Spoiler
Aquí iré poniendo cositas asociadas a la nueva trama que hemos empezado. Iré actualizando con cositas conforme avance y pueda. Si a alguien le apetece añadir sus relatillos o cosas concernientes a dicha trama, bienvenido es.
Poco después del juicio de Arlheza Lanzagélida, Sundabar...
Las llamas del Siemprefogo irradiaban majestuosas, dotando aquella gruta en las entrañas de Sundabar de una luz especial. Los vigilantes se mantuvieron en silencio, ignorando la presencia de Railna Yunqueduro mientras la enana caminaba entre el sonido de las forjas, hasta llegar a aquella que pertenecía a su familia. El anciano apenas le dedicó una mirada con su ojo ciego, golpeando la hoja candente sin descanso, bañado por las chipas que despertaba el martillo. A pesar de su avanzada edad aquel enano se mantenía fuerte. Continuaba trabajando día tras día, sin mostrar deterioro alguno por el paso del tiempo, más allá de sus ojos, enturbiados por la constante exposición a las llamas del Siemprefogo. Sus fuertes brazos estaban cubiertos de tatuajes, cicatrices y runas que hablaban de la historia tanto propia como de su clan. De su cintura colgaba un pesado libro con tapas de mithril, del que hasta donde la memoria de Railna alcanzaba, el enano nunca se separaba.
— Padre — dijo Railna con frialdad —. Se ha ignorado nuestra petición.
— Lo sé — respondió el anciano. Su profunda voz se alzaba incluso sobre el repicar del metal contra el metal —. También sé que el hombre insignificante al que llamas esposo no supo mantenerse callado.
A ella no le sorprendió, sabía que su padre tenía oídos y ojos en incluso más lugares que ella. A veces la enfurecía, como en aquel momento.
— Nuestro hijo, tu nieto, murió. La ira es lo mínimo que podía expresar.
— Tú lo llamas ira, yo lo llamo debilidad — el anciano tomó la hoja candente y la introdujo en el agua. La llamarada iluminó el rostro cubierto de cicatrices de su padre —. Si vuelve a suceder lo enviaré a Felbar, tal vez allí aprenda disciplina.
Railna apretó los puños, pero finalmente asintió. En el fondo sabía que aquel viejo tenía razón. Ella también sentía una furia que la quemaba desde dentro, pero no había permitido que la dominara. Templaría aquel fuego, y lo convertiría en un arma con la que hacer justicia.
— Debes hablar con el Maestro Forjador — pidió ella acercándose a su padre mientras este contemplaba el filo del hacha en la que trabajaba —. Exigir que pida a la Alianza de los Lores un juicio bajo la ley enana.
— El Maestro Forjador no hará eso.
— ¡Muchos enanos murieron atraídos por Lazagélida a una trampa, es su deber pedir justicia!
— La justicia ha sido dictada, hija— el anciano pasó el dedo por el fijo del arma. Una gota escarlata se deslizó por el metal —. ¿Acaso esperabas otro resultado, tan necia eres? Arlheza es lista, ha sabido rodearse de personas poderosas. Convertirse en la aliada y benefactora de hombres y mujeres que deciden en muchas ocasiones el devenir de estas tierras.
— ¡Me da igual! ¡No me importa si era consciente de sus actos o no, pero sin ella Bolmirson seguiría vivo! Su debilidad costó muchas vidas, y cada una de ellas se cobrará como es debido. ¡Con sangre! — gritó la mujer incapaz de seguir conteniéndose ante el tono pasivo de su padre.
Los soldados que mantenían sus puestos de vigilancia ni se inmutaron. El anciano enano colocó de nuevo el arma sobre el yunque, y con un martillo y un cincel empezó a marcar la hoja.
— No me decepciones, Railna. Eres mejor que ese jabalí rabioso en el que te has convertido ahora.
— Entonces haz algo. Bolmirson era tu heredero...
— Como he dicho, ya se ha dictado justicia — el anciano cerró los ojos y entonó palabras antiguas que iluminaron varias runas en torno a las palabras que había inscrito en el metal —. Su justicia. Ahora se llevará a cabo la nuestra.
Tomó el hacha y se la entregó a Railna, tras lo que abrió el libro, ofreciendo un puñal a la enana. Esta miró con curiosidad aquel tomo, había visto su contenido en pocas ocasiones, pero sabía que era tan antiguo como el primer Yunqueduro. Agravios y venganzas, pagos y deudas, alianzas y enemigos, todo quedaba marcado en aquellas páginas. Y una vez firmabas, quedabas atado hasta cumplir. Tanto tú, como tus descendientes.
