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Savia, el ultimo Sincautela.

Publicado: Lun Abr 08, 2019 11:36 pm
por Sincautela
Nombre: Savia Sincautela
Raza: Mediano
Edad: 17
Alineamiento: Caótico Bueno
Deidades: Yondala, Zhard Harr y La Gran Loba. (Solo es "practicante" de las dos ultimas).
Atributos base:

Fuerza: 12
Destreza: 16
Constitución: 12
Inteligencia: 12
Sabiduría: 16
Carisma: 8

Aptitudes y características:

-Savia conoce la lengua enana, la de los medianos, la común y la del bosque.

-Muchas bestias se ven afectadas por la presencia de Savia. El carácter de los animales se torna afable y algunos ejemplares demuestran cierta devoción por el mediano. Esto ocurre de forma natural y es ajeno a la voluntad de Savia. De igual manera, es frecuente que se cree un vinculo entre el mediano y la bestia o bestias que acostumbran a perseguirle allá donde va.

-Sus conocimientos son escasos, pero goza de habilidad natural para la manipulación de mecanismos complejos, como prueba el buen estado de su ballesta.

-La única guía moral que conoce Savia es la de el sentido común en su estado mas primigenio, esto es, la ley de la presa y el cazador, la noche y el día, la vida y la muerte... Y por qué no, el bien y el mal.

-Siempre sonríe, siempre. Bueno, excepto cuando no. No querríais estar cerca si el mediano no está sonriendo.

-Es omnívoro, usualmente se alimenta de carroñas varias, tejón medio seco y queso. También se le puede ver mordisqueando cortezas de los arboles.

-Prepara unos repugnantes cataplasmas consistentes en un lodo verdoso y apestoso. Resultan ser un remedio muy eficaz para tratar todo tipo de heridas.

-Es curioso... muy curioso.

Objetivos:

-Savia Sincautela busca a Raíz, y en ocasiones sueña con un trasgo blanco al que le falta un dedo, sueña que lo caza y que lo despelleja, eso le hace muy feliz. Savia sabe que el bosque es generoso y que los caminos llevan y traen, así que su búsqueda consiste en no buscar demasiado, simplemente camina, ríe, canta, caza, y sigue caminando. Ocasionalmente encuentra y sigue algún rastro de sus deseos, pero el interés no acostumbra a durarle demasiado. Savia sabe que el bosque es generoso, da sin pedir y otorga respuestas a las preguntas que no se hacen.

Savia también se ha propuesto vigilar los pasos de las gentes que van y vienen de las ciudades, pues su andar es alocado, como su actuar, y con demasiada frecuencia mueren seres que no tenían que morir bajo las pesadas botas de la gente grande. Especialmente de el hombre de hierro, Valanar.

Savia siempre desea a la mañana nuevos caminos que le traigan nuevas lecciones, y que de ellas obtenga buen saber.


// Saludos! La historia está inacabada, con lo que esta es una versión provisional. Si veis alguna incoherencia o algún gazapo de los que duelen a la vista decidme-lo plis ^^


El Origen


La historia que nos ocupa empieza como lo hacen todas las vidas de los seres de carne: sangre, dolor, y la ternura de una madre. El bosque nocturno se lleno de los ecos del agudo llanto de un nuevo Sincautela, y con él se estremecieron todos los dioses medianos, pues era bien sabido que los Sincautela suponían un autentico quebradero de cabeza para la querida cotidianidad de la gente pequeña.
Bobo Sincautela, prospero comerciante, saqueador y portador de mal augurio (esto último según sus parientes lejanos... y también cercanos), fue el padre de la criatura, y Misa Colmillo, una bárbara fantasagaz, fue la madre.
El nuevo ser que berreaba furioso, eclipsando los sonidos de la noche, también recibió un nombre, pero este se perdió en los entresijos, oscuridades y extravagancias de la historia que estaría por acontecer...


La Plegaria de Bobo Sincautela


Aquella noche Yondala sonrió creyéndose vencedora, pues le llegó la plegaria de una estirpe antigua, una estirpe que nunca antes había pronunciado su nombre sin acompañarlo de una mofa. Los Sincautela, al fin, solicitaban su atención. Así rezó Bobo:

“Yondala colega, ya sé que nunca hemos intimado mucho, y sé que quizás algunas veces me he pasado riendo a tu costa... pero aquello era fruto de mi ignorancia, sabes no? Cosas de necios y borrachos, solo bromeaba... jeje... En fin... lo cierto es que lo que te pido no es para mí, así que supongo que todo eso no importa... verdad? Espero que sea así... Yondala, te entrego mi vida y mi devoción, ya ya, no es gran cosa, no? Pero menos da una piedra!, Eh? Tu solo protege a mi hijo. Salva-lo. no dejes que siga mis pasos... ni los de su madre, claro, jeje... Por favor. Protegelo y guiálo dale una vida larga y feliz... y tranquila, si, tranquila... pero no demasiado. Y sobre todo larga! Y muy feliz! Tu haz eso por mi vale, ósea, por él por él... Hazlo por él.”

Aquella noche Yondala sonrió, habló con sus divinos hijos, movió sus hilos y las ruedas de un destino empezaron a girar.


Sincautela


La “mala” reputación de la familia Sincautela era, desde luego, una de las mas merecidas, y su apellido uno de los más acordes a su naturaleza. Todos los medianos son seres valientes y decididos cuando hay que serlo, y también curiosos, pero también son cautos, y gustan de la buena vida propia del sudor del trabajo, el de la cerveza y el del colchón, se conforman con la gloria de la historias de taberna y las hazañas del día a día (cada día es una aventura en los reinos, hasta para el ser más humilde).

Los Sincautela, en cambio, estaban locos, del primero hasta el último. Era una familia antigua, y se puede decir que conocida, tratándose de medianos, pero no era ni nunca fue numerosa. Pocos Sincautela “perdían el tiempo” en formar familia y dejar descendencia, y aun menos llegaban a viejos. Era un milagro que el apellido no se hubiese perdido durante una emboscada en un bosque oscuro, o en lo profundo de alguna grieta de trasgos.

Bobo fue el ultimo Sincautela (algo muy común). Fiel a su herencia, desarrolló ya de joven una marcada tendencia a seguir los caminos señalados con una calavera, o con huesos viejos, o la palabra “muerte” escrita en cien lenguas, y lo cierto es que los anduvo no sin fortuna. Alardeaba de haber sobrevivido a mil muertes seguras, a lo que la gente grande le respondía: “Eres bobo de verdad, la mil y una no la contaras” pero la contó, y también la mil dos y la tres, y la cuatro...

Tras años de vagar sin un rumbo claro Bobo encontró a Misa, y las fuerzas que unieron a ambos seres desde entonces fueron tan tortuosas como la forma en que se conocieron. “El bosque de los lobos” se decía... Los lobos resultaron ser un clan de fantasagazes que se cubrían con pieles de lobo sangrantes durante sus incursiones. Misa encabezaba el grupo que le rodeo en aquellos senderos, en cuanto vio los ojos fieros de la mediana bajo las fauces del lobo, Bobo enfermó de amor.

