Shavaia.
          —Puedo hablar con otros esclavos que están lejos, hacer que no suenen las puertas ni las ventanas para que no molesten a los amos y quemar la piel.
          —Creo que la chiquilla tiene un don —auguró Aelar—. La cuestión es qué tipo de don.
          —Innata, ¿verdad? —corroboró Azhraël mirando directamente al elfo—. Que sea tan pequeña… Tan, tan pequeña, y aun así tenga ese poder psiónico sin saber leer para conjurar es una prueba clara. Si no ha preparado el conjuro ni ha memorizado nada, no hay otra opción.
          —Vamos a comprobarlo —asintió éste.

          Aelar introdujo las manos en su bolsa de viaje y sacó de ella una esfera metálica que posicionó sobre la mesa. Por aquel entonces la luz se había disipado y Betsabé sintió un escalofrío al notarlo. Se animó a abrir primero un ojo y después el otro con el fin de comprobar si Aelar había terminado de hacer sus anotaciones. Se topó con la mirada inquisitiva de los tres elfos y reculó.

          —Betsabé —la llamó Aelar—, ¿puedes mirar esta bola fijamente y pensar en tu madre, por favor? Estate tranquila, quiero que te concentres.

          Aquella era una orden que pensó fácil de cumplir. Pero no lo era tanto. Acordarse de su madre mientras miraba la esfera de metal era sencillo. Contener sus sentimientos, no. La congoja se apoderó rápidamente del pecho de la niña, apretando con el nudo de la desesperación por no saber nada de su madre. Las primeras lágrimas brotaron de sus ojos. Aunque ella, obediente, apretó los dientes para no hacer ruído y permaneció mirando hacia la esfera, atrayendo hacia su mente el primer recuerdo agradable que acudió a ella. La esfera, un catalizador mágico, comenzó a vibrar sonoramente sobre la mesa de madera. Betsabé sintió cómo su sangre ardía en las venas, cómo algo se extendía por su cuerpo queriendo apoderarse de su dominio. Un fuego imparable que ella acogió con gusto, porque le era tan familiar como cualquier otra extremidad de su cuerpo. Betsabé abrazó ese fuego. Se dejó arder por él. Los ojos de la niña se tiñeron entonces de negro. Como dos pozos sin fondo carentes de blanco, iris o pupilas.

          Sólo negro.

Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Lun Jun 25, 2018 7:45 pm
por Araushnee
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          Hacía frío en la celda, pese a que fuera el calor era incesante, cruel. Dentro se estaba bien. Incluso ellos, los esclavos, podían tener un momento de relajación entre tareas. A Sakhmet se le permitió un descanso en sus quehaceres para acudir a ver cómo estaba su hija. La mujer, de etnia rashemí, siempre había destacado por ser más hermosa y llamativa que las demás esclavas. Aunque poseía el cuerpo bajo y robusto, así como la piel morena de los rashemíes, Sakhmet tenía unos llamativos ojos del color del zafiro que destacaban bajo la cortina de pestañas negras. Algunos decían de ella que tenía la sangre de las brujas de Rashemen, pero Sakhmet, en su condición de esclava, ni siquiera había pisado la tierra de sus ancestros una sola vez en su vida. Nació y creció en Mulhorand, pasando después a manos de los esclavistas de Thay tras una refriega en la cual fue robada como tesoro de guerra. Toda su vida fue vivida entre cadenas y barrotes, abusos y órdenes, menosprecios y premios. Todo dependiendo de cuál fuera su conducta y cuán complaciente fuese para sus dueños. La Casa de Alnaaralmuzalima era famosa por sus artes arcanas y comerciales. Disponer de siervos fieles y habilidosos no era sino una muestra más de su grandeza y poder adquisitivo.

          Sakhmet sonrió al entrar en la celda que le servía de cobijo y ver a la pequeña figura de la niña jugando con dos muñecos de paja. Cerca de la pequeña había un anciano de etnia mhulorandi que ya no podía ocuparse de las labores de mayor esfuerzo, pero poseía conocimientos que le hacían muy valioso a los ojos de la Casa Alnaaralmuzalima, motivo por el cual se negaban a venderlo por cualquier baratija cuando podían disponer de él como quien dispone de un libro más en una biblioteca vieja.
          —¿Se ha portado bien? —preguntó Sakhmet en la lengua ancestral, fuerte y siseante de la tierra que pisaban.
          —Rebelde y cabezota —rió el anciano, que propinó un cariñoso apretón de mejilla en la niña—. Pero aprende rápido. Es inteligente y tiene la mente despierta. Podría haber aspirado a mucho si las cadenas no adornasen su cuello y sus muñecas.
          —Esa es una vida que no nos pertenece, Bomani —suspiró Sakhmet—. No merece la pena pensar en ello.
          —Y sin embargo es una idea interesante —continuó diciendo el anciano.
          —¿El qué? —Sakhmet abrazó a su hija con posesión, mirando dolida a su compañero de celda—. ¿Imaginar a mi hija con la cabeza rapada y una túnica roja te produce diversión? A mí me produce náuseas. Se convertiría en alguien inalcanzable para mí. No podría abrazarla. No podría dirigirle la palabra. Por los dioses, ni siquiera podría mirarla.
          —Y sin embargo es poético —insistió Bomani— que la figura que más odian nuestros señores tenga las mismas posibilidades de convertirse en una gran sierva de la magia como cualquiera de ellos. Ya sea por su mente o por su sangre.
          —Ni lo menciones —el rostro de Sakhmet se ensombreció—, o conseguirás que nos maten.
          —Los dioses no hacen nada sin una razón, Sakhmet —la tranquilizó el anciano—. Thot iluminará su camino cuando llegue el momento. De lo contrario no habría permitido que su poder se desarrollara.
          —Los dioses no han tenido nada que ver en su nacimiento, Bomani —Sakhmet tragó saliva y acarició el pelo negro de su hija—. No debemos engañarnos esperando misericordia por una criatura que escapa de sus planes.
          —Nadie escapa de los planes de los dioses, querida mía. Nadie.

