Los niños del bosque

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Don Nadie
Tejón Convocado
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Los niños del bosque

Mensaje por Don Nadie »

Earil respiró hondo. Otra vez, concentración.

Estaba en una encrucijada. Había a su alrededor toda una serie de materiales: la herradura de un caballo, la melena de un buey, un pañuelo con la marca del beso de un bardo errante. Earil levantó la mano, tatuada con el símbolo de Shóndakul.

Se levantó el viento.

La plegaria se elevaba a los cielos y de allí al Cielo Infinito, donde Shóndakul tenía su reino. Era una pregunta, un augurio. Pero era una pregunta difícil de hacer, puesto que los hechos no tenían sentido. ¿Cómo pedir consejo sobre algo que no acabas de creerte que sea real?

Los hechos. Earil se concentró en los hechos. Lo que recordaba o lo que había soñado.

Todo empezó con la maldita expedición. Iba a enseñarle a Zalcor el claro sagrado cerca de la fortaleza de Adbar… Pero entre la gente que se unió, los conflictos por pura impaciencia (¿qué problema tendrían los aventureros con dejar vivir a unos pocos tejones?) y un par de emboscadas, la noche los había alcanzado en la Bifurcación. La noche y, con ella, la nieve.

Tenían que haberse quedado en Nevesmortas, bebiendo. Tenían que haber sabido que aquel día Beshaba les seguía el rastro. Pero había que concentrarse en los hechos.

Un hecho, el que había marcado la noche: el posadero de la bifurcación buscaba a alguien… Un niño. Conforme escucharon más del tema (el caravanero mencionó que trataban mal al crío y se escapaba a menudo; el posadero, algo más tarde, que el crío estaba fascinado con unas ruinas al norte) se fueron preocupando. Cuando Nöj les habló de un vampiro que él había confrontado en unas ruinas al norte, probablemente las mismas, la expedición había quedado inmediatamente cancelada.

Parte de Earil se enorgullecía del bárbaro Nöj, el explorador Zalcor y la joven Jamella, ninguno de los cuales dudó un instante en echar los planes por borda para ayudar a un chiquillo en apuros. Era una parte diminuta, porque el resto de él estaba concentrado en correr al norte, siguiendo a Nöj entre la maleza.

El bosque estaba oscuro… Pero teniendo en cuenta que era de noche y había empezado a nevar, no se trataba de nada inusual. Lo extraño comenzó conforme los aventureros se adentraron entre los árboles siguiendo las huellas del crío. Juntos lidiaron con varios osos, enormes bestias completamente enfurecidas que ni siquiera Zalcor fue capaz de calmar... Aunque recibió varios mordiscos en el intento. ¿Qué los estaba alterando? En un momento dado, Earil divisó un fuego fatuo que se desvaneció en la nada. En otro instante, se oyeron risas, fantasmales, como de varios niños jugando hacia el norte. Fue poco después que lo descubrieron. La primera señal de algo imposible.

-El niño no va sólo – dijo Zalcor.

Aquello no tenía sentido. Las huellas eran todas del mismo tamaño, definitivamente niños. Pero a nadie se le pasó por la cabeza que el explorador, todo un experto en su campo, pudiera estar equivocado. Tragando saliva, con una reticencia bastante razonable, siguieron al norte, hacia las risas…

Allí los esperaban una verdadera marabunta de arañas. La joven Jamella disparó en la oscuridad, derribando a una araña de su tela y siguiendo con otra flecha en el abdomen descubierto. Sus dardos silbaban hacia las ramas, impidiendo a las arañas acercárseles desde las alturas y asegurando así la supervivencia de su grupo. Zalcor hacia girar grácilmente sus espadas, una en cada mano, cortando pata tras pata de bestias. Cuando estas perdían el equilibrio era el turno de la poderosa espada de Nöj, que las cortaba por completo.

Pero no había sólo arañas. Había ojos en la oscuridad. Ojos de oscuridad. Sombras.

Reconociendo a los no muertos Earil había levantado su mano tatuada. La nieve había dado paso a la lluvia, el Hilavientos había sonreído. “Perfecto”. Su voz, normalmente suave y comedida, rugió como un trueno. “¡Tu Ira, Shóndakul! ¡Muestra tu Ira!”, había rezado, extendiendo los dedos como intentando agarrar algo, pidiendo a su dios y sintiendo que su dios aceptaba el pedido, que la voluntad de Earil era la voluntad de Shondakul. Y la voluntad de un dios es la voluntad del mundo.