Dos semanas pasó Bobo junto a los salvajes medianos, como uno más, cubierto con pieles de lobo sangrantes. Pero el “bosque de los lobos” acabó por quedarse-le pequeño, y tras un poco de palabrería Misa también estaba ansiosa por ver mundo. Durante dos años vagaron y fueron conocidos como “Los pequeños amantes” en unas regiones, o como “La pareja de lobos rojos” en otras, dependiendo de los arrebatos de nostalgia de Misa.

Cuando Misa entró en cinta, los instintos hicieron mella en Bobo. Él jamás creyó que podría preocuparse tanto por el bienestar de alguien como para permanecer más de una estación en el mismo lugar, pero lo hizo, y al hacerlo se sintió pleno. Era una sensación extraña la de no anhelar el horizonte, pero la cada vez más prominente panza de Misa le proporcionaba todas las emociones que necesitaba, y los cambios de humor de la salvaje suponían suficiente riesgo, de hecho, sumó dieciséis posibles muertes seguras más a su cuenta en lo que duró el embarazo... Bobo era un tipo afortunado.

En una ocasión un marinero le dijo a Bobo: “No importa lo osado que sea uno... importa la suerte que se tenga, y lo que te dure”. Saben los dioses que aquel borracho de puerto tenía razón.

Bobo fue padre, y fue un padre feliz. La familia Sincautela se acomodo en una caverna no lejos de los “lujos” de un pueblo costero, que no tardo en convertirse en un agujero cálido y acogedor. El comercio, los negocios y la familia pasaron a ocupar todo su tiempo. Bobo resultó ser un digno regateador y también era hábil con las cuentas y los números, por lo que pronto prosperó. Las antiguallas y artilugios mágicos que había acumulado durante sus viajes le ayudaron a empezar, y los conocimientos sobre antiguas y “malditas” ruinas que había reunido en sus andares le dieron jugosos beneficios. Cada luna decenas de aventureros volvían (o no) con los tesoros que Bobo les encargaba “recuperar”.

Así transcurrieron unos pocos años de apacible felicidad en los que no faltó la nostalgia de dormir al raso, arropado por estrellas extrañas en una tierra extraña, pero se trataba de una nostalgia dulce, y Bobo aprendió a saborearla.

“Importa la suerte que se tenga, y lo que te dure...”

El destino es caprichoso, y los dioses tienen un gran sentido del humor. Justo cuando se daba por sentado que Bobo sería el primer Sincautela que conocería a sus nietos, la desgracia llamó a su puerta, enfundada en cuero viejo, oxidada...


El Retoño


Los llantos de la criatura resonaron por valles y montañas durante tres días con sus noches. El recién nacido lloraba incluso en sueños, lo cual suponía un motivo de felicidad para su madre, que insistía en que el bebe durmiese su primera luna completa al raso, sin otra fuente de calor que la piel mohosa de un viejo lobo gris.

-Mis cachorros deben ser fuertes, los fuertes son los que lloran, los que no lloran, mueren.- Repetía la salvaje Mediana cuando el padre suplicaba que dejara entrar en la gruta al retoño. Ante la negación de Misa, el ex-aventurero mediano optó por dormir él también al raso, lo cual provoco una sarta de interminables maldiciones y gruñidos por parte de la madre.

En la tercera noche el bebe cambió los furiosos berridos por unos aun mas furiosos ronquidos. Esta vez el que sonrió orgulloso fue el padre.

-Los ronquidos son una antigua artimaña de mi familia, mi amor, nos sirve para ahuyentar a los osos cuando ocupamos sus cuevas de invierno. Gracias a eso los Sincautela siempre dormimos placidos y seguros.- Explicaba el ex-aventurero a la ex-salvaje, a lo que está respondía con hoscos gruñidos.

Así transcurrió la primera luna de la criatura, la siguiente y muchas otras más, pues por lo visto tanto el padre como el retoño le habían cogido el gusto a dormir entre la tupida hierba que rodeaba la casa-cueva, arropados por un manto de estrellas. Pronto el invierno se tornaría demasiado frió, pero hasta entonces la melodía de aquellos bosques seguiría al compás de los monstruosos berridos del retoño durante el día, y de la escalofriante combinación de los ronquidos combinados de padre e hijo durante la noche.

La madre por su parte pasaba las noches en lo profundo de la espesura, cuando despertaba a su señor esposo y a su hijo a patadas con la primera luz del día siempre tenía las manos y la cara manchadas de sangre y alguna pobre bestia desollada al hombro. El retoño parecía muy feliz jugando con las pieles ensangrentadas, las que más le gustaban eran las de tejón, a las que acechaba y mordía jugando a cazar, como lo haría un cachorro de lobo.

El padre pasaba los días en su oficina del puerto, que se encontraba en el pueblo del valle, a tres horas campo través de la casa-cueva. Cuando volvía, al atardecer, siempre contaba nuevos chichones, magulladuras, y callos en su retoño, que siempre lo recibía con una sonrisa de oreja a oreja y se arrastraba veloz sobre sus cuatro extremidades a agarrar y mordisquear el pantalón del padre.

El invierno fue clemente y breve y el retoño apenas paso una semana bajó techo, en la que solo durmió cuando le vencía el agotamiento de tanto llorar. Antes de que la primavera llegase el bebe se alzó sobre sus piernas, y dio su primer pasó.

-Ya es hombre!- Proclamó sonriente su madre. -En verano le enseñare a cazar tejones!-.


El joven Sincautela


A los cuatro años visitó por primera vez el pueblo. Su padre decidió llevarlo con él, preocupado por el hecho de que el niño sabía cazar y desollar toda clase de alimañas, pero no había pronunciado ni una sola palabra aún. De su garganta solo salían gruñidos, con los que se comunicaba con su madre, y al parecer con alguna que otra bestia, incluso el padre había aprendido a entender los gruñidos y gestos del chiquillo, pero con eso no bastaba. Tras tres duelos a muerte con su amada, ella dio su permiso y los dos Sincautela emprendieron la senda que descendía hasta el valle, donde aguardaba la civilización.

El niño Sincautela tardo mas en acostumbrarse a vestir lana limpia que en aprender a hablar. Su primera palabra fue “Pulgoso.” Al parecer era así como le llamaban los empleados de su padre. La segunda palabra que aprendió fue “Rata”, ya que así le llamaban los mozos del puerto desde que lo encontraron escondido en la bodega de una pequeña coca mercantil que descargaba pescado frutas y hortalizas y cargaba pescado en salazón. También aprendió a decir “capitán”, “buitre”, “espantapájaros” y “moco”. Cada una de esas palabras correspondía a un mote, y cada mote a una aventura.