          Sakhmet lo dejó estar. No podía culpar a Bomani por ser fiel a sus creencias. Las mismas que con el paso del tiempo le inculcó a ella, como un hálito de esperanza que llega en el momento más aciago. Pero los ánimos estaban revueltos. El hijo del Señor de la Casa planeaba un viaje a la Costa de la Espada. Un viaje largo, tedioso y lleno de peligros. Había mostrado su deseo de llevar consigo a la pequeña como un muestrario de las criaturas que tenían a su disposición y con las que podrían contar a largo plazo. Sakhmet no creía que Nheibin se atreviera a comerciar a espaldas de su propio padre. No creía que se atreviera a vender al objeto de sus estudios y desvelos. Aun así tenía un mal presentimiento que no podía quitarse del pecho.

          Acarició la mejilla de la niña. Tan pálida y delgada, que contrastaba enormemente con su propia madre. Salvo por los ojos, no había similitud alguna entre madre e hija. Sakhmet le sonrió. «Ven aquí», le dijo, y la arropó con sus brazos mientras le cantaba una nana para dormirla. La voz dulce y al mismo tiempo grave de Sakhmet inundó la habitación y calmó el cansancio de la pequeña, cuyos párpados comenzaron a sentirse pesados mientras era acunada por la esclava rashemí. Sakhmet cantó a su hija sobre los misterios de la magia y la noche. Cantó para que mirasen juntas a la luna y sintieran su abrazo. Cantó para que sintiera el viento en su piel, acariciando las mejillas, revolviendo los cabellos. Para que se sintiera capaz de volar allá donde las cadenas no pudieran mantenerla atada a un mundo de penurias y obligaciones. Para que se sintiera libre, salvaje y dueña de sí misma mientras la noche durase. Cantó para que corriese junto a los lobos y aullase eufórica en su cacería. Para que volase junto al cuervo de plumas negras. Para que recorriese las calles desde los ojos del gato de negro pelaje y encontrase bajo su gracia felina los secretos más profundos y oscuros como la noche o relucientes como la mañana. Cantó y susurró muchas cosas al corazón de su pequeña que no pasarían de ser una fantasía.

          Pero todas las fantasías encuentran su final. La nana fue interrumpida por el sonido abrupto de la puerta al abrirse. La niña, medio dormida, miró hacia el hueco de la entrada y se estremeció de pavor al ver que era el amo Nheibin quien se personó en la celda. Era joven y tenía la cabeza completamente rapada y sembrada por tatuajes intrincados y runas arcanas. Vestía una túnica roja mucho más sencilla de las que acostumbraba a usar cuando pretendía salir de la Casa y deslumbrar a sus clientes o rivales. Pero lo que más llamaba la atención en él era el asombroso y doloroso parecido entre su rostro y el de la pequeña, casi como dos gotas de agua que se reflejan en la mañana. Nheibin era muy consciente de esto y por eso no tuvo reparos en dedicar una mirada de asco y desagrado a la niña esclava, quien se encogió aún más en el regazo de su madre. Además, estaba furioso. Todos en la celda pudieron notarlo. Pero Sakhmet, que conocía perfectamente el motivo, inclinó la cabeza y, con el corazón acelerado, trató de pedir clemencia.
          —Mi amo…
          —¡Silencio! —bramó la voz de Nheibin, tan joven e insolente, que ni siquiera se paró a buscar un motivo a la reticencia de la esclava—. No hice un pacto a cambio de nada. Prepara a tu hija. Vendréis quieras o no.
          —¡Pero vuestro padre….!
          —¡Mi padre no está aquí para dar órdenes! ¡Las doy yo!

          En un abrir y cerrar de ojos, quizá por algún sortilegio, Nheibin tenía el látigo en su mano y lanzó un golpe a las dos esclavas. Sakhmet se inclinó sobre su hija para protegerla y lo recibió en la espalda, aullando de dolor cuando el látigo descarnó su piel.
          —Prepara al monstruo —siseó una vez más Nheibin; una nueva mirada de desprecio le fue dirigida a la pequeña, que temblaba bajo el cuerpo de su madre.

          Nheibin giró elegantemente sobre los talones y se dirigió a la salida. La pequeña pudo ver la mano repleta de anillos de su amo llamando para el vigilante le abriese y cerrase después tras él. Envidió por un momento la belleza de aquellas joyas y deseó poder arrancarle los dedos para quedárselas.
          —Que Bast nos proteja —sollozó Sakhmet abrazando a la niña e irguiéndose como pudo.
          —Los esclavos no poseemos nada, querida mía —dijo Bomani, cuyas manos ancianas trataron de aliviar el desconsuelo de las lágrimas de Sakhmet—. Ni la vida nos pertenece siquiera. No debiste negarte a las órdenes de Nheibin. Es joven, imprudente y colérico. Acaba de aprobar sus exámenes y recibir su túnica roja. Cree que es el dueño del mundo. Sólo responde ante su padre, el Gran Amo.
          —¿Y qué debo hacer? —lloró Sakhmet.
          —Esperar —aseveró Bomani—. Esperar y rezar. Los dioses lo ven todo. Un día se volverá en su contra su propia ambición. Un día pagarán por haberte violado y usado para su magia negra. Pero hasta que ese día llegue, debes cuidar de tu hija. Hacerle ver que ella no es culpable por las decisiones que otros tomaron antes siquiera de su propia existencia. Acercarla a nuestros dioses y alejarla del fuego destructor y la oscuridad amarga. Sobre todo de esta última.
          —Lo sé —interrumpió Sakhmet—, pero ahora calla. Harás que nos maten, anciano.

