Jinks contemplaba a la dueña de la habitación con su mirada perezosa de gato, mientras movía el rabo con un balanceo tranquilo. De pie, mordiéndose las uñas a ratos, la mujer extendía y colocaba, en un desorden ordenado que esperaba que le permitiera organizar ideas, objetos variados, observándolos y tratando de encajar todo lo que implicaban.
Había demasiada información, demasiados hilos.
Una caja de artesanía duergar fue lo primero que sacó. La colocó en el escritorio con las dos manos y el molde de cera de su contenido en su interior. Aquel objeto había aparecido en las cuevas de los ilícidos, con las cerraduras y sellos rotos, junto a ropas viejas del Sanatorio para Enfermos Mentales de Ilmáter. Aquello había sido el primer indicio. El primer rastro del ulitharid.
Al principio, habían sido sólo negocios. Había buscado información por lugares muy oscuros. Había hecho tratos que tenían que mantenerse en un círculo muy pequeño para poder fructificar. Había conseguido seguir el rastro de oro hacia un mapa en manos de carapulpos, movida por el oportunismo y la esperanza de una suculenta recompensa.
Al principio, habían sido sólo negocios, pero Cuarto tuvo una intuición con ese mapa y sus marcas, una idea que era… demasiado perfecta.
Las piezas comenzaron a cuadrar de golpe y lo que había comenzado como negocios, se convirtió en personal.
Porque Basilisco volvía a la luz.
Y de pronto, hilvanando, todo había comenzado a tener relación. Los hijos de Uróboros. Quilmeash. La Piedra Verde y sus adeptos. El Sanatorio de Ilmáter y los ilícidos. Una brecha abierta en el desierto utilizando la ambición de un liche, unas gemas poderosas que transformaban a los que las consumían, un Basilisco escapando de Argluna con los restos de Alhazarde, de esas piedras. Un asesino que era algo más de lo que era, el recipiente de algo mayor y con más de cuatro tentáculos.
El muy cabrón tenía todo planeado, y todo aquello que había pasado no era más que un preludio de lo que tenía que llegar. Porque aquella fisura en el Anauroch se había convertido en una baliza. Allí estaba Durex, o como se llamara la dragona roja que acumulaba gemas verdes, y en cuyo entorno se hablaba de un dragón prismático y un poderoso ejército. A su alrededor estaban los Arpistas y los Zhents, preocupados por la situación y tratando de obtener beneficio.
Y los githyankis, decididos a entrar en Toril ante una llamada. La llamada de Basilisco.
Seda sacó los dos cráneos ilícidos que había encontrado en los restos de aquel dragón rojo caído de otro plano, y los colocó junto a la caja.
La baliza de Basilisco era para los yintoniks esos el inicio de la caza del azotamentes y su asalto a Faerûn en busca de recursos, todo alrededor de un desierto en el que los umbra comenzaban también a estar cabreados, porque a nadie le iba a hacer gracia que intentaran reventar su mundo al completo, y menos si entraban por su puerta principal.
Umbras, githyankis, quizás githzerais, el ejército de Durex, los zhents, los Arpistas y vete tú a saber cuántos grupos más en el Anauroch como polillas alrededor de una llama. En el Oasis iban a alucinar como en un mal viaje de sannish.
Nunca le daría la razón a Korissa, pero Seda también creía que aquello iba a ser… espectacular. Pero aquello no terminaba allí.
Seda sacó la moneda roja, haciéndola girar en la mesa con un golpe de dedos. Una moneda tan simple con tantas implicaciones.
Lejos del desierto, por lo que parecía un asunto completamente distinto, un Pavo Real había estado vigilando Tornapetra por encargo. Observando el protegido hogar de los hermanos Lindeseco y de un niño con los ojos y cuernos del mismo color que Alhazarde, hallado entre las profecías y encantamientos de Basilisco.
A su alrededor, murales desprendiéndose y atisbos del pasado, presente y futuro.
“El telón se cerrará con el Neutronium. La perfección eterna”, le habían dicho Iöna y Korissa.
“Daan tratará de huir de la perfección…”. Tsk. Ni muerta la dejaba tranquila. Y otras más, que confirmaban la precisión de las sentencias. El cadáver de Helen Lindeseco había cantado La Canción, que era una declaración de intenciones y un detonador.
“Tus tentáculos, mis dedos. Tu Oscuridad la conozco, ya la he visto”.
“Mi entrenamiento es perfecto. Estoy aquí, otra vez”.
“Tienes tus órdenes, soldado”.
Seda se sirvió un par de tragos de negro amargo. Las profecías y La Canción hablaban de lo que Basilisco era, había sido, y pretendía hacer. Los hermanos Lindeseco volvían a señalar la actividad, permanente aunque sutil, de los secuaces de importantes archidemonios. Como si aquello no fuera lo suficientemente complicado, hasta los Nueve Infiernos de Baator se agitaban al paso de aquel cabrón, y todos querían aprovechar las circunstancias.
Y los Lindeseco llevaban finalmente al último hallazgo.
La mujer colocó el diario de Bulbinbenbul sobre la mesa mientras la moneda daba sus últimos giros. En la portada se leía: “Diario del grandioso hechicero, alquimista y maestro entre maestros Bulbinbenbul”. En su interior, un papel con un calco marcaba una página.
En el calco se leía junto a una partitura:
“El corazón de una estrella. Neutronium.” En el libro, subrayado varias veces por la mano de Seda, entre ecuaciones y conjuros, términos que hablaban de la creación de un golem de ese material.
Observó los dibujos y las ecuaciones.
Y se sirvió más alcohol.
Igual huir de la Perfección tenía un sentido más que metafórico…