En menos de una estación el niño ya formaba frases complejas, aunque pocas veces tenían sentido, y empezó a desarrollar curiosidad por la palabra escrita, cosa que disgusto profundamente a su madre, “Mi hijo es lobo, no mago” insistía, y amenazaba al pequeño con no llevarle a cazar jabalíes cuando cumpliera los cinco años si aprendía a “dibujar fantasmas”. Aún así su padre contrató a un viejo maestre humano, no sin antes hacer jurar a su hijo que guardaría el secreto.

Otra estación pasó y bastó para que el arte de “dibujar fantasmas” empezara a arraigar en los músculos de las manos el niño, ya que según le apetecía escribía con una mano o con otra, para desesperó de su maestre. Aunque lo cierto es que sus letras eran igual de inteligibles con la izquierda que con la derecha.

Otra estación más transcurrió, y el invierno cubrió de blanco el mundo. Durante los últimos cinco años el invierno había sido un paréntesis breve de viento fresco y alguna tormenta de nieve esporádica, casi un alivio al calor húmedo que reinaba el resto del año. Pero aquel año no fue así.

El viento llegó súbitamente, y no era fresco, si no helado. La primera noche del invierno congeló lagos, estanques, ríos e incluso alguna cascada menor. La segunda noche el viento helado siguió soplando, pero acompañado de nieve. Al amanecer del tercer día de invierno la familia Sincautela estaba aislada en su casa-cueva.

Al joven Sincautela le fascinó la nieve.


El Huerfano Sincautela


El día en que cumplió los cinco años partió tras los pasos de su madre con una lanza corta y gruesa con la punta de madera endurecida al fuego, especialmente diseñada para atravesar la imponente caja torácica de un jabalí adulto. Dos noches después la madre y el hijo se arropaban bajo la misma piel de jabalí, tal era el tamaño de la bestia. El niño conservaba el asta rota de su lanza y lucia, para orgullo de su madre, una esplendida herida en el antebrazo que bajó los cataplasmas de arcilla no tardaría en convertirse en una “marca de sangre” digna de los más fieros guerreros-lobo de la tribu de la fantasagaz.
La vuelta a la casa-cueva fue dura y lenta, pues aunque ya hacía dos semanas que era primavera las tormentas de nieve seguían siendo frecuentes. Tardaron tres días más en desandar lo andado.

A quince leguas de la casa-cueva la madre detuvo a su hijo con un gruñido, olisqueo el aire un momento y endureció la ya dura expresión de su rostro. Otro gruñido indicó al joven Sincautela que debía esconderse y esperar. El también gruño, inquisitivo, pero no sirvió de nada, su madre se perdió en la espesura.

El silencio se apodero del mundo y el tiempo desapareció. Tras un instante eterno el niño reaccionó y, presa del instinto, se atrevió a respirar. El aire frío llenó sus pulmones, y el también captó el olor: carne quemada, entrañas y sangre... Y también otra cosa, un hedor desconocido que lo impregnaba todo, parecía ropa sudada... pero ningún ser que el joven conociera apestaba de esa manera.
Sin saber como el joven mediano corría de sombra en sombra, empuñando la lanza rota con la que había ensartado al jabalí en una mano y el cuchillo de desollar en la otra.

El hedor era cada vez más intenso cuando un grito desgarrador rasgo el cielo nocturno.

Su madre. Lo supo al instante, su madre sufría, el grito estaba lleno de dolor, de ira, de desesperación... Olvidó la cautela y corrió, corrió y corrió hasta que los vio: Apestaban, tenían las piernas arqueadas, los brazos largos y huesudos... Y apestaban. Eran trasgos. Lo supo, su padre le había contado historias, los trasgos eran malos.
Los tres trasgos también lo vieron a él, un cachorro de medio-hombre que emergió del bosque de repente. En un primer momento se asustaron, pero tras analizar la situación sonreían, incluso uno de ellos gruñó algo; gracioso al parecer, ya que los otros dos graznaron algo similar a una carcajada.

El infante mediano no pensó, actuó. Arrojó el cuchillo de desollar contra el trasgo más cercano. Acertó, pero se trataba de una herramienta, no de un arma equilibrada, y fue a estrellarse con el mango de piedra en la cara de la criatura, que aulló de dolor cuando su nariz se quebró. Uno de los otros dos trasgos se echó a reír, el otro se abalanzo furioso contra el niño con una cimitarra mellada y oxidada en la mano. El joven Sincautela rodó y esquivo el envite. Antes de que el trasgo recuperara el equilibrio el mediano había atravesado el claro y desaparecido en la espesura, tal como había aparecido.

El trasgo de la nariz rota maldecía, el que reía seguía riendo y el trasgo iracundo aún buscaba al mediano frente a sí con la cimitarra en alto.

Ya casi había llegado, su hogar estaba allí delante, tras ese árbol, tras esa roca, arriba en el acantilado... Esta vez no caería de bruces en la boca del león otra vez, a pocos metros de la escalera excavada en la piedra que conducía hasta la casa-cueva se detuvo y se aseguro de que no había enemigos cerca antes de abandonar la espesura. Durante el tortuoso ascenso encontró cuatro trasgos muertos, y otro moribundo, con una de las hachas arrojadizas de su madre hundida en el cuello.

A medio ascenso le llegaron los sonidos: gruñidos, los gruñidos de su madre, y también alaridos de dolor esporádicos, éstos procedentes de las gargantas de los trasgos que se cruzaban en su camino, sin duda. El mediano apretó el paso y no tardó en vislumbrar la luz de su hogar.

Dos trasgos mas yacían en la entrada de la casa-cueva, uno no tenia cabeza, y el otro luchaba inútilmente por mantener sus tripas en su sitio. Los sonidos del combate y el olor a carne chamuscada se intensificaban en el interior de la acogedora caverna y el joven Sincautela corrió hacia ellos.

La escena que se vivía en el “salón” de los Sincautela era dantesca. En el centro de la rocosa estancia ardía un gran fuego. Los restos de Bobo Sincautela se asaban colgados sobre las llamas, como si de un cerdo se tratase. Al fondo de la estancia el combate continuaba. Tres trasgos rodeaban a Misa, la salvaje fantasagaz, la madre de la criatura, que empuñaba la última de sus hachas arrojadizas y el pequeño puñal que siempre escondía en las botas.

El niño, sin saber cómo ni por qué, estaba escondido en las sombras tras una gran roca cerca de la entrada. No se podía mover, ni pensar, ni siquiera temblaba a pesar de estar inundado de miedo. Vio lo que cocinaban las llamas, y también vio a su madre; acorralada entre la pared y las criaturas, cubierta de sangre, fatigada, débil. Las pieles de lobo que la cubrían estaban hechas jirones y bajo los rotos, su propia piel también estaba destrozada. Tenía el pie izquierdo colgando, sujetado tan solo por unos pocos tendones y escupiendo ríos de sangre; la espalda y los brazos cubiertos de franjas de carne sangrante y la cara atravesada desde la ceja hasta el mentón, con lo que había perdido un ojo, parte de la nariz y la mitad derecha de sus labios.

El combate continuaba a pesar de las circunstancias. Misa era pura rabia, todos los dioses de la batalla y la sangre la observaron esa noche, fascinados.

