La marcha de Aenarion Tar'Lomir

Los trovadores de la región narran la historia de sus héroes. (Historias escritas por los jugadores)

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Jysegnwn

La marcha de Aenarion Tar'Lomir

Mensaje por Jysegnwn »

La tierra se estremeció. Por todas partes, la gente se puso a gritar. Enormes edificios temblaron. Las estatuas de los dioses cayeron de los nichos emplazados en los santuarios de los templos, y se hicieron mil pedazos mientras la tierra se contorsionaba como una serpiente agonizante. El elfo dorado echó a correr por las calles de la antigua ciudad principal de la isla, donde veía la expresión de terror en los semblantes de su gente.

Cuando coronó las altas colinas que dominaban el grandioso puerto de Leuthilspar, la capital de la isla de Eternion, una sola mirada a los picos que rodeaban la ciudad confirmó sus peores sospechas. Las montañas resplandecían de luz y magia desatada, fuera de control. Incluso desde esa distancia podía percibir el poder desbocado, y sin necesidad de hacer ningún conjuro adivinatorio, supo que sucedía algo terrible con los antiguos hechizos que protegían su tierra y a su gente.

Al mirar hacia el mar, vio lo que había temido más que ninguna otra cosa: una ola inmensa, el doble de alta que la muralla, impulsada por una fuerza que destruiría la ciudad, se acercaba velozmente. Dentro de ella, poderosos leviatanes sacados de las profundidades que rodeaban el continente insular rugían, bramaban y luchaban para quedar en libertad, pero su fuerza, que habría bastado para destrozar el barco más grande en cuestión de segundos, resultaba inútil contra aquel terrible maremoto.

De pronto, la ola se encumbró sobre su cabeza, y culminó precipitandose sobre él - aplastándolo, ahogándolo, derribándolo y empujándolo hacia las profundidades - y continuó avanzando para borrar de la faz del planeta la más grandiosa ciudad de los elfos.

De pronto se encontró en otra parte; en un lugar que no era un lugar, en un tiempo que estaba fuera del tiempo. Allí había presencias, seres que no estaban ni muertos ni vivos, y todos eran poderosos magos. Sus rostros se hallaban marcados por eones de dolor, cicatrices sufridas en una batalla que a ningún mortal debía habérsele pedido que librara. Las presencias espectrales danzaban a su alrededor. Eran como fantasmas, y sus movimientos, lentos y sufrientes, como los de las figuritas de precisión de los enanos, cuya maquinaria se quedaba paulatinamente sin cuerda. Él sabía que, en otro tiempo, habían sido elfos, los magos más grandiosos de la época, y que se habían sacrificado para salvar su tierra y su pueblo.

- Saludos, Aenarion, de la sangre de Tar'Lomir - dijo una voz seca, polvorienta, pero que aún conservaba el acento ligeramente cantarín de los elfos.
- ¿Por qué estoy aquí? - gritó Aenarion, y fue como si sus palabras reverberaran a través de infinidad de cavernas y resonaran en épocas lejanas.
- Las viejas barreras se están derrumbando. No podemos mantener el Tejido. Debes encontrar a la mujer Oráculo de los Veraces. Ella te dirá lo que necesitas saber.
- ¿Cómo la encontraré?
- Cuando llegue el momento lo sabrás, Aenarion.

Mientras las palabras aún resonaban, ascendiendo desde el fondo del infinito, la voz se apagaba. Un miedo tremendo se apoderó de él.




El hechicero Aenarion se sentó bruscamente, apartando las sábanas de seda y destapando los cuerpos desnudos de sus compañeras. Lo cubría un sudor frío, que podía oler incluso a través de los almizcleños perfumes que llevaban las cortesanas.

- ¿Has tenido una pesadilla? - le dijo Shienara, al mismo tiempo que la preocupación afloraba a su hermoso rostro élfico.

Aenarion la miró en parte de forma condescendiente, y en parte de manera altiva.

- No. - Le respondió él.
- Hablabas en sueños, agitabas los brazos, y me dio miedo despertarte.

Aenarion la miró con tristeza, y, alzando una de sus delgadas manos, lanzó al aire una única palabra.

- Aelthâni

El hermoso rostro de la elfa reflejó un cierto desconcierto cuando el hechizo la alcanzó. Se sumió en un profundo sueño, desplomandose junto a su gemela. Cuando despertase, habría olvidado la última conversación. Aenarion detestaba hacer esto a un congénere, pero vivían tiempos extraños, y la seguridad era de la máxima importancia. Por suerte, su gemela estaba profundamente dormida y no se había enterado de nada. Mejor, pensó Aenarion. No tendría que usar magia con ella.

Hizo un gesto y su ropaje flotó a través de la habitación hasta envolver su cuerpo desnudo, y luego alargó un brazo y el báculo saltó hasta su mano. Salió cojeando del dormitorio y avanzó por los corredores de su hogar ancestral. Se encaminó hacia la sala de trabajo, consciente de que, como siempre, buscaría consuelo en el conocimiento. Estaba seguro que se avecinarían tiempos oscuros.

