Zahara, la Mariposa de Calisham

Los trovadores de la región narran la historia de sus héroes. (Historias escritas por los jugadores)

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Don Nadie
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Zahara, la Mariposa de Calisham

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Zahara Al'Farasha

Imagen
Nombre: Zahara
Nombre de pila: Bashar
Títulos y apodos: Al'Farasha (la Mariposa)
Deidad: Los Príncipes elementales, especialmente Al'Ma'an (Istishia)

Descripción física

Descripción psicológica
Zahara es una mujer madura y serena.

En sus mejores aspectos, tiende a ser calmada, ofrecer consejos sabios y evitar juicios de valor inmediatos o excesivos. Pocos encontrarán una criatura más dispuesta a escuchar las razones por las que actúan y menos dada a castigar a los demás. Su tranquilidad la lleva a ofrecer buenos consejos, y su disposición flexible la convierte en una dispuesta compañera de aventuras, lista para desprenderse de cualquier tesoro si alguien lo necesita más y adaptable a cualquier plan, requiera este valentía o traición. Esta serenidad no es natural a ella, sino cultivada a través de meditación y una disciplina personal indudable. Al fin y al cabo, si no es capaz de fluir con los eventos, no es capaz de fluir de una a otra forma.

Por desgracia, su tranquilidad también puede convertirse en indiferencia o desinterés. Si se encuentra con una crueldad en el camino, probablemente intente detenerla, pero no es el tipo de persona que activamente intenta mejorar el mundo. En la Corriente de las Eras, todo permanece constante, incluyendo el sufrimiento, y es tan inútil como iluso intentar cambiar los cimientos del mundo. La violencia o la maldad le resultan desagradables, pero no inaceptables.

Por supuesto, su personalidad también se ve en ciertos modos afectada por sus cambios de forma. Es indudable que ciertas formas físicas permiten ciertas actividades y que estas, a su vez, facilitan ciertos sentimientos. Su desagrado de la violencia y cautela se reducen cuando se transforma en una criatura bestial y poderosa, con músculos capaces de imponerse sobre todas las criaturas. Bajo la forma de una harpía, su habitual humildad y calmada conversación se convierten en un torrente de opiniones y cancioncillas, que le permiten seguir escuchando su propia voz.

Conforme más desarrolla sus formas, más consciente se vuelve de que "ella" no es sino una distribución temporal de los Elementos, cuya bondad o maldad son consecuencia no tanto de sus elecciones como de las limitaciones impuestas por su naturaleza y su vida. En este sentido, incrementar sus capacidades la vuelve más y más relativista, más serenamente capaz de aceptar lo bueno y lo malo con absoluta indiferencia.

Trasfondo

I. La Casa de las Fieras
De la Casa de Fieras recuerdo sólo las alas de las mariposas.

En su momento, por supuesto, me pasaron desapercibidas. El sultán Farum bin Abesh al’Sahir, que los dioses lo colmen de bendiciones, tenía bestias de todo tipo. Los leones dorados de la sabana yacían tranquilos junto a leopardos de las junglas de Chult y extrañas cabras de las montañas del Norte. Los pájaros, de todo color y condición, cantaban en un millar de lenguas distintas. Era como una réplica brillante del paraíso.

Quizás mis recuerdos están teñidos por la sorpresa y, en realidad, la Casa de Fieras fuese mucho más humilde. Había nacido en la calle y tras la pronta muerte de mi madre, una pobre mendiga, había aprendido a malvivir. Pedía limosna a la salida de los templos y no estaba por encima de robar a compradores en el Gran Bazar o colarme en la mansión de algún noble. Después de vivir en estas condiciones, se comprenderá que la Casa de Fieras pareciese, en comparación, la más increíble de las maravillas, un espejismo conjurado por los djinn.

“Niño, ¿cómo te llamas?”

Así había empezado todo. El primer paso en los muchos que seguirían. Bashar era entonces mi nombre, sin un triste “bin” que indicase mi Clan o mi familia. Lo había preguntado el visir y consejero del sultán Farun bin Abesh al’Sahir, que los dioses iluminen su camino. Respondí aterrorizada, pues pensé que el visir y su guardia habían venido arrestarme. No era el caso. Había tenido la fortuna de ser escogida, entre todos los huérfanos de la ciudad, para recibir la caridad de la Casa del Gobierno: un trabajo estable, un petate bajo techo, comidas diarias hasta que alcanzase la mayoría de edad. Había sido escogida simplemente por estar en el lugar correcto, pidiendo limosna a la puerta del templo.

Me sentí afortunada. Inmensamente afortunada.