El niño lo vio todo: una criatura se abalanzó sobre su madre con un hacha de piedra en la mano, ella contraatacó arrojando-le el puñal al rostro y esté se le clavo en la frente, hasta el mango. Las otras dos criaturas aullaron y le lanzaron juntas al ataque. El de la espada corta fue el más rápido, y el primero en morir cuando su madre le corto la mano del arma por la muñeca de un golpe de hacha y le retorció el cuello. La ultima criatura portaba una lanza, poco más que una rama con punta, pero la estaca atravesó piel de lobo, piel de mediana, músculos y huesos. El gruñido de su madre fue de ira, no de dolor, y el hacha arrojadiza voló y fue a acomodarse en el cráneo del trasgo.

Misa Colmillo, esposa y madre, guerrera hasta el fin, se dejó caer sobre una rodilla. La sangre de sus heridas se mezclaba con la de sus enemigos muertos con lo que un gran lago rojo se formaba bajó sus pies. La vista se le tornaba borrosa, la piel le ardía, y un frío intenso empezaba a invadir su cuerpo. Misa rezó para que su tributo de sangre fuera del agrado de La Gran Loba y está le permitiera cazar en sus bosques eternamente, también rezó por su cachorro.

El joven Sincautela abandonó su escondrijo y corrió hacia su madre, pero un rugido bestial lo detuvo en seco. Misa alzo la vista y vio a su hijo. La Gran Loba tendría que esperar un poco más.

Entonces entró en escena el líder de los trasgos. La criatura apareció en la estancia entre rugidos y maldiciones, era enorme, mas grande incluso que la gente grande. Su piel blancuzca contrastaba con sus ojos rojos, y con el rojo que bañaba sus brazos hasta el codo.
El gran trasgo habló:

-Zangrante quiere dormir eztupidos!- la saliva se le escapaba entre los prominentes colmillos. Se frotó la cara con una manaza roja, con lo que su rostro también se tornó rojo. Fue entonces cuando pareció ver lo que ocurría. - Eztupidos! Eztupidos!- rugio-Oz han matado unaz ovejaz! Ahora yo matare a laz ovejaz, zi... Como zi fueran corderitoz.
El Gran trasgo empuño un enorme garrote plagado de oxidadas púas de hierro y cargó contra el pequeño mediano, ya que era el más cercano. El instinto hizo que el niño alzara la lanza rota, pero no llegó a utilizarla.

Escuchó el gruñido de su madre ordenando-le que corriera, que huyera lejos, pero las piernas del niño no obedecieron.

Misa Colmillo se movió como un relámpago. Los tendones que sujetaban su pie herido cedieron y Misa corrió apoyando el muñón. Con las manos desnudas saltó sobre el trasgo blanco y ambos rodaron, utilizó sus dientes y sus manos y consiguió arrancar parte de la cara del trasgo a mordiscos, pero finalmente esté se alzó y Misa quedó tendida en el suelo.

El niño lo vio todo... El garrote se alzó y descendió, se alzó y descendió, una vez y otra y otra... La bestia golpeó los restos de su madre hasta que la carne, los huesos y la misma roca del suelo se convirtieron en una papilla sanguinolenta. Entonces los ojos rojos de la criatura se tornaron hacia el reciente huérfano, el ultimo Sincautela.


La Plegaria de Misa Colmillo


La Gran Loba dormitaba sobre su bosque con el hocico ensangrentado y el estomago lleno. Cuando su manada empezó a aullar se le erizó el lomo plateado, y mostró sus colmillos a la luna en un gruñido silencioso. Misa Colmillo le rezaba:

“Madre! Mírame madre! He vivido! He matado! He muerto! Madre! Aullaremos juntas en la eterna noche, y juntas cuidaremos del cachorro! Mira como muero, madre! Nací en tu piel, crecí y cacé con tu piel! Tus hijos son mis hermanos! Mi hijo es tu hijo! Aullaremos juntas por mi hijo, aullaras por el o te daré caza eternamente, hasta que te destroce la yugular y pruebe tu sangre! Mírame madre! Mira como muero!”

La Gran Loba que dormitaba sobre su bosque dejó escapar un leve gruñido, apenas si se escuchó, pero su manada dejó de aullar y corrió a reunirse en torno a ella con el rabo entre las patas. La Gran Loba se incorporó sobre sus cuartos traseros, olisqueo el aire, escondió sus colmillos y su aullido y el de su manada tiñeron las estrellas de la eterna noche de pena y entristeció a los arboles rojos de su bosque.


El Salvaje Sincautela


De alguna manera el niño se vio de nuevo bajo el cielo estrellado. No sabía como había llegado hasta allí ni cuanto tiempo había pasado, ni si quiera tenia claro lo que había sucedido, solo podía correr y llorar. Los pies callosos del último Sincautela estaban en carne viva, sus manos también, y sus mejillas, de tanto llorar. Una brecha cubierta de sangre reseca le cruzaba el cráneo, al parecer el garrote le había alcanzado por un lado sin púas... Los Sincautela eran tipos afortunados...

Durante cuatro noches el mediano había corrido campo través, llorando siempre, sin mirar hacia atrás, ni hacia el frente; sus ojos estaban inundados en sangre y lagrimas, así que no podía ver nada.

Los recuerdos del niño que vagaba sin rumbo eran difusos y dolorosos, así que pronto dejó de recordar, aunque el dolor no cesó.

Al fin la debilidad detuvo los pies de el ultimo Sincautela y el niño demacrado miró a su alrededor, sollozando, mientras su estomago rugía y se retorcía furioso reclamando alimento. Se dio cuenta de que tenía algo en la boca, lo escupió en su mano y lo observó; una uña amarillenta, enganchada a las dos últimas falanges de un dedo huesudo, de piel blancuzca. Dejó de sollozar, sonrió y se desmayó.

Mientras el mediano permaneció con los ojos cerrados vio muchas cosas; vio una vieja mediana llorando rodeada de un aura de sabiduría, benevolencia y rabia, una rabia amarga; vio una enorme loba plateada aullando acompañada de su manada, creyó reconocer a una de las lobas que aullaban junto a la líder, una loba gris, coja y tuerta, su aullido estaba impregnado de pena. También vio un rostro alegre entre llamas, le susurraba algo sobre la familia y la sangre, “Sincautela, recuerda quien eres...” susurraba la feliz faz antes de convertirse en cenizas.