Railna no se lo pensó. Pasó el filo de la daga por la palma de su mano y escribió su nombre con su propia sangre justo bajo las palabras que había escrito su padre para ese momento. Una vez hecho contempló el arma que el viejo Yunqueduro había forjado, y sonrió al ver la inscripción en el metal.
— Tienes razón, padre. Te pido disculpas por mi comportamiento. Prepararé una audiencia para llegar a un acuerdo con los Lanzagélida.
El anciano asintió, tomó el martillo, y continuó trabajando. Railna abandonó las llamas del Siemprefogo y regresó a los túneles de la ciudad subterránea.
Hace algo más de una dekhana, en algún lugar del bosque de Nevesmortas...
El guardia enano se arrastró por el suelo, huyendo aterrorizado. A su espalda los gritos de dolor y miedo de sus compañeros se silenciaron tan pronto como empezaron. Aquella cosa... no era humana. Huyó entre los árboles, gritando, pidiendo ayuda a cualquiera que pudiera escucharlo. Sintió un dolor punzante en la pierna y cayó al suelo. Una flecha le atravesaba el muslo. Buscó desesperado al arquero, alzando el hacha con manos temblorosas. No vio a nadie, solo fantasmas que se reían de él. Siluetas que se mezclaban con la maleza y la sangre. ¿Era cosa de los Lazagélida? ¡Bastardos desalmados! Arlheza, embaucadora, no había tenido suficiente con aquellos que perecieron defendiendo sus tierras...
— Yunqueduro — la voz a su espalda le heló la sangre.
El enano se giró, contemplando a aquella figura. Parecía la propia muerte, cubierta de sangre y silencio. Lo cogió del cuello, alzándolo tan solo usando la mano derecha, sin dificultad alguna. Con un grito de rabia y sus últimas fuerzas alzó el hacha dispuesto a clavársela en las costillas. Dos nuevas flechas emergieron de entre la maleza, perforando sus manos. Soltó el hacha, que giró rozando a aquella cosa que lo aferraba, sin llegar a dañarlo.
Apenas podía respirar, apartar la mirada del rostro frío y carente de emociones de quién le apresaba. Entonces vio su horrenda mano izquierda, y cuando esta tocó su coraza el metal comenzó a deteriorarse hasta descomponerse en unos segundos.
— Tenéis una deuda pendiente — dijo esa cosa, asintiendo a la maleza.
Nuevos proyectiles se clavaron en su cuerpo. Intentó gritar ante aquel dolor atroz, pero no podía moverse. Intentó suplicar, pedir clemencia, pero era incapaz de mover tan siquiera los labios. Era como estar encerrado en su propio cuerpo, y lo único que podía hacer era sentir aquella agonía. Una flecha tras otra, hasta que la cosa volvió a asentir. Tras eso lo llevó de vuelta al sendero donde él y los suyos fueron atacados, y deseó estar muerto. Sus compañeros y hermanos de armas colgaban sin vida como animales de los árboles que rodeaban en carro, cada uno de ellos ensartado en decenas de flechas, como él. Intentó resistirse, intentar evitar aquel indigno destino, en cambio, este nunca llegó. Lo dejaron junto a la carreta, desangrándose, y sin palabra alguna, quién había acabado con todos ellos se marchó, envuelta en el mismos silencio que cuando llegó.
Tan solo deseó sobrevivir lo suficiente para avisar a su señora. Debía enviar el mensaje a Sundabar. La traidora debía pagar...
Hace una dekhana, en el hogar de los Yunqueduro...
— Así que han muerto.
Railna se mantuvo en silencio, mirando las llamas de la hoguera.
— ¡No podemos permitirlo, Railna! — gritó su marido agitando el mensaje que le habían transmitido desde la superficie —. ¿Quiere sangre? ¡Cortaremos su maldita cabeza y arrastraremos su cadáver sin vida por cada camino de sus terrenos! ¡Morirán diez de sus hombres por cada uno de los nuestros!
— Silencio.
— ¡No, le enseñaremos lo que significa dañar a los Yunqueduro!
— ¡He dicho que te calles! — alzó la voz, arrojando la jarra de la que bebía a las llamas —. O aprendes a controlarte o por las barbas de Moradin que yo misma te cortaré la lengua.
— Pero Railna, solo eran emisarios en misión de paz. ¡¿Qué clase de monstruo hace algo así?!
— Debe esperar un ataque por nuestra parte. Y no la culpo después de tu actuación durante el juicio.
Su marido abrió la boca, rojo de ira, pero la cerró tan rápido como Railna frunció el ceño. La enana tomó una segunda jarra de cerveza, bebió y devolvió la mirada a las llamas.
— No sufras. Cada uno de ellos pagará a su debido tiempo. Deja que me ocupe de todo. Prepararé un carruaje para que vayas una temporada a Felbar.