          Akhmet abrió la boca para decir algo más. Pero no pudo oírse nada. El sonido se distorsionó. De repente, la pequeña tuvo la sensación de que habían sumergido su cabeza en agua y el sonido llegaba amortiguado a sus oídos. Pero seguía en el regazo de su madre. Algo le aferró las entrañas y tiró de ellas hacia fuera. Ahogo. Nervios. Desesperación. Se sintió zarandeada por una fuerza invisible que la lanzó muy lejos de aquella celda. Todo se disolvió. Negro. Sólo veía negro. Oscuridad. Sólo podía oír la voz de su madre susurrando algo que no pertenecía a ese momento.

          «Te quiero, Betsabé”».

Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Lun Jun 25, 2018 8:34 pm
por Araushnee
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          Betsabé tomó una bocanada de aire. El pecho le dolía. La sensación de alguien tirando de sus entrañas no se había disipado todavía, aunque sí su ceguera. Parpadeó. Le lloraban los ojos. Un llanto natural provocado por el dolor y artificial por el deslumbramiento de las velas. Sus ojos recuperaron la tonalidad habitual del zafiro, mas la mirada se le quedó perdida. Oyó las voces de los tres elfos y sabía que la llamaban por su nombre a pesar que no les entendía. Todo giró bruscamente, o quizá era su cabeza, mareada, la que le produjo esa sensación. Finalmente todo se volvió borroso y se desvaneció en los brazos de Aelar.

          El elfo sostuvo su cabeza con delicadeza y buscó signos vitales mientras Azhraël, a su lado, movía las alas inquieto. La piel de Betsabé ardía con una fiebre en auge. Nada grave que no pudiese recuperar con descanso. El Avariel buscó con la mirada a Shavaia, la tercera en discordia, quien había utilizado sus dones para la hechicería para introducirse en la mente de la pequeña. Los ojos de la elfa, que hasta entonces se habían vuelto hacia atrás mostrando solo blanco, recuperaron su posición y color habituales tal y como lo hicieron los de Betsabé.
          —¿Qué acaba de pasar? —inquirió Azhraël, alarmado—. Se escapa a mi entendimiento. Lo único que puedo imaginar es que haya sido un mecanismo de defensa mágica. ¡Pero es imposible! ¡Es demasiado joven e inexperta!

          Mas el rostro de Shavaia estaba contraído en una mueca de seriedad que atrajo el interés y la atención de Aelar.
          —¿Qué sucede?
          —Esta niña… —la elfa titubeó— Es algo sobrenatural.
          —¿A qué te refieres? —insistió Aelar.
          —A que guarda un poder oscuro y maligno en su interior.

          Ambos elfos miraron a su congénere estupefactos. Después contemplaron el rostro de Betsabé. Tenía mal aspecto. Parecía débil y desvalida, pero no había perdido esa inocencia de su rostro redondo y sonrosado. Una apariencia acrecentada por sus bucles gracias a la mano hábil de Rosa para peinarla. No pudieron creer, no quisieron creerlo, que una niña tan pequeña pudiera tener como huésped cualquier tipo de maldad. Azhraël, movido quizá por la piedad, sacó un pañuelo de sus pertenencias y vertió agua de su propio odre en él. Después lo colocó sobre la frente de la niña. Betsabé reaccionó removiéndose en los brazos de Aelar, durmiendo ahora plácidamente.
          —¿Qué has visto? —cuestionó el Avariel.
          —Me he adentrado en ella y he podido ver de dónde proviene —explicó Shavaia—- Su madre es una rashemí que fue violada por un mago oscuro. Gracias a la magia negra surgió esta pequeña inocente.
          —¿Rashemen? —se sorprendió Azhraël. Conocía ese lugar por encontrarse poco más al sur de su hogar. Rápidamente se persignó con un rezo a Erdie Fenya—. Aillesel Seldarie…
          —Pobre criatura —lamentó Shavaia—. Alberga tanta maldad y crueldad en su interior…
          —El Arte en sí mismo no es malo —razonó Azhraël rápidamente—. Lo hace malo quien lo utiliza dependiendo de su eje de moralidad. Si la niña tiene un poder oscuro en su interior, no es culpa suya, sino de quien la concibió de tal manera. Si la niña es educada desde su tierna infancia para que sepa lo que es la bondad, crecerá teniéndola en su corazón.
          —Entre todos podremos subsanar a la pequeña y llevarla por el buen camino —asintió Shavaia.
          —Por eso te vamos a necesitar, amigo —sonrió entonces Aelar—. Para que controles lo que pueda venir de otro lado. Tranquilo, no vamos a pedirte que la cries —Aelar rió al ver la cara de estupefacción y temor de Azhraël, que no sabía nada de niños humanos y ya se estaba temiendo lo peor—. Conoces bien los planos y eres ducho en la magia. Mucho más que nosotros.
          —En ese caso —decidió Azhraël— lo haremos entre los tres. Ninguno es más que nadie. Lo que sé yo, lo sabréis vosotros con el tiempo. Que el Seldarine nos guíe en esta tarea.
          —Que el Seldarine nos guíe —asintieron a la par.