Cuando el mediano abrió los ojos solo vio una cosa; un zorro le mordisqueaba el antebrazo. Confuso, creyó que había muerto y el bosque le reclamaba y no se movió... Cuando el zorro quiso arrastrar su carroña a la espesura, lejos de otros carroñeros, el instinto del niño tomó posesión de su cuerpo. Se revolvió de repente atrapando al zorro con sus piernas mientras sus brazos intentaban arrancarle la mandíbula y su boca se llenaba de matojos de pelo en busca de la yugular. El ultimo Sincautela se dio un festín con los ojos del zorro, ya que su estomago no pudo aceptar nada más. Cuando terminó desolló con las manos al animal, ya fuese por instinto o guiado por el inconsciente. Una vez hubo arrancado el ultimo jirón de piel de la bestia observó a su alrededor. Los arboles eran extraños, el aire olía raro, las malas hiervas eran desconocidas, incluso el canto de las aves le resultaba ajeno, aunque cuando intentó recordar otro paisaje y otro aire no lo consiguió, así que se limitó a sonreír, se acurrucó entre las gruesas raíces del árbol más cercano y se cubrió con la piel destrozada y sangrante del zorro. Mientras dormía mordisqueó la piel entre gruñidos lobunos.
Entre presa y presa las estaciones se sucedieron. Ratas, serpientes, tejones, jabalíes, pirañas, arañas, gatos, un tigre joven, dos hienas hambrientas, cuervos, buitres, tortugas, castores, murciélagos... El mediano solo se detenía cuando el sueño le vencía.

Antes de que la primavera acabase, el bosque quedó atrás, sustituido por tierras yermas y rocosas. En pleno verano los yermos de piedra también quedaron atrás, y la arena dorada llenó el mundo de luz. El ultimo Sincautela se vio obligado a abandonar parte de sus pieles debido al intenso calor del desierto. Entre los trofeos que dejó atrás se encontraba la piel del joven tigre y varios caparazones de tortuga, lo que le causó gran aflicción.
El verano de ese año fue fresco y las lluvias llegaron pronto, lo que salvó la vida del mediano, que pasó doce días sin agua, sobreviviendo a base de sangre de serpiente y veneno de escorpión.

En otoño se encontraba en una cima nevada por encima de las nubes, sentado en las alturas se observaba los pies y las manos lilas, casi negros del frió, sonreía. Esa noche durmió bajó el techo de piedra de una cueva, envuelto en una piel enorme y negra y con un profundo zarpazo en el pecho. Un gran oso había intentado ahuyentar al intruso de su refugio invernal, pero la somnolencia le hizo lento, y el intruso era veloz. La sangre se congeló nada mas brotar, lo que detuvo la hemorragia, y la gruesa piel negra del oso cubierta de grasa y sangre le dio suficiente calor para no morir helado. Los Sincautela eran tipos afortunados!
En invierno llegó al océano, sin saber por qué se había estado dirigiendo siempre al sur. Se rasco la cabeza pensativo, sonrió y puso rumbo norte...

Así pasó otro invierno, y otro, y otro. El ultimo Sincautela había visto el océano del sur tres veces, y el del norte dos. En esos cuatro años su contador de “muertes seguras que no lo fueron” sobrepasó las dos centenas.

Al inicio de la primavera del cuarto año de su particular travesía, en una mañana soleada, el joven olisqueó un arbusto en un paso de montaña. El olor le hizo arrugar la nariz y una ira ciega se le atraganto en la garganta al tiempo que recuerdos desterrados le invadían. Sin saber bien porque, Savia dejó de sonreír por primera vez en cuatro años... Olía a trasgo...


Raíz


El día era soleado, un hermoso día de primavera. Las ascuas de la hoguera siseaban y un hueso roído se chamuscaba entre ellas. Raíz Cieloabierto dormitaba apaciblemente sobre la verde hierba primaveral. Los ronquidos del enano eran rítmicos e infundían sopor en todas las criaturas de los alrededores.

Raíz soñaba con techos de piedra abovedados y pasadizos sin fin; con oro, plata, cobre, hierro, ónice y diamante, todo en bruto. Tiempo atrás las minas fueron el hogar de Raíz y todos sus hermanos le conocían como “Dospicos”, ya que en su frenesí excavador blandía dos de esas herramientas, pero eso fue antes, mucho antes. Cuando Raíz Dospicos despertó volvía a ser un enano viejo y los pocos que le recordaban le llamaban Raíz Cieloabierto.

Bostezó como un oso al salir de su refugio invernal y se desemperezó, al estirarse sus rodillas y su espalda crujieron como la madera vieja. Se frotó los ojos esperando verse rodeado de solida piedra gris pero lo que le rodeaba eran los troncos dorados de los árboles y la brisa caldeada del mediodía, aun así Raíz llenó sus pulmones y expiró satisfecho, había aprendido a apreciar las estrellas, las nubes, el sol, e incluso el canto de los pajaritos. Tras más de cincuenta años de vigía en los bosques estaba convencido de que, a pesar de que la piedra y el pasado aún le atormentaban en sus sueños, si se adentraba de nuevo en las entrañas de la tierra acabaría extrañando el cantar de los pajaritos.

El viejo enano llevaba tres días tras la pista de unos trasgos. Les había ido ganando terreno, y no tenía prisa, ya que después de dar caza a esas criaturas aparecerían otras, siempre era así. Cincuenta años cazando trasgos no habían bastado para limpiar los bosque y las cuevas de esos fétidos engendros, de manera que pensó que unas horas de descanso no cambiarían demasiado la situación.

Pero durmió demasiado; el sol brillaba en lo alto del cielo y los trasgos estarían a más de media jornada, si cambiaban de dirección e iban al pueblo... “Enano idiota! No mereces la barba que llevas! No mereces el abrazo de la piedra!” Se dijo a sí mismo Raíz.

Mientras el enano se afanaba en recoger sus bártulos y maldecía su propio nombre le llegó el hedor, seguido del leve temblor del suelo y el sonido de las ramas al crujir “Se acercan.” supo al instante, y no se equivocaba.

Raíz Cieloabierto soltó su mochila y su contenido se desparramó, a continuación empuño su hacha, fijó sus pies al suelo y esperó a que aparecieran, con la vista puesta en la espesura, en el hedor. -Bien, venid a mí, ja!- Raíz dejó de maldecir, casi se podía vislumbrar una sonrisa en su pétreo rostro.

El primer trasgo que salto al claro perdió la cabeza, su cuerpo continuó corriendo sin advertirlo y desapareció entre los árboles.
El segundo perdió las dos piernas y si lo advirtió. Raíz recuperó la posición sin prestar atención a la criatura mutilada
- No! Mis piernas no! Ya viene! Ya viene! Mi piel! Quiere mi piel! Ya viene!- balbuceaba el trasgo mientras intentaba arrastrarse con las manos. Raíz se percató del terror que había en la voz del engendro; No le atacaban, huían y se toparon con él. Aún así no se movió y mantuvo su hacha dispuesta, aun quedaba otro más. Notaba las vibraciones del suelo, pero a este no lo escuchaba, era más ligero; más ágil, y estaba muy cerca. El enano alzó el hacha, listo para descargarla. Al llenar sus pulmones de aire se dio cuenta.

La criatura que Raíz vio salir de las sombras veloz era más pequeña que los trasgos que acababa de matar, vestía pieles de cien alimañas distintas; algunas secadas al sol y otras sin secar, empuñaba un puñal oxidado en la mano derecha y un hueso largo y astillado con trozos de carne putrefacta en la izquierda, su pelo y su cara estaban cubiertos de sangre seca, sangre fresca, barro y excrementos, entre sus dientes colgaba un pedazo de carne y piel; y su expresión... su expresión fue lo que asustó al enano.
El hacha descendió.


