
En ese bosque sagrado, compartió su vida con Yuale, alma predilecta de Corellon, su amigo de siempre, su confidente y, en secreto, el guardián silencioso de su corazón. Juntos exploraron ruinas perdidas, descifraron hechizos olvidados y tejieron silencios que hablaban más que mil palabras. Durante años, Arien ocultó su amor tras la sombra de una sonrisa y el filo de una espada, temerosa de que nombrarlo quebrara la pureza de su vínculo.
Inspirada por el ejemplo de su hermana, Arien abrazó la senda del hojacantante: uniendo magia, acero y belleza en un solo flujo. Su arma preferida, el estoque, se convirtió en extensión de su alma y en danza sublime. Desde lejos, mantenía correspondencia con Delerien, quien le enviaba palabras de aliento y sabiduría: “No camines tras mis pasos, hermana… haz tu propio sendero, y en él nos encontraremos algún día.” Palabras que Arien guardó como un faro en la oscuridad.
Una noche, bajo las estrellas que temblaban como diamantes en el claro de los álamos, Arien se encontró con Yuale. La conversación fluyó como siempre, pero esta vez las palabras rozaron un umbral invisible, un silencio cargado de verdades por revelar. Sin mediar explicación, Arien se apartó unos pasos y desenvainó su estoque, sus ropas blancas resplandecían bajo la luz de la luna y suave su voz empezó a sonar una melodía antigua y que pocos conocen, la espada pueblo gentil estaba echa de fe, fuerza conocimiento y arte y ese era el camino que estaba emprendiendo.
Su cuerpo se convirtió en pasión, la danza bajo la mirada de la luna se volvía ceremonial. Los pies desnudos rozaban la hierba húmeda con la ligereza de un suspiro, y la danza no como una rutina ensayada, sino como un lenguaje nacido del alma. Cada giro era un verso, cada salto una confesión. El acero trazaba arcos de luz bajo la luna, reflejando emociones que las palabras no podían contener: el miedo de perderlo, la esperanza de un futuro juntos, la belleza de un amor que había vivido en silencio demasiado tiempo.
El bosque pareció contener la respiración mientras Arien se entregaba plenamente a ese momento, un conjuro sin hechizos, un poema sin tinta. En sus movimientos había la historia de su vida: la separación de su hermana, el vínculo sagrado con Yuale, la fuerza que encontraba en la magia y en la espada.
Cuando la danza cesó, Arien quedó inmóvil, con el estoque bajado y la respiración entrecortada. Sus ojos buscaron los de Yuale, abiertos y sin máscaras.
Él dio un paso adelante, con una sonrisa suave y mirada luminosa, y le tomó la mano.
—Siempre lo supe —susurró con voz profunda—. Pero necesitaba que fueras tú quien lo dijera a tu manera… y lo has dicho con una belleza que ningún canto podría igualar.
Arien sonrió, el corazón latiendo como un tambor antiguo, y en ese instante sus labios se encontraron en un beso sereno y verdadero, un encuentro de almas al fin liberadas del silencio.
Desde aquella noche, el bosque los recordaba bailando juntos, en acero y luz, como un poema vivo bajo la luna. Iniciando un viaje juntos mas aya del bosque que los vio crecer.