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¡Fin del capítulo! Muchíííííííísimas gracias a los jugadores de Aelar, Shavaia y Azhraël por este rolazo más intensito que la Rosa de Guadalupe :P Ha sido un placer jugarlo insitu y escribir sobre ello después. Espero poder seguir coincidiendo con vosotros para continuar la historia. Ha sido un lujazo para mí conoceros y compartir esa tarde con vosotros. ¡Besitos de fresa! :mago:

Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Mar Jun 26, 2018 5:23 pm
por Araushnee
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          Los días se sucedieron tranquilos y sin incidentes. Aunque Azhraël, Aelar y Shavaian habían tomado la decisión de vigilar y reeducar a la pequeña Betsabé bajo los valores éticos del Seldarine, estos dos últimos continuaron con su exploración de las tierras de la Marca Argéntea y no volvió a vérseles en días venideros, seguramente por estar aún asentándose. Azhraël tampoco podía pasar todo el tiempo del mundo en la villa pendiente de una niña humana —ni quería, dado que no sabía cuidar de infantes de esta raza—, motivo por el cual Betsabé pasaba la mayor parte del tiempo con Rosa en la posada. La pobre se aburría. Ni siquiera tenía muñecos o cualquier otro tipo de juguetes con los que entretenerse. Ni una triste cajetilla de lápices para dibujar. Los aventureros, tan alejados ya de la edad infantil y poco acostumbrados a tener un niño en sus vidas, le habían dado de todo, menos eso. Al menos tenía una cama, o mejor que todo eso, ¡una habitación para ella sola! Betsabé recordaba sus días en Thay con la extraña sensación de haber sido parte de un sueño demasiado largo. Recordaba las celdas húmedas, frías y malolientes que debía compartir con otros esclavos. Recordaba con nostalgia a Bomani, el anciano que le inculcaba sus conocimientos sobre la religión mhulorandina. Betsabé siempre se preguntó por qué razón, si era verdad que sus raíces eran las mismas, Bomani tenía la piel tan negra y ella tan blanca. Algo no cuadraba en la mente de la pequeña, pero cada vez que preguntaba al respecto, su madre se enfadaba y evitaba dar respuestas. Aquello le hacía pensar inevitablemente en su madre. El corazón de la pequeña se encogía. Una veces se sentía furiosa. Otras se entristecía. No fueron pocas las noches que se durmió llorando. No paraba de preguntarse dónde estaba su mamá, por qué no venía a buscarla o si era verdad lo que decía Meldibar de que los “caracerdos” la habrían matado a estas alturas.

          Otra novedad para Betsabé era el clima. Estaba acostumbrada a las palmeras, las arenas del desierto y los bosques lejanos. Los oasis y las ciudades alzadas allá donde podía haber verde y no roca. Al calor y las vaporosas telas de túnicas blancas que se ceñían a la cintura con una simple cuerda. A los pies descalzos en la gran mayoría, incluso en los nobles acaudalados, porque incluso las sandalias llegaban a quemar cuando el sol calentaba bien alto. El calzado era, por tanto, un lujo que se reservaba únicamente para las celebraciones y recepciones de importancia. Estaba acostumbrada a ver a hombres y mujeres lucir pelucas intrincadas o mostrando con orgullo sus cabezas rapadas. Tener pelo propio era algo que sólo poseían los esclavos, como Betsabé. Le resultaba extraño ver uñas sin pintar con cosméticos hechos a base de escarabajos azules, o darse cuenta de que las miradas ya no estaban acentuadas con el kohl que perfilaba de negro los ojos oscuros de los thayinos.

          En la Marca Argéntea no había nada de eso. Desde que llegó, no hubo ni una sola semana que no lloviera o nevara con violencia. Era la primera vez que Betsabé veía la nieve. Los primeros días lo disfrutó enormemente y se escapaba con la única intención de jugar a la intemperie. Perdió interés al darse cuenta de que aquello formaba parte del día a día en Nevesmortas. La gente iba mucho más abrigada también. Ya no había túnicas de lino o seda, sino de grueso algodón y lana. Abrigos, bufandas y hasta gorros eran complementos que Betsabé nunca había visto en su corta vida y que ahora, sin embargo, tenía asimilados como imprescindibles para sobrevivir en el frío. Dio cuenta de que la gente era mucho más sencilla. Que no había incienso ni perfumes laboriosos salvo que fuese una situación especial. Tampoco tenían tatuajes ni se rapaban. Debió acostumbrarse a pensar que allí, en esa tierra, sus costumbres eran las extrañas.

          Aquella noche Betsabé se encontraba particularmente aburrida. Estaba sentada en un taburete mientras veía a Rosa ir y venir entre la zona de descanso de la posada y la concurrida ala de la taberna. Había campesinos reunidos tras largas horas de trabajo que descansaban un poco y alzaban sus jarras antes de ir a casa con sus esposas. Aventureros que simplemente pasaban por allí y buscaban un sitio caliente donde dormir. Pero ni una pizca de diversión a ojos de la pequeña. Betsabé se inclinó para localizar a Rosa. En ese momento estaba regresando a su puesto de trabajo, el mostrador de las habitaciones, y andaba archivando las llaves que le restaban para no confundirse al momento de dárselas a nuevos huéspedes. Betsabé calculó la distancia que había entre su taburete y la puerta de la salida. En ese momento, una pareja de curtidores se levantó de la mesa, y tras pagar al tabernero por el servicio, se apresuraron a salir a la noche helada para volver a casa. Betsabé aprovechó el momento y correteó rauda hacia la salida, mezclándose con el revuelo de capas de los dos hombres y huyendo antes de que se dieran cuenta de que la niña que acababa de escaquearse era la misma que estaba bajo el cargo ocasional de Rosa. Hacía bastante frío, así que apretó bien la apertura del cuello de sus ropas procuró moverse rápido para que su propia energía suplantase a la helada.