La Plegaria de Raíz Cieloabierto


Zhard Harr inclinó la cabeza intrigado; dentro de su yelmo broncíneo de cocodrilo una voz resonaba. Las aguas del pantano se estremecieron y las criaturas que rodeaban a la panzuda criatura desaparecieron en la maleza.

“Zhard, esté es de los tuyos... Sé que no merezco tu atención ni la de tus hermanos, pero en cincuenta años solo os he pedido una cosa! Solo una, y me la negasteis! Moradin no salvó a mi hijo y no salvó al clan... Moradin me ignoró... yo fui indigno... pero sé que tu no le ignoraras a él, él es de los tuyos! Ya lo veras, te gustara! Pero... Zhard, no dejes que muera, sálvale, entra en él y se su savia, haz que viva! Y prometo que le hablare de ti, te conocerá, le guiare por tus senderos... Como los grandes tigres de la selva, hazle fuerte! Soy Raíz, y esta es mi suplica, díselo a tus hermanos! Díselo a los Mordinsamman, que lo sepan todos! Esta es mi suplica... por favor... por favor... salva-le... salva-le , solo es un niño... debes salvar-lo!”

Zhard Harr inclinó la cabeza intrigado; dentro de su yelmo broncíneo de cocodrilo el ser divino de la jungla sonrió. No se lo diría a sus hermanos, no le entenderían, no les importaría... pero le salvaría, si... quería comprobar si de verdad la endeble criaturilla era uno de los suyos.


Muerte segura que no lo fue nº301 (ahogado en sueños divinos)


El salvaje niño mediano durmió durante cinco días y seis noches. Sollozó febril la mayor parte del tiempo; cuando la oscuridad se volvía densa y le asfixiaba eternamente. Sin embargo en algunas ocasiones su respiración se calmaba, dejaba de sudar e incluso parecía que sonreía. Era entonces cuando la oscuridad retrocedía asustada ante un aullido triste. Tras las sombras aparecían y desaparecían rostros; unos familiares y amables, otros, en cambio, estaban deformados y le miraban con ojos dispares cargados de odio. Una de las caras le sonreía orgullosa, “Sincautela...” susurraba. Otra faz le observó con expresión iracunda, tenía la piel escamosa y blancuzca, y una espantosa cicatriz en la mejilla.

Las sombras hambrientas pronto empezaron a ganar terreno; el aullido se oía cada vez más lejano. La nada negra empezaba a inundar sus pulmones otra vez... cuando una rana se le posó en la cabeza. El joven bizqueó intentando mirarse el cogote, la rana croó.

De repente la nada se llenó de vida. El agua estancada era cálida y le llegaba por la cintura, el aire apestaba a vegetación y podredumbre, enormes y retorcidas raíces sobresalían por todas partes cubiertas de musgo y hongos, el techo era una bóveda de gruesas ramas plagadas de frutos liliáceos, rojos y dorados; criaturas de ojos brillantes saltaban silenciosas entre las sombrías ramas, bajó las aguas crecían plantas de hojas viscosas que cubrían todo el suelo y ocultaban a las legiones de pececillos que mordisqueaban las piernas del mediano, más allá del de donde la vista del niño alcanzaba brillaban miles de ojos curiosos y los insectos inundaban el aire con su zumbar.

Las aguas se ondularon cuando los ojos de un cocodrilo dorado emergieron frente al último Sincautela. El joven estiró el cuello en señal de fuerza y se mantuvo inmóvil sin mirar fijamente al reptil. La rana volvió a croar molesta por el ligero movimiento y saltó; se fue a posar en la cabeza del cocodrilo, con lo que el mediano no pudo evitar sonreír. La rana croó de nuevo, defecó sobre el cocodrilo y saltó al agua, con lo que el mediano no pudo evitar la carcajada.

Olvidando-se del cocodrilo rió tanto que resbaló y no recuperó el equilibrio hasta que dejó de reír; casi se ahoga. Cuando el ultimo Sincautela se alzó tenía una enorme sanguijuela en la mejilla y la boca llena de peces, tras escupir-los se arrancó la sanguijuela y estuvo a punto de partirla en dos de un mordisco, pero se detuvo y la tiró al agua.

Pensó en la rana, con lo que recordó al cocodrilo dorado; miró a su alrededor pero había desaparecido. El ultimo Sincautela se rascó la cabeza, recordó la desfachatez del anfibio y estalló en risas otra vez... resbaló y de nuevo se hundió... por suerte los Sincautela son tipos afortunados, despertó antes de ahogarse en las turbias aguas.


El Pupilo


Raíz estaba sentado frente al improvisado camastro y murmuraba una salmodia

“Como los grandes tigres de la jungla, sé fuerte y cuidadoso con las bestias, caminen éstas sobre cuatro patas o sobre dos. Vive en armonía con la naturaleza y obtén la protección del señor de las Profundidades de la jungla. Trata de comprender lo que no comprendas, pero sé precavido respecto a traer dones desconocidos a tu guarida. Honra los modos de tu gente, pero no asumas que los senderos de Zhard son los únicos: tan solo los mejores para sus hijos”

Cuando el enano acababa su letanía volvía a comenzar. A veces cerraba los ojos, otras observaba al pálido ser que se perdía entre las pieles de oso negro “Apenas es un muchacho... veintidós... veinticuatro si cuento a los que puso en fuga., y veinticinco con el grandote... cómo los ha matado a todos? Apenas es un muchacho...” pensó.

Raiz Cieloabierto pasaba las horas murmurando, a veces el joven dejaba de lloriquear y el enano aprovechaba para mordisquear algo de pan duro y carne en salazón; los gimoteos del muchacho revivían oscuros recuerdos en el enano que le arrebataban el apetito. Terminaba ya la sexta noche de vigía cuando los temblores y el sudor frió del mediano fueron sustituidos por hondos suspiros.

El anciano enano rebusco en su fardo hasta que dio con el ultimo pedazo de carne salada que le quedaba y empezó a mordisquearlo mientras rezaba observando al chico. Una sonrisa apareció en el rostro del convaleciente. Raiz dejó de comer y se inclinó para inspeccionar-lo mejor, de repente el chico soltó una carcajada tremenda que cogió por sorpresa al enano y le hizo caer de espaldas. El joven rió durante unos instantes eternos, hasta que al fin las risas se convirtieron en tosidos entre los que expulso algo de agua. El anciano enano sonrió al ver el agua verdosa plagada de pequeñas algas que su paciente había expulsado y repitió la salmodia, antes de que acabase el mediano estaba con los ojos abiertos e intentaba librarse de las pesadas pieles que le cubrían.