— ¿Felbar? No abandonaré mi casa en estos momentos.
Railna se puso en pie, tomó la mano de su esposo y la besó, sin decirle nada más.
Las llamas del Siemprefogo irradiaban majestuosas, dotando aquella gruta en las entrañas de Sundabar de una luz especial. Los vigilantes se mantuvieron en silencio, ignorando la presencia de Railna Yunqueduro mientras la enana caminaba entre el sonido de las forjas, hasta llegar a aquella que pertenecía a su familia. El anciano apenas le dedicó una mirada con su ojo ciego, golpeando la hoja candente sin descanso, bañado por las chipas que despertaba el martillo. A pesar de su avanzada edad aquel enano se mantenía fuerte. Continuaba trabajando día tras día, sin mostrar deterioro alguno por el paso del tiempo, más allá de sus ojos, enturbiados por la constante exposición a las llamas del Siemprefogo. Sus fuertes brazos estaban cubiertos de tatuajes, cicatrices y runas que hablaban de la historia tanto propia como de su clan. De su cintura colgaba un pesado libro con tapas de mithril, del que hasta donde la memoria de Railna alcanzaba, el enano nunca se separaba.
— Padre — dijo Railna con frialdad —. Se ha ignorado nuestra petición.
— Lo sé — respondió el anciano. Su profunda voz se alzaba incluso sobre el repicar del metal contra el metal —. También sé que el hombre insignificante al que llamas esposo no supo mantenerse callado.
A ella no le sorprendió, sabía que su padre tenía oídos y ojos en incluso más lugares que ella. A veces la enfurecía, como en aquel momento.
— Nuestro hijo, tu nieto, murió. La ira es lo mínimo que podía expresar.
— Tú lo llamas ira, yo lo llamo debilidad — el anciano tomó la hoja candente y la introdujo en el agua. La llamarada iluminó el rostro cubierto de cicatrices de su padre —. Si vuelve a suceder lo enviaré a Felbar, tal vez allí aprenda disciplina.
Railna apretó los puños, pero finalmente asintió. En el fondo sabía que aquel viejo tenía razón. Ella también sentía una furia que la quemaba desde dentro, pero no había permitido que la dominara. Templaría aquel fuego, y lo convertiría en un arma con la que hacer justicia.
— Debes hablar con el Maestro Forjador — pidió ella acercándose a su padre mientras este contemplaba el filo del hacha en la que trabajaba —. Exigir que pida a la Alianza de los Lores un juicio bajo la ley enana.
— El Maestro Forjador no hará eso.
— ¡Muchos enanos murieron atraídos por Lazagélida a una trampa, es su deber pedir justicia!
— La justicia ha sido dictada, hija— el anciano pasó el dedo por el fijo del arma. Una gota escarlata se deslizó por el metal —. ¿Acaso esperabas otro resultado, tan necia eres? Arlheza es lista, ha sabido rodearse de personas poderosas. Convertirse en la aliada y benefactora de hombres y mujeres que deciden en muchas ocasiones el devenir de estas tierras.
— ¡Me da igual! ¡No me importa si era consciente de sus actos o no, pero sin ella Bolmirson seguiría vivo! Su debilidad costó muchas vidas, y cada una de ellas se cobrará como es debido. ¡Con sangre! — gritó la mujer incapaz de seguir conteniéndose ante el tono pasivo de su padre.
Los soldados que mantenían sus puestos de vigilancia ni se inmutaron. El anciano enano colocó de nuevo el arma sobre el yunque, y con un martillo y un cincel empezó a marcar la hoja.
— No me decepciones, Railna. Eres mejor que ese jabalí rabioso en el que te has convertido ahora.
— Entonces haz algo. Bolmirson era tu heredero...
— Como he dicho, ya se ha dictado justicia — el anciano cerró los ojos y entonó palabras antiguas que iluminaron varias runas en torno a las palabras que había inscrito en el metal —. Su justicia. Ahora se llevará a cabo la nuestra.
Tomó el hacha y se la entregó a Railna, tras lo que abrió el libro, ofreciendo un puñal a la enana. Esta miró con curiosidad aquel tomo, había visto su contenido en pocas ocasiones, pero sabía que era tan antiguo como el primer Yunqueduro. Agravios y venganzas, pagos y deudas, alianzas y enemigos, todo quedaba marcado en aquellas páginas. Y una vez firmabas, quedabas atado hasta cumplir. Tanto tú, como tus descendientes.
Railna no se lo pensó. Pasó el filo de la daga por la palma de su mano y escribió su nombre con su propia sangre justo bajo las palabras que había escrito su padre para ese momento. Una vez hecho contempló el arma que el viejo Yunqueduro había forjado, y sonrió al ver la inscripción en el metal.