Los dedos descendieron, tirando. Guiados por ellos, varios rayos descendieron entre las llamas iluminando la escena. Las sombras pudieron a duras penas gritar por la luz: en un instante, el relámpago las había reducido a cenizas.

Earil tragó saliva, recomponiéndose mientras sus compañeros aseguraban el perímetro y acababan con las pocas arañas que no habían sido ahuyentadas. Llamar a su dios, especialmente llamar a la Ira de su dios… Era una sensación extraña y agotadora. Lo hacía sentir a uno al mismo tiempo infinitamente poderoso y diminuto como la más mísera hormiga.

Se recompuso recordando una sóla frase. “El niño está perdido”. ¿Con tanto monstruo suelto? Tenían que encontrarlo cuanto antes. Todavía estaban examinando la escena cuando allí mismo estaba. ¡Frente a ellos! El niño había aparecido. Tenía el pelo revuelto y las mejillas ruborizadas, como si hubiera estado jugando hasta hace un instante. Parecía tranquilo. Parecía perfectamente tranquilo… Y no tenía sentido.

-¡Alaaa! ¡Loh habéih matao! – había dicho el niño, sonriendo y examinando los cadáveres de las arañas.

Los aventureros se lanzaron a por él, a comprobar que estaba sano y salvo. Dispuestos a protegerlo… Y el niño seguía tranquilo. Perfectamente tranquilo. De cuando en cuando, podían oír una risita fantasmal perdiéndose entre los árboles, pero parecía que la historia iba a tener un final feliz. Un final sensato. Un final real y posible.

Un final que se deshizo en pedazos cuando una araña gigante se dejó caer de las alturas, atravesando el peso del niño en un movimiento fluido que ninguno de los aventureros pudo detener. Al crío no le había dado tiempo ni a dejar de sonreír.

Despacharon al monstruo con rapidez y observaron el cadáver acongojados. ¡El niño había muerto justo cuando parecía que iban a salvarlo! Zalcor dirigió una mirada suplicante al Hilavientos, confiando en el poder de su dios y su magia. Earil volvió a sentirse esperanzado: cabía esperar un milagro.

-Este niño murió aventurándose, explorando un lugar desconocido aunque fuera peligroso… -murmuró. – Este niño vivió siguiendo la voluntad de Shóndakul, y Shóndakul le devolverá la vida.

Mientras los otros montaban guardia a su alrededor, Earil encontró un pergamino con letras doradas y un diamante. Puso el diamante en la boca del niño y sostuvo el pergamino, levantando al cielo la mano tatuada. Empezó a leer…

...Y lo interrumpió una risa. Muchas risas. Mucho más cerca que antes. El Hilavientos se encontró embargado de una situación casi física de miedo, y las expresiones de sus compañeros mostraban sentimientos similares. Sus dedos temblaban sin control: se le escurrió el pergamino al suelo e, intentando recogerlo, Earil tropezó en una raíz y acabó de bruces en una situación que, en circunstancias diferentes, hubiera sido de lo más cómodo. Nadie tuvo a bien reírse: Jamella empezó a murmurar que tenían que irse, incapaz de controlarse, mientras que Nöj le gritaba que él podía usar el pergamino si Earil era incapaz, pero que cuanto antes mejor.

Para cuando Earil volvió a estar en pie todos habían dejado de hablar. La razón era simple. El niño los estaba mirando. El mismo niño. De pie junto a un cadáver idéntido.

-¡Alaaa! ¡Le habeih matao! – había dicho, señalando un cuerpo idéntico al suyo.

“Gemelos. Tienen que ser gemelos”, pensaba Earil desesperadamente mientras intentaba recomponerse, calmarse, pedir a su dios que devolviera la vida al crío. Los gemelos se convirtieron en trillizos y cuatrillizos y quintillizos, apareciendo de la nada casi sin hacer ruido, todos idénticos como si fueran imágenes sacadas de un espejo. Todos antinaturalmente tranquilos. A partir del séptimo niño, Earil dejó de contarlos. Había dejado de intentar explicarse.

-Vah a vé cómo se va a poné la muhé… -había murmurado uno de los niños.

