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Mirelle

Publicado: Sab Sep 06, 2025 1:04 am
por Filoscuro
Nadie creyó jamás que la pequeña Mirelle tendría un destino así. Desde el día en que nació, su madre supo que algo andaba mal. Mirelle era una mediana de ojos vidriosos y susurros inquietantes, una niña que apenas dormía y que pasaba las noches mirando sombras invisibles. Creció encerrada en una habitación estrecha, en lo alto de una vieja casa rural, bajo el cuidado temeroso pero compasivo de su madre. Aquella mujer, de nombre Aizha, tomó la difícil decisión de aislarla del mundo exterior cuando Mirelle apenas contaba cinco años, tras presenciar episodios indescriptibles: crisis en las que la niña gritaba con voces que no eran la suya, accesos de furia en los que destrozaba sus pocos juguetes y se arañaba la piel hasta sangrar. Aizha había perdido a su marido tiempo atrás y ahora dedicaba cada aliento a proteger a su única hija... incluso si eso significaba proteger a la vez al resto del mundo de la niña.

La habitación de Mirelle era a la vez su refugio y su prisión. Tras una puerta reforzada con tablones y runas de protección, el pequeño cuarto apenas contenía un camastro, una ventana enrejada y decenas de dibujos infantiles cubriendo las paredes de piedra. En muchos de esos dibujos aparecía recurrentemente la silueta de un gato negro de ojos rojos. A veces era solo un garabato en un rincón; otras ocupaban la mitad del pergamino, rodeado de frases incoherentes que Mirelle escribía en idiomas que nunca había aprendido. Aizha limpiaba la habitación a diario y alimentaba a su hija dejando bandejas de comida frente a la puerta; solo entraba del todo cuando Mirelle parecía estar en calma, y aun entonces con el corazón en un puño.

La niña podía ser dulce y tímida durante horas, susurrando una canción antigua mientras mecía entre sus manos una muñeca de trapo... para luego, sin aviso, caer en un trance de terror psicótico: sus pupilas se dilataban, hablaba con alguien que no estaba allí y, de pronto, rompía a gritar insultos y profecías oscuras dirigidas a nadie en particular. En más de una ocasión Aizha terminó con moretones al intentar contener a su hija durante estas crisis; otras veces era Mirelle quien se lastimaba a sí misma, golpeando su cabeza contra los muros de piedra hasta perder el sentido. Tras cada episodio, la niña volvía en sí sollozando, abrazaba a su madre a través de las rejas de la puerta y le pedía perdón una y otra vez, sin recordar claramente lo que había hecho. Aizha le acariciaba el cabello negro, con lágrimas silenciosas rodando por sus mejillas, y le susurraba: "No es tu culpa, mi vida". Ambas sabían, en el fondo, que la culpa era de él: del ente que habitaba en la mente de Mirelle.

Al principio, Mirelle se refería a su compañero invisible simplemente como "mi gato". De niña balbuceaba explicaciones a su madre sobre un amiguito peludo que jugaba con ella en las sombras de la habitación. "Se llama Cuatrocientos", decía sonriente, señalando un rincón vacío del cuarto. Aizha pensaba que era una típica amiga imaginaria y, dado que la mantenía entretenida, siguió la corriente. Incluso llegó a coserle un pequeño muñeco de gato negro para que Mirelle lo abrazara, esperando que así canalizara sus fantasías de forma inofensiva. Pero con el tiempo, el comportamiento de la niña se volvió más perturbador. Hablaba sola durante horas, o más bien, hablaba con algo: sus pausas, sus gestos, parecían respuestas en una conversación muy real. Aizha escuchaba detrás de la puerta, con el corazón encogido, las dos voces de aquellas charlas imposibles: la vocecita temblorosa de Mirelle... y otra voz más grave, áspera, que resonaba en la habitación como el eco de un animal. A veces, en medio de la noche, la madre oía a su hija suplicar: "No, por favor, eso no...". Otras veces la encontraba riendo a carcajadas histéricas, mirando fijamente al rincón más oscuro, donde juraba que el gato se escondía para contarle chistes macabros.