— Tienes razón, padre. Te pido disculpas por mi comportamiento. Prepararé una audiencia para llegar a un acuerdo con los Lanzagélida.
El anciano asintió, tomó el martillo, y continuó trabajando. Railna abandonó las llamas del Siemprefogo y regresó a los túneles de la ciudad subterránea.
Hace algo más de una dekhana, en algún lugar del bosque de Nevesmortas...
El guardia enano se arrastró por el suelo, huyendo aterrorizado. A su espalda los gritos de dolor y miedo de sus compañeros se silenciaron tan pronto como empezaron. Aquella cosa... no era humana. Huyó entre los árboles, gritando, pidiendo ayuda a cualquiera que pudiera escucharlo. Sintió un dolor punzante en la pierna y cayó al suelo. Una flecha le atravesaba el muslo. Buscó desesperado al arquero, alzando el hacha con manos temblorosas. No vio a nadie, solo fantasmas que se reían de él. Siluetas que se mezclaban con la maleza y la sangre. ¿Era cosa de los Lazagélida? ¡Bastardos desalmados! Arlheza, embaucadora, no había tenido suficiente con aquellos que perecieron defendiendo sus tierras...
— Yunqueduro — la voz a su espalda le heló la sangre.
El enano se giró, contemplando a aquella figura. Parecía la propia muerte, cubierta de sangre y silencio. Lo cogió del cuello, alzándolo tan solo usando la mano derecha, sin dificultad alguna. Con un grito de rabia y sus últimas fuerzas alzó el hacha dispuesto a clavársela en las costillas. Dos nuevas flechas emergieron de entre la maleza, perforando sus manos. Soltó el hacha, que giró rozando a aquella cosa que lo aferraba, sin llegar a dañarlo.
Apenas podía respirar, apartar la mirada del rostro frío y carente de emociones de quién le apresaba. Entonces vio su horrenda mano izquierda, y cuando esta tocó su coraza el metal comenzó a deteriorarse hasta descomponerse en unos segundos.
— Tenéis una deuda pendiente — dijo esa cosa, asintiendo a la maleza.
Nuevos proyectiles se clavaron en su cuerpo. Intentó gritar ante aquel dolor atroz, pero no podía moverse. Intentó suplicar, pedir clemencia, pero era incapaz de mover tan siquiera los labios. Era como estar encerrado en su propio cuerpo, y lo único que podía hacer era sentir aquella agonía. Una flecha tras otra, hasta que la cosa volvió a asentir. Tras eso lo llevó de vuelta al sendero donde él y los suyos fueron atacados, y deseó estar muerto. Sus compañeros y hermanos de armas colgaban sin vida como animales de los árboles que rodeaban en carro, cada uno de ellos ensartado en decenas de flechas, como él. Intentó resistirse, intentar evitar aquel indigno destino, en cambio, este nunca llegó. Lo dejaron junto a la carreta, desangrándose, y sin palabra alguna, quién había acabado con todos ellos se marchó, envuelta en el mismos silencio que cuando llegó.
Tan solo deseó sobrevivir lo suficiente para avisar a su señora. Debía enviar el mensaje a Sundabar. La traidora debía pagar...
Hace una dekhana, en el hogar de los Yunqueduro...
— Así que han muerto.
Railna se mantuvo en silencio, mirando las llamas de la hoguera.
— ¡No podemos permitirlo, Railna! — gritó su marido agitando el mensaje que le habían transmitido desde la superficie —. ¿Quiere sangre? ¡Cortaremos su maldita cabeza y arrastraremos su cadáver sin vida por cada camino de sus terrenos! ¡Morirán diez de sus hombres por cada uno de los nuestros!
— Silencio.
— ¡No, le enseñaremos lo que significa dañar a los Yunqueduro!
— ¡He dicho que te calles! — alzó la voz, arrojando la jarra de la que bebía a las llamas —. O aprendes a controlarte o por las barbas de Moradin que yo misma te cortaré la lengua.
— Pero Railna, solo eran emisarios en misión de paz. ¡¿Qué clase de monstruo hace algo así?!
— Debe esperar un ataque por nuestra parte. Y no la culpo después de tu actuación durante el juicio.
Su marido abrió la boca, rojo de ira, pero la cerró tan rápido como Railna frunció el ceño. La enana tomó una segunda jarra de cerveza, bebió y devolvió la mirada a las llamas.
— No sufras. Cada uno de ellos pagará a su debido tiempo. Deja que me ocupe de todo. Prepararé un carruaje para que vayas una temporada a Felbar.
— ¿Felbar? No abandonaré mi casa en estos momentos.
Railna se puso en pie, tomó la mano de su esposo y la besó, sin decirle nada más.