          Apenas hubo caminado un par de calles cuando reconoció las alas negras de Azhraël. Junto a él estaban Lucian y una mujer de cabello rojo a la que no había visto nunca. Hablaban sobre algo referente a un viaje. Algo que no gustó demasiado a Betsabé porque eso significaba pasar muchas más horas de las que querría encerrada en la posada y sin poder jugar con nadie.
          —¡LUCIAAAAAAAAAN! —gritó ya desde lejos.

          Salió de su escondite y fue corriendo directa hacia los dos elfos. Primero abrazó a Lucian y después se dirigió directa hacia Azhraël. Tenía la sensación de que había pasado algo extraño la última vez que se vieron en la posada, cuando Aelar sacó aquella extraña bola de metal de su bolsa y le pidió que la mirase fijamente. Pero no lograba recordar nada que no fuera la preocupación en los ojos del Avariel. Fue eso, la atención que mostró a la niña, lo que propició que ésta creyese que el elfo quería protegerla y buscase su compañía. Aprovechó su posición para mirar a la mujer. Nunca había visto a nadie con el pelo tan rojo y eso llamó su atención. Quizá, pensó Betsabé, sólo se trate de una peluca o se lo haya teñido con henna y salvia.

          Por desgracia el grito de su vocecilla aguda e infantil atrajo la atención de alguien más aparte de sus compañeros. A lo lejos vio como uno de los guardias de Nevesmortas, ataviado con su gruesa armadura y la mano en la empuñadura del arma, se acercó directo a ellos y llamó la atención de los tres adultos.
          —Disculpen, señores —les dijo—. ¿Esta niña es suya?

          Betsabé no entendió por qué estaba preguntando eso. Los dos elfos se miraron entre sí y sonrieron divertidos por una pregunta tan absurda; era evidente que Betsabé no tenía rasgos élficos y tampoco se parecía en nada a la mujer del pelo rojo. Aun así, Lucian borró la sonrisa y dio un paso al frente.
          —¿Hay algún problema? —quiso saber el elfo—. Yo me encargo de ella.
          —Es lo que intento averiguar —respondió el guardia—. Es tarde, está lloviendo y hace frío para que una niña tan pequeña deambule sola por la calle. Así que, repito: ¿esta niña es de alguno de los presentes?

          Azhraël alzó el ala y cubrió con ella la cabeza de la pequeña al darse cuenta de que era cierto que había empezando a lloviznar. Betsabé alzó la mirada maravillada y se alegró de que, por fin, podía ver las alas del elfo de cerca. Algunas de sus plumas rozaron la naricilla de la pequeña provocándole cosquillas. Betsabé rió y empezó a soplar con delicadeza para moverlas, ajena a lo que se mascaba entre el guardia y los aventureros.
          —Es mi hija —intervino la voz de la mujer de pelo rojo.

          Betsabé la miró fijamente y estuvo a punto de llamarla mentirosa. Pero entonces notó la tensión en las alas de Azhraël y pensó que no era buena idea hacerlo, aunque no supo por qué. Simplemente tuvo un presentimiento y se dejó guiar por él y por las reacciones del Avariel.
          —¿Usted es la madre? —el guardia miró de arriba a bajo a la mujer de pelo rojo. Quizá estaba evaluando su edad, o quizá cuestionando su indumentaria—. Entonces enséñeme la partida de nacimiento.
          —¿De verdad piensa que vamos a cargar con la partida de nacimiento a todas partes? —cuestionó Lucian rápidamente.

          Sin embargo la muchacha de pelo rojo alzó una mano, y sonriente, la coló en el interior de su bolso. Después de rebuscar, sacó un papel que mostró sólo de manera superficial al guardia con movimientos ágiles y mucha picardía para que no le diese tiempo leerlo.
          —Aquí tiene la partida de nacimiento —le dijo entretanto—. Como ve, no miento. La chiquilla es hija mía. Ahora, si no es molestia, guardia de pacotilla, iré a acostar a la niña antes de que siga cogiendo frío.
          —Muy bien —replicó un aturdido guardia—. En ese caso acompáñeme ahora mismo para registrarlas a ambas en el censo de Nevesmortas.
          —¿Tiene que ser ahora? —se resintió la pelirroja—. ¿No ve que tengo que acostarla?
          —Si la niña ha aguantado hasta estas horas despierta, puede aguantar más —reclamó el guardia.
          —Señor —se oyó entonces la voz de un segundo oficial que se acercó al primero—. Recordad que os ha insultado. Eso es, como mínimo, una noche en el calabozo.
          —Así es —asintió el primero.

          Entre ambos guardias custodiaron a la mujer de pelo rojo hacia la comandancia. Entretanto, Lucian tomó los hombros de Betsabé y la hizo girarse en dirección a La Rosa y el Martillo.
          —Y tú, señorita, un baño y a la cama.


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Agradecimientos a DM Tymora por la mini escena. Mil disculpas por no tener todos los diálogos precisos, pero por desgracia perdí las capturas y he tenido que escribir sobre la marcha dejando sólo la esencia de todo lo que se roleó :(

Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Mar Jun 26, 2018 6:49 pm
por Araushnee
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          La noche ya llegaba a su final. Apenas faltaba una hora para el amanecer y todo el mundo dormía en La Rosa y el Martillo. Betsabé, calentita bajo las mantas de su cama, ni siquiera fue capaz de captar sonido alguno o prever cualquier tipo de peligro. La bruma del sueño se disipó poco a poco cuando fue su cuerpo el que notó la anomalía. Al principio se resistió y trató de seguir durmiendo. Pero entonces se dio cuenta de que el peso sobre sus piernas era real y abrió lentamente los ojos.