Con los años, la presencia de Cuatrocientos, el Gato, se hizo cada vez más poderosa en la mente de Mirelle. Ya no era el amiguito de juegos inocentes, sino una sombra siniestra que se cernía sobre cada pensamiento de la joven mediana. Aizha buscó ayuda desesperadamente: consultó a curanderas, a un clérigo de la luz, incluso a un mago ermitaño conocido por sus estudios sobre maldiciones. Nadie pudo darle una respuesta clara. ¿Acaso la niña estaba poseída por un espíritu maligno? ¿Sufría de algún mal de la mente incurable por la magia? ¿O tal vez ambas cosas a la vez? Los hechizos de exorcismo y los rituales de purificación no hicieron más que agitar a Mirelle, cuyos gritos se volvieron aún más aterradores durante aquellos intentos de “sanación”. Al final, la madre quedó atrapada en la duda: no sabía si luchaba contra un demonio real o contra la propia locura de su hija. Solo le quedó la opción de seguir vigilando día y noche, con miedo, pero con amor, por la seguridad de Mirelle.

Mientras tanto, la joven vivía una existencia monótona y dolorosa en su cuarto. Aprendió a leer con los libros polvorientos que su madre le pasaba por debajo de la puerta, e irónicamente devoraba textos sobre magia, religión y planos espirituales, tratando de comprender qué le sucedía. A sus 12 años, Mirelle ya manejaba fragmentos de varios idiomas (los aprendió de su amigo gato, según decía). Su madre la escuchaba recitar versos en lenguas extrañas durante horas, mientras el gato de trapo permanecía tirado en el suelo, ignorado. Mirelle prefería conversar con el auténtico Cuatrocientos, ese que solo ella veía. En ocasiones, la chica estaba tan absorta en visiones que perdía la noción de la realidad: tenía diálogos intensos con personas inexistentes, describía con lujo de detalle lugares fantásticos más allá de las paredes, e incluso afirmaba que su alma viajaba por momentos a un reino oscuro junto al gato. Era imposible discernir si aquello era producto de una maldición extraplanar o de su propia mente fragmentada. Aizha, desde afuera, solo podía escucharlo todo con el alma hecha trizas.

La influencia maligna del gato se intensificó conforme Mirelle alcanzaba la adolescencia. A los 15 años sufrió un episodio especialmente violento: la voz del ente la instigó a que se hiciera daño y Mirelle, en un arrebato, se clavó un pedazo de vidrio en el brazo. Tras ese incidente, Aizha optó por quitar cualquier objeto cortante o duro de la habitación, dejando el cuarto prácticamente vacío. La joven quedó rodeada solo de paredes desnudas... y de la voz de Cuatrocientos. Con cada luna nueva, el ente parecía cobrar más fuerza. Mirelle comenzó a susurrar ideas peligrosas a través de la puerta: le preguntaba a su madre qué sentía al estar viva, o qué sabor tendría la sangre. Aizha respondía con dulzura aterrada, intentando reorientar esas conversaciones hacia juegos de palabras o canciones, pero por dentro sentía que estaba perdiendo a su hija, cuyo corazón se hundía en una oscuridad insondable.

Finalmente, la noche del decimonoveno cumpleaños de Mirelle, ocurrió el desenlace sangriento que durante años había pendido sobre ambas como una espada. Aquella noche, una tormenta azotaba la comarca. Afuera, los relámpagos iluminaban intermitentemente los campos, y la lluvia repiqueteaba en el tejado con furia. Dentro de la casa, Aizha dormitaba en una silla frente a la puerta de Mirelle, exhausta tras velar varios días seguidos. Un golpe seco la despertó sobresaltada. Del otro lado del umbral, su hija estaba golpeando la puerta desde adentro, algo inusual pues Mirelle casi nunca intentaba abrirla. "¿Mirelle?" llamó la madre con voz temblorosa. No obtuvo respuesta de la niña, sino un maullido bajo y gutural, como el de un animal acechando. Aizha se incorporó de un salto, con el instinto helándole la sangre. Tomó la lámpara de aceite a su lado y acercó la llave a la cerradura. Dudó un instante. Sabía que algo andaba terriblemente mal, pero el amor y el miedo libraban batalla en su interior. "¿Hija... estás bien?", susurró. Desde el interior, Mirelle respondió con una voz que no parecía la suya: "Estoy lista mamá... Ábreme, por favor".

Contra todo sentido común, Aizha giró la llave y abrió la puerta apenas unos centímetros, manteniendo la cadena de seguridad enganchada. A través de la rendija vio a su hija de pie en la penumbra. Mirelle sonreía, pero sus ojos rojos tenían un brillo vacío, casi febril. "Mamá —dijo con ternura escalofriante— te quiero mucho". La madre sintió un nudo en la garganta; aquellas podían ser las palabras de despedida de su niña inocente... o las de un depredador engañando a su presa. Antes de que pudiera contestar, un viento sobrenatural recorrió el pasillo de la casa, apagando de golpe la lámpara de aceite. En la oscuridad, Aizha escuchó la voz ronca del gato que su hija tanto mencionaba: una risa entrecortada, seguida de un siseo: "Ahora... ¡ahora!".