El ultimo Sincautela intentaba zafarse del abrazo mortal de la terrible bestia que le había asaltado mientras dormía usando uñas y dientes cuando escuchó la voz. Era una voz grave, algo áspera, mas similar al gruñido de un jabalí que a cualquiera de las voces que su memoria maltratada pudiese recordar, pero claro, a los jabalíes no les entendía, en cambio aquel gruñido si lo comprendió. El jabalí parlante le llamaba “muchacho” e insistía en que no se moviera y en la gravedad de sus heridas.

Las ultimas voces que el joven había escuchado se perdían en algún rincón de su memoria, pero aún así el recuerdo estaba allí y el mediano supo que la criatura de voz áspera no era una bestia, supo que no intentaría cazarle. A pesar de no saber donde ni con quien estaba se relajó, dejó que la bestia pesada y cálida que le sujetaba hiciera lo que quisiera con él y durmió. Esta vez el ultimo Sincautela no soñó y sus ronquidos solo se vieron superados por el quejido de sus tripas que suplicaban alimento a gritos.

Seis horas de un sueño profundo y reparador fueron suficientes para el muchacho. Raíz lo supo por el saludable tono rojizo que las mejillas de aquel mediano salvaje mostraban y por la ferocidad con la que devoró el faisán; un ejemplar hermoso que el enano había abatido con su ballesta.

Así, desnudo bajó las pieles, con una sonrisa imbécil y la boca y las manos llenas de grasa como si de verdad fuese el niño que parecía ser, no resultaba tan temible.

El hecho de que el muchacho solo usara gruñidos y gestos para comunicarse no fue un problema, ya que el enano tampoco practicaba el lenguaje hablado demasiado habitualmente... hacían ya seis años que no hablaba con nadie; las décadas de guardabosques de Raíz Cieloabierto habían logrado que el enano llegase a despreciar la civilización, así que si podía la evitaba.

El muchacho era fuerte además, sus heridas sanaron rápido y ninguna se infectó; comer y dormir, ese fue el tratamiento. Al tercer día el joven se levanto a pesar de los esfuerzos del enano por retenerlo, hasta se llevó un mordisco en la pantorrilla. Cuando el sol bañó al último Sincautela su sonrisa se alargó aun mas. Permaneció cual lagarto unos minutos, con el cuello estirado, los ojos cerrados y las palmas de las manos abiertas hacía el ardiente astro. Un recuerdo se liberó y llegó hasta la mente consciente del mediano; una voz alegre, familiar... “Hola!, tienes que decir hola!, los Sincautela somos gente educada”. -Hola!- exclamó de repente el chico volviéndose hacia su cuidador, rió, -Hola!- volvió a exclamar. El enano parpadeó unos segundos -hola- respondió devolviendo una sincera sonrisa.

Después de aquello el muchacho dio rienda suelta a su lengua y cada vez manejaba mas palabras. Aunque sus frases no terminaban de tener sentido lograron aclarar que Raíz era un enano, y que él era un mediano. Al tercer día levantaron el campamento mientras Raíz intentaba averiguar de dónde provenía el joven, ya que empezaba a preguntarse qué hacer con el muchacho, quizá se vería obligado a devolverle a sus familiares, a su hogar, en algún maldito pueblo... o peor! Una cuidad! Pero cuando el enano intentó explicarle que era un padre y una madre el chico no pareció entender, tampoco parecía saber nada de su hogar, de su tierra ni de ninguna otra cosa relacionada con el pasado. Cuando hubieron terminado de recoger todos los bártulos el muchacho ensanchó su sonrisa mientras asentía, dispuesto y ansioso por empezar la marcha. Aquello hizo que Raíz Cieloabierto se decidiera. “Soy viejo, alguien tendrá que cuidar mis bosques cuando vuelva a la tierra... él”


Savia Sincautela, el explorador!


Las lunas no se detuvieron y una tras otra pasaron y pasaron. Así llego el invierno con sus nieves y la primavera con sus flores y el otoño con el caer de las hojas y el verano con sus aires cálidos. Lo cierto es que el tiempo nunca supuso gran cosa para el mediano, pero Raíz sí que contaba las estaciones; mas por costumbre que por necesidad o interés... Nadie nunca le esperaba en ningún lugar. Un año... Dos... el tiempo no esperaba a nadie y los pasos del enano eran cada vez más pesados...

El ultimo Sincautela por su parte lo observaba todo siempre con ojos abiertos como platos, parecía aprender aunque por sus incoherencias constantes Raíz lo dudaba... Mostró gran interés en la ballesta del enano, y en las herramientas de desollar, y en el laúd... Raíz tenía un laúd que no sabía tocar, pero aún así el sonido del aire al vibrar con las cuerdas fascinaba al pequeño mediano.

-Muchacho! Ahora!- le gritaba Raíz en sus incursiones, y entonces el chico salia de su escondrijo cubierto de barro y ramas y gritando feroz. Las criaturas siempre huyan de él asustadas; tanto las bestias como los seres semi-inteligentes, para encontrarse de nuevo con el enano y su hacha. La estrategia les funcionaba casi siempre... cuando no, el muchacho acababa pisoteado y magullado... y las ramas con las que se cubría quebradas.

La vida de explorador era divertida! Si!

-Muchacho!- Una mañana Raíz Cieloabierto despertó al joven mediano con mas suavidad de la habitual. El cielo era gris y uniforme tras las legañas del último Sincautela, los bosques también vestían un color pardusco y apagado... era invierno otra vez..
-Ven conmigo, deprisa- El enano se perdió en el bosque sin esperar al mediano, el cual parpadeo un instante antes de encaminarse también hacia la espesura.

Algo en el olor del aire resultaba familiar al joven, no sabía qué. El rastro claro del enano le condujo hasta unas escaleras naturales que dieron a parar a un claro en el que se alzaba un imponente acantilado con una abertura en su base; una cueva...no, una casa-cueva. Puede que el subconsciente del muchacho reconociera el lugar, pues Raíz creyó ver el brillo de la nostalgia en los ojos salvajes del mediano.