-Ehque mira que matahlo, io…

-Ya veh. No le va a guhtá a ella, pero ná.

Earil se forzó a cerrar los ojos, contuvo su respiración. Tenía que calmarse. Aquello tenía que ser explicable, tenía que ser una ilusión. “El camino es el camino y nada más que es el camino…”, repitió para sí un mantra, forzando su voluntad. Luego abrió los ojos. Había una forma de clarificar las cosas: el pergamino.

Si aquellos niños eran ilusiones, o hadas, o sombras, la magia no funcionarían. Si eran niños reales, niños con alma, debiera ser posible resucitar al chiquillo caído. Volvió a levantar el brazo, recitó las palabras. Con un brillo blanco de energía positiva se disolvieron el papel y las letras. La magia fluyó, disolviendo el diamante y, en el proceso, atrayendo el alma del niño de vuelta.

Al cabo de un rato estaba en pie, recuperado. Igual de tranquilo que antes. Y para nada sorprendido de sus (¿Diez? ¿Veinte?) copias idénticas. Las risas seguían cruzando el aire.

-¡Alaaa! ¡Me habéih matao! – había dicho el niño resucitado. – La muhé se va a enfadá que no veah…

Earil casi no era capaz de entender lo que sucedía. Aquello no tenía sentido, era como si todo estuviese transcurriendo bajo agua, o pasándole a otra persona. No era real. No podía serlo.

-Llévanos ante la mujer – pidió Zalcor. – Preséntanosla. Ella aclarará las cosas.

-¡¿Pero qué ice el loco ehte?! ¡Con el canguele que da la muhé!

-Llévanos a ella – insistió Zalcor, valientemente.

Earil asintió. Una mujer. Si había una mujer era una adulta, y si había un adulto puede que todo esto tuviera sentido. Le pareció oír la voz de Nöj apoyando la idea, a Jamella insistiendo que se marcharan. Pero quizás no lo oyó. Quizás lo estaba soñado todo, porque los niños se estaban desvaneciendo ante sus ojos, uno a uno, y sentía pesadez. Infinita pesadez.

Y al instante siguiente, estaban tirados en la hierba. A la sombra del muro de la posada. Tendidos como si hubieran estado durmiendo, pero con unas expresiones serias y unas ojeras que casi no necesitaban discusión.

-Tú también has soñado lo mismo – lo había dicho alguien. Quizás lo habían dicho todos. Era, al fin y al cabo, la verdad.

Se habían separado inquietos, sin saber muy bien que pensar. El pergamino no estaba en su estuche, ¿lo había usado o lo había tirado en sueños? Sentían magulladuras pero, ¿eran de luchar a las arañas o simplemente de revolverse? Lo que había pasado parecía real y, al mismo tiempo, no podía serlo.

La expedición al claro había quedado pospuesta. Nadie tenía ganas de seguir viajando.

Jamella se había quedado en la posada, Earil había usado su magia para volver con Zalcor y Nöj a Nevesmortas. Habían dado a parar al glifo de su habitación en la Casa Lanzagélida que, como siempre, estaba hecha una pocilga. Zalcor le había echado en cara la falta de limpieza y señalado que lo iban a echar. Nöj, valiente más allá de lo expresable con palabras, no se había dejado intimidar por la suciedad, el polvo o las arañas y había decidido descansar en su lecho. Earil se había sonrojado de vergüenza bajo el rapapolvo, se había ruborizado mientras Nöj se cambiaba ajeno al efecto que causaba, había salido riéndose de lo absurdo de la situación. Ahora, a la luz del día, allí… todo parecía normal, el recuerdo retirándose como si fuera un sueño. Porque, al fin y al cabo, tenía que ser un sueño.

Pero no podía olvidarlo. Había acabado así en una encrucijada, preguntando a su dios, rezando para que le alcanzase una revelación divina, una pista, una certeza. ¿Sueño? ¿Realidad? Estos son los hechos, Shóndakul. Dime de qué se trata.

El viento corría, llevando y trayendo el mensaje de su dios. Un mensaje perfectamente claro: silencio. ¿Sueño o realidad? Shóndakul no sabía o no quería responder.
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Osiris
Lobo Terrible
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Re: Los niños del bosque

Mensaje por Osiris »

Muchísimas gracias por haberle dado esta forma a la historia, un gran relato. :wink:
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