Lo siguiente ocurrió en instantes confusos y mortales. Mirelle, con fuerza inusitada, embistió la puerta, arrancando la cadena y arrojando a su madre de espaldas contra la pared. Aizha soltó un gemido de dolor al sentir un crujido en sus costillas. Los relámpagos iluminaron la silueta de la joven mediana abalanzándose. En las manos de Mirelle brillaba un trozo afilado de metal – la pata rota de la cama, que había improvisado como arma. "¡Mirelle, no!" alcanzó a gritar la madre, pero su hija ya no la escuchaba. Con un alarido desgarrador, mezcla de llanto y furia, Mirelle clavó el fragmento metálico en el pecho de Aizha. La sangre manó caliente, manchando el umbral y las manos trémulas de la muchacha. Aizha jadeó, sus ojos llenos de amor y horror fijo en el rostro desencajado de Mirelle. La tormenta rugió con un trueno final cuando la madre, en un hilo de voz, susurró: "...te perdono...".

Mirelle se quedó inmóvil, arrodillada junto al cuerpo inerte de su madre. Afuera, la lluvia amainaba, y en el repentino silencio solo se oían los sollozos entrecortados de la joven. La voz del gato se hizo presente de nuevo, esta vez dentro de su cabeza: "Lo has hecho. Ya eres libre". Mirelle dejó caer el arma improvisada y abrazó el cuerpo de Aizha, empapándose de sangre y una sonrisa macabra. Libre... ¿Era aquello la libertad? A su alrededor, el mundo parecía más amplio que nunca y, a la vez, terriblemente vacío sin los latidos de su madre.
Minutos u horas después, Mirelle se levantó tambaleante, guiada por una extraña calma. Sus ojos estaban vivos; quizá el shock había eliminado su capacidad de llorar. Antes de salir, cubrió el cuerpo de su madre con una manta hasta el rostro, como si Aizha estuviera durmiendo. "Adiós, mamá," susurró con la voz alegre, y depositó junto a ella el viejo muñeco de gato negro que años atrás le había regalado. Luego, con pasos vacilantes, cruzó la puerta de la casa por primera vez en más de una década.

La brisa nocturna acarició su rostro. Tenía diecinueve años y apenas conocía el cielo estrellado que se extendía sobre los campos. Mirelle inspiró profundamente el aire húmedo y avanzó descalza, dejando un rastro de huellas ensangrentadas sobre la tierra. A cada paso, sentía una mezcla vertiginosa de alivio, de terror y curiosidad. En la linde del camino, aguardando bajo la sombra de un viejo roble, dos ojos rojos la observaban con fijeza. Mirelle distinguió la forma esbelta de un gato negro que la llamaba sin palabras. No sabía si aquella criatura era real bajo la fría luz de la luna, o si existía solo en su mente fracturada. Quizá nunca lo sabría.

Con el corazón latiendo desbocado, Mirelle se acercó a la figura felina. El gato arqueó la espalda y rozó sus piernas con un ronroneo profundo, casi humano. "¿Y ahora qué?" – se atrevió a preguntar la joven, su voz apenas un murmullo. El gato alzó la mirada hacia ella; en sus pupilas bermejas pareció bailar un destello de malevolencia... ¿o tal vez de aprobación? Entonces, la criatura se dio media vuelta y echó a andar lentamente hacia la oscuridad del camino, deteniéndose de vez en cuando para cerciorarse de que Mirelle la siguiera. La mediana dudó un instante, volviendo la vista atrás hacia la casa silenciosa que había sido su cárcel y su hogar. Una vida acababa de extinguirse allí, junto con la última luz de su infancia. No quedaba nada para ella entre aquellos muros, solo fantasmas.

Así que Mirelle apretó los puños, secó la sangre de sus manos en su ropa hecha jirones y siguió al enigmático gato hacia la noche profunda. Había escapado al fin, aunque a un precio insoportablemente trágico. Ahora caminaba sola, con la tenue esperanza de encontrar algún día redención o explicación para su tormento. Las sombras del camino la envolvieron mientras se perdía en la distancia. Detrás de ella quedaban los ecos de una risa felina y el recuerdo imborrable de una madre amorosa sacrificada en aras de una oscura libertad.

Mirelle lleva consigo los susurros constantes de ese gato espectral que puede que aún la atormente.

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