-Muchacho!- rugió de nuevo Raíz meditabundo – Todo ser debe saber quién es, dime... sabes quién eres?- No esperó respuesta, sabía que su pupilo difícilmente respondería algo con sentido -Aquí naciste! Si! Yo conocí a tu padre, sabes? Estaba loco! -el enano soltó una risotada- Loco! Pero era valiente! Tu sangre es valiente muchacho! Sincautela! Eres un Sincautela! Seguro! Yo... yo pensé que habías muerto... cuando vine... seis años ya hace de eso... la sangre... - La voz de Raíz vibraba con los tonos del llanto contenido, sacudió la cabeza violentamente espantando a sus demonios y prosiguió. El muchacho escuchaba sonriente, pero sus ojos lloraban sin lagrimas. -Sincautela! Si muchacho! Esa es tu sangre! Los Sincautela de toda la vida! - Soltó una risotada, aquello pareció gustar al joven que repitió
-Sincautela! Si! De toda la vida! Recuerda!- rió casi feliz el mediano.
- Aún hay más!- el enano continuó hablando con su imponente voz - Tu madre! Una loba de la espesura! Una loba roja! Tu madre era fiera! Era una hija de la madre... salvajes... - El enano torció el gesto – Aún más loca que tu padre! - rió – Pero más valiente si cabe! Tu sangre es buena Sincautela! Digna de un nombre, Zhard harr te mira chico! Recuerdas? - miró ceñudo al mediano, y esté repitió sonriente la salmodia del cocodrilo dorado
-Como los fuertes tigres del bosque... - Raíz lo interrumpió -Eso es! Si! Ahora muchacho... debes elegir un nombre! Aquí, ante tu pasado y frente a tu futuro, a los ojos de Zhard!- Dicho esto el enano dio un paso atrás y permaneció en silencio observando al muchacho, el cual parecía empequeñecer ante la apertura de la piedra que se alzaba frente a él, la entrada del hogar que le vio nacer.
El ultimo Sincautela se debatía entre oscuros recuerdos y la alegría del presente (el presente estaba lleno de posibilidades y en el siempre se encuentra sitio para una sonrisa) le pareció oír un aullido del fondo de la caverna, y el crepitar de las llamas y risas alegres, solo eran sombras del pasado – Sincautela... mi nombre... como los fuertes tigres... - murmuraba – la sangre... la... - de repente torció el cuello y miró a Raíz inquisitivo -La sangre de los arboles! Si! Me llamare la Sangre de las raíces Sincautela! - el muchacho asintió satisfecho consigo mismo, Raíz cabeceaba no tan seguro.
-La sangre de los... - repitió Raíz dubitativo de repente se le ocurrió – Savia! Si muchacho! Serás Savia Sincautela! El ultimo Sincautela! De los Sincautela de toda la vida! - el enano estallo en risas y el mediano se unió a él enseguida.
Savia Sincautela... En su pantano Zhard gruñó bajó el yelmo dorado de cocodrilo a modo de saludo, sonriente.


Los exploradores!


Savia y Raíz!. Raíz y Savia! Los exploradores! El azote de los apestosos malvados! La bendición del bosque! Si! Si!

La inusual pareja de trotamundos vengadores reía a menudo. Desde que el mediano recibió su nombre Raíz parecía haber rejuvenecido veinte años y su humor también se había endulzado un poco. A menudo el enano canturreaba cuando transitaban sendas oscuras y peligrosas “- Las canciones espantan a los malvados! Recuerda muchacho! -”

Las canciones del anciano enano siempre incluían al menos una enana barbuda, una mena de oro macizo y algún que otro cráneo apestoso y aplastado; algunas veces también cantaba sobre los “carafinas”. Savia solía acompañar las canciones de su “maestro” con ocasionales “-Si! Si!-” y algunas veces con “-Apestosos! Si!-” o incluso con “- Barbuda y piojosa Barbuda y piojosa! Si!-”

En muy pocas ocasiones vieron si quiera de lejos núcleos de civilización; cuando las columnas de humo de un asentamiento se divisaban en el horizonte a Raíz se le borraba la sonrisa del rostro y cambiaba el rumbo para evitarlas.

“-La maldad habita en las ciudades muchacho! Las leyes de la civilización no son las del bosque! No! Son leyes malvadas muchacho!-”

El anciano enano empleaba las mañanas en canturrear dejándose llevar por la nostalgia, incluso movía la mano derecha como si balancease una jarra de cerveza. Durante la comida y hasta la cena instruía a su joven pupilo mediano en los misterios y leyes del bosque; “- Este musgo chico! Aquí! Mira! Mezcla-lo con este lodo y aplícate-lo en las heridas... dejaran de sangrar!-” “-Observa a las bestias! Son mas sabias que tu y que yo chico! Ellas te enseñaran!-” “-El bosque es justo! Comete lo que te intente comerte a ti, Si! Esa es la justicia del bosque!-” Y así lección tras lección... unas calaban en la mente de Savia... otras no.

Así pasaron los años; entre canciones y cabezas aplastadas de bestias apestosas y malvadas, entre los ronquidos de un mediano y un enano, bajó la mirada de una madre, una loba y un cocodrilo dorado...

//Continuara...

Re: Savia, el ultimo Sincautela.

Publicado: Mié Abr 17, 2019 9:55 pm
por Sincautela
ANEXO

// A falta de un rincón en el que colocar conceptos propios de la historia de nuestros pj, como deidades o lugares, me permitiré la licencia de recurrir a un anexo. Creo que no es descabellada la existencia y utilización de elementos ajenos al manual y lore de D&D en un mundo tan vasto que incluso abarca todo un multi-plano. Cuantas tierras sin explorar quedaran allende Faerûn y mas allá que puedan ser el ancestral hogar de nuestros pjs, y cuantos dioses desconocidos les observaran en su incierto caminar desde los infinitos planos de existencia.


Dioses

La Gran Loba.


Nombre: La Gran Loba (Los lobos no necesitan nombres)

Alineamiento: CN, CB

Símbolo: No tiene blasón, A veces sus seguidores se cubren con pieles de lobo.

Dominios: Fuerza, Caza, Manada, Supervivencia, Bestias, Justicia.

Seguidores: Diversas tribus barbaras, ermitaños y cazadores.

Historia: La Gran Loba reina en la tierra de la eterna noche; un mundo donde los bosques se extienden por toda la tierra y una luna enorme y rojiza brilla perpetuamente el el firmamento. Junto a su manada infinita guarda la estricta justicia del bosque; de todos los bosques de los diferentes mundos y planos. Cada vez que una bestia muere La Gran Loba huele su sangre. Cada vez que la manada le canta a la luna las criaturas de la espesura se estremecen...


DIOSES PERDIDOS.
Recopilado por el Consorcio de Guardasaberes de Lupua, bajo supervisión de la muy honorable Eflea C'neta Ulsabi


Extracto nº 21 de "Viajes y Leyendas, 13er volumen, Autoria del sabio y explorador Medei Vo Preteno.


... Así narró el más anciano de sus gentes como respuesta a mis preguntas sobre la deidad que adoraban. Todo el campamento, las decenas y decenas de asilvestradas personas y también sus bestias, enmudecieron; El mismísimo bosque parecía haber acallado su sempiterno susurro. Así habló el viejo salvaje, envuelto en una piel de lobo y poseedor de la atención del bosque y de todo lo que este acogía, incluido yo mismo:

"Buen ojo y certera la lanza! Fuertes colmillos no nos apresen y fuerte abrazo nos acoja al regresar con la propia presa"

Esto sirvió a modo de reconocimiento hacia todos los presentes, quienes casi al unisono concedieron una leve inclinación de sus cabezas. El anciano continuó:

"La Loba, La Diosa, La Madre y La Muerte. La gran Loba se adentra en los bosques rojos del fin del mundo para cazar. Su presa es el tiempo y por eso el tiempo siempre corre, su presa es el sol y por eso el sol siempre huye. La Gran Loba es la madre de todos, dormita vigilante bajo la roja luna, y cuando el tiempo o las bestias nos hagan presa volveremos a la manada..."