Avanzó por la estancia, pasando ante ordenadas hornacinas que contenían artilugios místicos y series de voúmenes, elaboradamente indexados, escritos en un centenar de lenguas, tanto vivas como muertas. Al final encontró lo que buscaba. Abrió la tela que ocultaba las pociones que usaba para mejorar su maltrecha salud, y se sentó con las piernas cruzadas frente al atril usado para los encantamientos, y pensó en su sueño.

Era la tercera vez que lo tenía en menos de un mes, y cada vez era más claro y vivido. No obstante, los espíritus del plano de fuga no se habían comunicado con él hasta esa noche. ¿Realmente había conversado con los fantasmas de los hechiceros ancestros que protegían su tierra? ¿Habían atravesado las barreras que los confinaban y se habían comunicado con él?. Sonrió con amargura. Sabía que los sueños podían ser enviados para advertir de un peligro, y para causar un daño, pero tampoco ignoraba que a veces los sueños no eran otra cosa que su mente más profunda que le hablaba, que daba forma a sus miedos e intuiciones.

Pensó brevemente en lo que había sentido, y en su mente comenzó a formarse un oscuro recuerdo. Recordó fragmentos de ciertos textos prohibidos que habían sido escritos por hechiceros elfos dementes en las épocas del amanecer del mundo. Un escalofrío recorrió su alma, pero sabía que necesitaba consultar ciertas fuentes antiguas, y debía hacerlo en ese momento.

El amanecer encontró a Aenarion en el balcón de la biblioteca con un libro abierto sobre el regazo y la cara descansando entre las manos. Por un instante, deseó encontrarse en la torre de la Hechicería, con la biblioteca mágica más grande del mundo al alcance de su mano, pero era imposible. Sabía que tendría que romper muchas leyes de su pueblo para tan siquiera acercarse a la puerta de la misma.

Apartó de sí esos pensamientos. En el preciso instante en que lo hacía, sintió un escalofrío recorriendole el cuerpo. Aldred, uno de los más ancianos sirvientes de la casa salió al balcón, y Aenarion subo que pasaba algo importante.

- Vuestro hermano desea hablar con vos - dijo.

Aenarion sonrió con acritud. Se dirigió a las estancias de su hermano Tyrion, y lo encontró limpiando sus armas. Era tan alto, tan erguido. Tenía las extremidades perfectas y carentes de encorvamientos; el semblante honrado y franco; la voz, tan hermosa como la campana de un templo que repica para saludar el alba. "Resulta asombroso - pensó - que esta criatura sea mi gemelo. Da la impresión que los dioses le dieron a él todos los dones". Estaba siendo injusto, los dioses le habían dado un don para la magia que su hermano no poseía. Su aspecto físico no era demasiado distinto al de su gemelo, pero estaba marcado por la enfermedad. Su debilidad era patente, hasta el punto que dependía de las pociones que fabricaba para mantenerse en pie durante un día entero. Sonrió.

Su hermano dejó las armas a un lado y sonrió, dirigiendose hacia él.
- ¿Qué te sucede hermano? Conozco tu cara, y sé que algo pasa por esa mente tuya.
- Ya lo sabes - dijo él.
- Así pues, te marcharás dentro de poco.

No era una pregunta, y Aenarion sonrió al asentir con un gesto de cabeza. Su hermano siempre lo había comprendido mejor que ninguna otro ser vivo.

- ¿Quieres compañía para el viaje? Se supone que debo conducir la flota hacia el norte, pero creo que podrían prescindir de mis servicios durante un tiempo.
- Sabes que no. La flota te necesita. En el lugar al que voy, quizás las espadas no sean de ayuda, y los hechizos serán de mucha más utilidad. Además, el camino que quizás emprenda será oscuro y fuera de las leyes de nuestro prueblo. Ahora debo partir. Tengo un largo camino por delante y poco tiempo para recorrerlo.

Aenarion preparó su equipaje en pocos instantes, pues poco era lo que necesitaba llevar. Sus pociones, necesarias para finalizar el día, junto con mapas del norte de Faerun, donde creía podría encontrar a la dama. ¿Quién sería esa misteriosa dama a la que le conducían sus sueños? Sabía que su poder era aún exiguo, y que necesitaba practicar para aumentar los efectos de sus hechizos, pero eso no le amilanó, como no le había amilanado nada en su vida. Sonrió exiguamente, y, elevando una plegaria a Mystra, salió de su casa rumbo a una pequeña ciudad llamada Nevesmortas. Allí le habían contado que existían yacimientos de oro y gemas, y, aunque no le era necesario el oro pues llevaba una buena provisión de él, pensó que sería un buen punto de partida. Una ciudad así sería cúmulo de aventureros y exploradores en busca de nuevos retos, lo cual le daría la oportunidad de quizás encontrarse con alguien que le diese alguna pista acerca de ella.

Sin más, partió rumbo al norte.

//Continuará, perdón por escribir tanto :)
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