Mi trabajo era duro, pero agradable y sereno. Me levantaba temprano para limpiar el estiércol que dejaran los animales, y pasaba el resto del día asegurándome de que la Casa de Fieras no tenía la más mínima suciedad u olor que pudieran estropearle la vista al sultán o su familia, si es que decidían pasarse por allí. A decir verdad, sólo la hija mayor del sultán, Khadija, venía todos los días. Mientras que el resto sólo usaban la Casa de Fieras para impresionar visitas u organizar banquetes entre leones y aves del paraíso, ella tenía un verdadero interés en sus habitantes. Incluida yo misma.

Fue ella la que me descubrió los secretos del lugar. Me mostró los huevos de los que nacían las arañas y los nidos como verdaderas casas que algunos pájaros construían en secreto. Fue ella la que me mostró las larvas, el capullo y, finalmente, la reluciente mariposa.

A mis ojos, era un milagro.

Fue ella quien me descubrió en sus habitaciones. No había podido resistirme. Con la edad, había crecido en mi una inquietud diferente, incuestionable. No me bastaban las ropas que la Casa del Gobierno tenía a bien entregarme, no me bastaba el nombre que me había dado mi madre ni la posición en la que había crecido, como muchacho. Me había colado en sus dormitorios, forzado la cerradura y probado los velos y vestidos de mi Señora. Frente al espejo, exultante, hipnotizada por lo diferente y a un tiempo verdadero de esta nueva figura, me descubrió la señora Khadija.
Tuvo a bien reírse. Imagino que por el miedo que mi expresión reflejaba.

“¿Cómo te llamas?”, me preguntó serenamente, mientras yo luchaba por deshacerme del vestido. Me detuve.

“Bashar”, dije con reticencia.

Ella sacudió la cabeza, negando. Sus ojos eran dulces, profundos, tan serenos como las aguas de un oasis.

“Tu verdadero nombre”, me insistió.

Y ante ella, por primera vez en mi vida, me presenté como Zahara.


II. La Huída


Durante el año siguiente, nuestra amistad no hizo sino crecer con aquel secreto compartido. Yo no deseaba revelárselo al resto del mundo, aún no. Hubiera significado hacer grandes cambios, aceptar algunas reticencias y, más importante, perder mi puesto en la Casa de Gobierno, pues el trabajo que yo hacía era inaceptable para una mujer. No deseaba separarme de la señora Khadija, ni de aquellas mariposas que sólo podían batir sus alas en los jardines del palacio.

Durante el año siguiente, pasé noches desvelada en las habitaciones de la señora Khadija. No me molesta decir que fuimos verdaderas amigas, y que aún a día de hoy no creo que jamás llegue a sentirme tan hermanada como otra persona. Me prestaba sus velos y sus maquillajes y me dejaba que la vistiese. A cambio, yo aguantaba sus largas chácharas sobre los insectos, que poco a poco se iban convirtiendo de un pasatiempo en un interés verdaderamente científico. Fue ella la que me puso mi mote. Al’Farasha, la mariposa.

Durante el año siguiente también corrieron los rumores. Otros criados me habían visto colarme en las habitaciones de la señora a altas horas de la noche e, inevitablemente, presupusieron que se trataba de un encuentro prohibido entre una noble y un huérfano sin nombre alguno. Los rumores, eventualmente, llegaron a oídos del sultán.

Para cuando él lo escuchó, por desgracia, ya lo habían escuchado otras casas nobles. El sultán Farum bin Abesh al’Sahir, los dioses guarden su lecho, era sabio. De haber sido un rumor constreñido a la Casa del Gobierno, la verdad hubiese bastado. Pero debía proteger su reputación y, para ello, debía castigarme frente al resto de casas nobles. Me condenarían a morir, y la señora Khadija debería hacer penitencia por sus crímenes imaginarios para satisfacer los dictados de la decencia. Ni que decir tiene que la señora Khadija estaba furiosa.

Si la decencia sólo podía satisfacerse con mi muerte, ella iba a ser la más indecente de las mujeres.

Fue ella la que envenenó a los guardias. Fue ella la que me ayudó a escapar.

Escapé de la ciudad, hui. En mi huida, desesperada, con los soldados del sultán a mis talones, me adentré en el desierto sin saber dónde daría a parar. Escapé así de los guardias, pero no del peligro. No traía conmigo agua o comida para una semana, mucho menos ropas que me protegiesen de los extremos de frío y calor de aquel lugar. Durante el día, mi piel ardía hasta que le florecían pústulas blanquecinas. Durante la noche, temblaba de frío, acurrucada.