          Allí, sentada al borde de la cama y con una sonrisa reluciente, se encontraba una figura femenina. Betsabé se sobresaltó e incorporó su cuerpecillo para sentarse y poder ver a la mujer, aunque su rostro permanecía en sombras. Oyó un chasquido de dedos. La vela más cercana se encendió sobresaltando a la pequeña. Entonces pudo ver que se trataba de la misma mujer de pelo rojo que encontró hablando con Azhraël y Lucian esa misma noche. Iba algo despeinada y no olía tan bien como antes. Debía haber salido de los calabozos apenas unos minutos atrás, ¿pero qué hacía en su habitación? ¿Cómo había conseguido la llave para entrar?

          —¿Qué haces aquí solita? —le preguntó la mujer.
          —Dormir… —respondió Betsabé, titubeante.
          —No creo que tú seas muy de dormir.
          —¿Y tú quién eres?
          —Yo soy Juliette.

          Betsabé estuvo a punto de protestar para que se fuera. Pensó en asustarla o decirle cualquier chiquillada. Pero comprendió que si Juliette había invertido esfuerzos en averiguar cuál era su habitación y personarse sin que nadie la viese, era porque algo quería. De modo que permaneció callada y aprovechó para observarla mientras tanto. Era hermosa, no podía negarlo. Betsabé se dio cuenta de que aquel pelo rojo era real, lo cual llamó su atención. Había cierto magnetismo reconocible en la mujer, pero no entendió por qué, aunque sí le resultó familiar.

          —¿Qué haces aquí, pequeña? —volvió a preguntar una vez más.
          —¡Dormir! —respondió Betsabé, extrañada de que pregunte tantas veces lo mismo—. ¡Ya te lo dije!
          —¿Dónde está tu madre?
          —No lo sé… —Betsabé miró compungida a la extraña mujer—. Se quedó fuera y me dijo que buscase lugar seguro. Estoy esperando que vuelva.
          —¿Y eso hace cuánto fue?
          —No lo sé… Había un desierto primero. Luego un bosque. Unos granjeros encontraron a Betsabé caminando por la espesura y se la llevaron con ellos a un pueblecito.
          —¿Quién es Betsabé?
          —¡Yo!

          Juliette sonrió, pero fue una sonrisa que no gustó nada a la pequeña. Achinó los ojos y examinó el cuerpecillo de la niña unos instantes antes de hablar.
          —Verás, Betsabé —comenzó a decirle—. Has llegado a un sitio muy, muy malo. Si no quieres que la gente mala te haga daño, de ahora en adelante tienes que decir que eres MI hija. Ya sé que yo no soy tu mamá. Pero si no lo haces, te comerán. Y no quieres que nadie te coma, ¿verdad?

          Betsabé la miró estupefacta. De repente se acordó de los orcos que atacaron la caravana donde viajaban todos los amos, sirvientes y esclavos de la casa comercial. También recordó cómo apenas unos días atrás oyó a varios aventureros hablar sobre lo peligrosos que eran los alrededores de la ciudad. Tierras salvajes sin orden ni ley en las que corría la sangre tan limpiamente como cualquier riachuelo del bosque. Las palabras de Juliette no le sonaron tan descabelladas si pensaba en eso. A fin de cuentas, Betsabé había nacido en una tierra similar. Thay era sólo para supervivientes que no se dejaban amedrentar por nada. Nunca sabías dónde había un puñal escondido en la sombra y esperando a que pases por delante para clavarse entre tus costillas. Nunca sabes cuándo un descuido o palabra errónea podía despertar la ira de un mago que actuase en tu contra por sí mismo o denunciándote a tu propia Casa. Quizá Nevesmortas, y más aún, la Marca Argéntea no eran tan diferentes después de todo y lo que había visto por sí misma no era más que el velo del engaño, la ilusión y la hipocresía. Betsabé se cubrió a sí misma con las sábanas como si eso pudiera protegerla de todo mal.

          Juliette se rió.
          —Si quieres protegerte, esto, desde luego, no te servirá de nada —se mofó tirando de las mantas y sábanas que cubrían a la pequeña—. Sé que tienes algo más dentro de ti. Así que concéntrate y úsalo. Piensa en protegerte... ¡Con todas tus fuerzas!

          Juliette se abalanzó sobre la pequeña para asustarla. Surtió efecto, pues Betsabé chilló asustada y se cubrió la cabeza con ambos brazos. Una honda expansiva surgió de su cuerpo, empujó a Julliete y después se retrajo adoptando la forma de una burbuja protectora alrededor de la niña. La pequeña temblaba dentro de su escudo y miraba a la mujer completamente alerta. Sin embargo su poder aún era demasiado pequeño y la burbuja no tardó en disiparse.
          —Esto ya es otra cosa —Juliette se acercó de nuevo a ella y tomó la misma posición que antes, examinándola mientras se limpiaba la falda de una sacudida—. Ahora piensa en atacarme.

          La expresión de sorpresa de Betsabé fue suficiente para que Juliette rompiese a reír con una carcajada.
          —Tranquila —le dijo—, no me harás nada. Sólo piensa en lanzarme un rayo de energía. Cualquier tipo de energía. No pienses en otra cosa. Deséalo con todas tus fuerzas.

          La pelirroja colocó ambas manos en los hombros de Betsabé. La niña se encogió sobre sí misma, pero accedió con un asentimiento, comenzando a pensar que Juliette la estaba poniendo a prueba por alguna razón que desconocía. Tomó aire y cerró los ojos, concentrándose en el momento y creando dentro de sí ese deseo, esa ansia, de hacerle daño a Juliette. El aire a su alrededor comenzó a viciarse notablemente. Costaba respirar con normalidad, como si algo lo hubiera sobrecargado. Betsabé abrió sus ojos de repente. Para sorpresa de Juliette, estos se habían teñido del negro más absoluto. Carecían de blanco, iris o pupilas. Sólo negro y una profunda oscuridad que helaba el alma. Incapaz de reaccionar a tiempo, o quizá sin quererlo en el fondo, Juliette sintió las diminutas manos de Betsabé sobre las suyas propias. En apenas una fracción de segundo, su piel fue corroída por una iridiscencia verde que dejó a su paso olor a ácido y carne quemada. Juliette apartó rápidamente las manos y se frotó las heridas con una breve mueca de dolor mientras observaba como aquel tono verdoso se esfumaba de las manos de la niña y sus ojos negros la observaban fija e inquietantemente.
          —¿Quién eres, pequeña? —musitó con un hilo de voz.

          Pero Betsabé no respondió. Sólo ladeó la cabeza y siguió mirándola hasta que sus ojos recuperaron su tonalidad habitual. La pequeña parpadeó varias veces hasta acostumbrarse. Después miró con preocupación las heridas de Juliette.
          —No te preocupes —dijo ésta—; yo también puedo chamuscar cosas.
          —¿Chamuscar? —preguntó Betsabé, que no reconocía la palabra.
          —¿Quieres verlo?

          Dudó durante un momento. Pero comprendiendo que tenía que ser algo de magia, e incapaz de prever la reacción de Juliette, asintió. La pelirroja miró hacia la puerta de la habitación con una media sonrisa y empezó a conjurar sin miramientos en medio de la alcoba. Un estruendo de llamas impactó contra la puerta, quemando la superficie de madera. Betsabé chilló asustada por el impacto, pero más aún cuando vio a Juliette abalanzarse sobre ella para cubrirle la boca con la mano.
          —¡Ssshh! —chistó la pelirroja; Betsabé podía sentir la mano ardiendo contra su propia piel de manera similar a como le sucedía a ella cuando hacía uso de sus habilidades.
          —Has roto la puerta de la señora Rosa —murmuró Betsabé cuando por fin le retiró la mano de la boca.
          —¿Qué Rosa ni qué Rosa? Rompo esa puerta porque quiero y me da la gana.

          La niña se silencio. Notó cómo Juliette volvía a sentarse al borde de la cama. Betsabé retrocedió hasta arrinconarse en la esquina opuesta. Temblaba como un flan y le dio la sensación de que Juliette disfrutaba con ello especialmente.
          —Has visto de lo que soy capaz, ¿no? —tanteó Juliette con una sonrisa retorcida y eufórica—. Pues escúchame bien, mocosa: si no quieres acabar como esa puerta tienes que decir que YO y sólo YO soy tu madre… O la siguiente en arder serás tú. ¿Me he explicado bien?

          Betsabé gimoteó. No pudo contener las lágrimas que comenzaron a brotarle de los ojos y le empaparon las mejillas. Aun así se mordió los labios y procuró no hacer ruido para no enfadar a Juliette con su llanto. Si es que eso pudiera ser posible a juzgar por la satisfacción en el rostro de la pelirroja. Asintió en tensión.
          —¿Quién es tu madre ahora? —tanteó Julliete con el mentón alzado.
          —Juliette es mi madre —susurró la pequeña con un hilo de voz.
          —No te he oído bien.
          —Juliette es mi madre —repitió más alto, con la voz quebrada.
          —Si te preguntan qué haces aquí, dirás que aprender o cualquier tontería que se te ocurra. Si te ves apurada y no sabes qué decir, me llamas o preguntas por mí. ¿Entiendes?

          Betsabé asintió de nuevo, sin decir nada esta vez.
          —Si no haces todo cuanto te diga —Juliette dejó la frase en el aire y acto seguido se pasó el pulgar por la garganta—, estás muerta. Como tu mamá. ¿Queda claro?

          La niña apretó las piernas para contener el pis. Dudaba mucho que a Juliette le agradase que se meara encima del miedo y no quería despertar la ira de la hechicera, ni darle cualquier pretexto para que la atacase. Juliette extendió su mano y acarició la cabeza temblorosa de la niña.
          —La gente de estas tierras es muy mala —susurró la hechicera—. Si te sientes amenazada por ellos y ves que yo no llego a tiempo para ayudarte, sólo tienes que pensar en tu poder y hacerlo estallar contra esa persona. Como la puerta. Nunca te fíes de nadie, digan lo que digan.
          —Pero también hay gente buena…

          Aunque no dijo sus nombres, estaba claro que pensaba en Azhraël y Lucian, así como sus amigos elfos. Juliette pareció entenderlo, porque tomó con fuerza la barbilla de la niña y la obligó a mirarla fijamente a los ojos. Unos ojos marrones muy cercanos al dorado de la lava de un volcán en llamas.
          —Todos mienten —le dijo—. Todos ellos. Para aprovecharse de ti. Ahora dime: si abren esa puerta o te atacan, ¿qué haces?
          —Les disparo —murmuró la pequeña.
          —Muy bien —asintió la hechicera—. Atacar primero, preguntar después.

          Juliette acarició la melena negra de la niña. Luego la empujó con suavidad sobre la cama para recostarla. Arropó su cuerpecillo y se inclinó sobre ella. Betsabé pudo sentir los labios ardientes de la hechicera besándole la frente. Nunca pensó que un gesto tan cálido pudiera resultarle al mismo tiempo tan frío.
          —Ahora duerme —dijo—. Duerme, mi dulce hija.

Re: Ojos de fuego | Betsabé .ID.