Mi caballo murió al tercer día. Al cuarto, me derrumbé lista para caer muerta.

III. El Oásis


Fue entonces cuando me rescató la segunda mujer a la que debo una gratitud eterna. La que sería mi maestra: Miriam. Cuando la vi por vez primera, entre las alucinaciones de la fiebre y la desnutrición, me reí porque parecía demasiado vieja para ser una shafiya, los hermosos ángeles de Ilmalter que recogen las almas de quienes mueren en el desierto. Poco a poco, fui despertando y comprendí que era una mutasharid, una sabia vagabunda que viajaba por el desierto.

Miriam nunca me insistió. Nunca intentó predicarme o transformarme. Respondía mis preguntas con una sinceridad que hacía sus respuestas doblemente instructivas, y parecía no tener problema en dejar que la siguiera. No sé en que momento fui consciente de que me había convertido en su pupila.

Durante los años siguientes aprendí bajo su sombra. Miriam me hizo entender los caminos del desierto y la voz de los oasis, la razón por la que el cactus florece sólo dos veces en su vida. Fue ella la que me hizo entender que los dioses de las ciudades no son sino dioses de los hombres, que el mundo no tiene necesidad ni de ellos ni de nosotros.

“El mundo tiene cuatro esquinas y cuatro Príncipes que las guardan”, explicaba. “Al’Hariq, de la Llama que Luce, Al’Ard, de la Montaña Serena, Al’Hawa, de las Dulces Brisas, y Al’Ma’an, de las Aguas que Fluyen”.

Ella me enseñó a pedir sus bendiciones. No cómo los clérigos llamaban a sus dioses, con adoración y admiración, henchidos de fe, sino con respeto. Para llamarlos, una debía conocer con certeza cuáles eran sus dominios y por qué sus antiguas leyes dictaban que ciertas solicitudes debían recibir ciertas respuestas.

“De Al’Hariq obtendrás fuerza, luz y furia. De Al’Ard obtendrás resistencia y estabilidad. De Al’Hawa, ligereza y rapidez. De Al’Ma’an, cambio y constancia”.

No sé cuantos años pasé a su cargo. En el desierto es difícil distinguir las estaciones, y los días con ella tenían además una suerte de constancia y pureza que los hacía todos iguales y, al mismo tiempo, todos igualmente interesantes. Sólo sé que, al cabo de unos años, Miriam murió.

La enterré con dignidad y sin lágrimas. Seguí sus instrucciones, dando su cuerpo primero a las aves carroñeras del aire, quemando los restos en el fuego, enterrando los huesos calcinados bajo la arena y mezclando sus cenizas con las aguas de un oasis. No recé, pues era innecesario. Los Príncipes aceptarían su alma. Era una certeza tan absoluta como la gravedad o el paso del tiempo.

Debía decidir qué hacer a continuación. Parte de mi hubiera querido imitar a Miriam y convertirme en una mutasharid, vagar por el desierto el resto de mis días. No podía negar, sin embargo, que la adoración de los Príncipes no acababa de llenarme. No sentía la serena indiferencia necesaria para los rituales, y aunque debiera honrarlos a todos por igual, era obvio para mi que sólo las meditaciones de Al’Ma’an me resultaban placenteras y profundas.

¿Cómo no iba a ser así? Al’Ma’an enseñaba la constancia que residía en el centro de cada transformación, la transparente verdad que fluye de la oruga a la mariposa, del pequeño Bashar a la Zahara adulta y cubierta de arena. Y había entendido, en algunas fábulas de Miriam, que existían aquellos capaces de tornar la meditación teórica en práctica literal, gentes que fluían por formas físicas como el agua fluye de un recipiente a otro sin dejar de ser la misma. Sentía esa posibilidad dentro de mí. Sentía que era posible. Sólo tenía que encontrar la forma de abrirme a mí misma.

Me bañé una última vez en el oasis, recogí mis escasas pertenencias, me puse uno de los velos que la señora Khadija me regalara. Me puse en marcha. Mis viajeros fueron largos y difíciles. Pronto descubrí que las órdenes del sultán Farum bin Abesh al’Sahir, que los dioses le den largos años, no habían expirado con el tiempo. Aún se me buscaba por las tierras de Calisham.

Ansiosa por descubrirme en nuevas regiones y preocupada porque no me cazasen, tomé una caravana rumbo a las tierras del norte, donde el agua fluye, cae, nieva y se funde. Donde, quizás, encontraría la manera de seguir cambiando para ser, verdaderamente, yo misma.
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