Publicado: Vie Jul 06, 2018 2:13 pm
por Araushnee
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          Hacía veinte minutos exactos que Betsabé abandonó la habitación para ver si había guardias vigilando el perímetro. Samuel seguía tumbado en la cama, inquieto ante la tardanza de la niña. Dirigió una mirada al cesto de manzanas que trajo consigo. Se preguntó por qué le habían pedido que le diese una en concreto a la pequeña. Era evidente que la manzana que le entregó era especial y probablemente llevaba algo, pero no sabía qué. El niño se movió nervioso, dejando las mantas tan revueltas, que habría sido imposible negar que alguien más estuvo allí. Aquello le preocupó lo suficiente como para que se levantase de un salto y usase sus torpes manos para tratar de recomponer la cama contigua a la de Betsabé. Todo estaba tan silencioso, que sólo oía la caricia de sus palmas en la superficie de la almohada. Una brisa gélida le hizo estremecerse, pero sólo el rabillo del ojo captó el rostro que le miraba desde la ventana. Samuel gritó, asustado, y se alejó de un salto de la cama. Oyó una voz reírse.

          Sentado en el alféizar de la ventana, un hombre de figura delgada le miraba divertido. Tenía la cabeza cubierta por un turbante y el rostro por una máscara que iba desde la nariz hasta la barbilla. Únicamente podía ver la línea de su frente y ojos, tan verdes y avispados, que llamaron la atención del crío. Sus ropas eran un revuelo de grises oscuros y negros que facilitaban que se ocultase en la oscuridad de la noche.

          —Tranquilo, chaval —susurró el hombre; Samuel reconoció esa voz como aquél que le dio el encargo tan peculiar que acababa de llevar a cabo—. Estás a salvo. Por el momento. Aunque deberías haber dejado la habitación cuando lo hizo la chiquilla. Alguien más podría haber venido.

          Samuel cayó en la cuenta de que ni siquiera había oído la ventana abrirse, ni al hombre entrar por ella. Aquello le llevó a preguntarse cuánto tiempo llevaba allí, quieto y observándole, sin que el niño supiera de su presencia. Recordó el estremecimiento y dedujo que aquello debió ser el único signo de su entrada. Tragó saliva. Trató de calmarse, de no dar una apariencia asustadiza ante él. Pero el silencio incomodaba. Un silencio roto únicamente por el tintineo de una moneda que el desconocido movía entre sus dedos, lanzaba al aire con el pulgar y volvía a recoger al instante con una agilidad y juego de manos pasmosamente hábiles. A Samuel se le pasó por la cabeza que el enmascarado estaba haciendo tiempo para que se calmase. La idea le resultó ridícula cuando pensó en ella. Sin embargo no había hostilidad alguna en el cuerpo del visitante y su espera parecía paciente y prudente. No supo si debía agradecerlo.

          —¿Cómo ha ido? —preguntó de repente.

          Samuel se sobresaltó. La voz del extraño era grave y potente, ronca cuando pretendía hablar en susurros. Carecía de cualquier acento que pudiera identificarle de uno u otro país, aunque el turbante ya decía a Samuel que seguramente proviniese de las tierras cálidas.
          —Le di la manzana —respondió la vocecilla aguda del niño—. Tal y como pedísteis.
          —¿Y la mordió?
          —Sí —Samuel se apresuró a asentir—. Delante de mí.

          El extraño asintió. Volvió a lanzar la moneda en el aire. Era de plata, pero Samuel no podía ver su grabado. Estaba demasiado lejos y no tenía ninguna intención de acercarse tanto al hombre de negro. Algo en él le asustaba tanto como a veces le inspiraba calma. Una sensación extraña que no podía identificar del todo como buena. De repente le asaltó la duda. Era evidente que la manzana que le dio a Betsabé no era una normal. ¿Pero qué querría ese hombre de una niña tan pequeña? Samuel tomó aire. Sólo había una forma de saberlo, y para eso debía armarse de valor. El hombre de negro, por su parte, se mantuvo a la espera. ¿A la espera de qué? ¿Acaso sabía que tenía dudas y le estaba dando la oportunidad de preguntárselas?

          —¿La manzana le hará daño? —preguntó el chiquillo.
          —Sí.

          La respuesta fue tajante. Directa y sin tapujos. Samuel palideció y agachó la cabeza.
          —¿Por qué?
          —Por justicia.
          —¿Ha hecho algo malo?
          —Para ti, en tu tierra, no —el hombre de negro hizo una pausa antes de proseguir—. Pero en el lugar del que ella proviene, su existencia es una abominación. Un crimen a la naturaleza. Los niños que nacen como ella son perseguidos y sacrificados. Los que llegan a la adultez, exiliados, condenados y utilizados en experimentos. Según las leyes del lugar del que proviene, Betsabé nunca debería haber existido. Alguien estaba muy molesto por su existencia.
          —¿Te pagaron para hacerle daño?
          —Sí.
          —¿Y los que te pagaron…?
          —Deberán pagar por lo que han hecho igualmente. La violencia genera violencia. Quien está dispuesto a impartir justicia, debe estarlo también para recibirla.

          Aquella respuesta confundió a Samuel. ¿Qué clase de hombre aceptaba un trabajo de hacer daño a alguien para después volverse contra los mismos que le contrataron?
          —¿Pero tú de parte de quién estás? —inquirió el niño.

          El hombre de negro lanzó la moneda al aire, esa vez, hacia el pequeño. Samuel alzó sus dos manos a la par y la atrapó torpemente. Abrió las manos y se dio cuenta, mientras oía la voz del hombre de negro, que aquella no era una moneda normal; una cabeza bicéfalo le miraba fijamente.
          —De la venganza.

          Samuel levantó la cabeza, pero el hombre de negro ya no estaba en el alféizar de la ventana. En su lugar había una bolsa de cuero con el dinero que le prometió pagarle por llevar a cabo el encargo. Dinero suficiente para poder sacar a su hermano y sí mismo de la hambruna.