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Nivra

Publicado: Jue Sep 18, 2025 11:23 am
por Akibasha
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En la costa norte de Gwynneth, donde los acantilados baten contra las olas del Mar de la Luna y las brumas del amanecer envuelven a los pescadores como mantos grises, nació Nivra Reynolt. Su aldea, levantada sobre antiguas piedras cubiertas de musgo, era un reducto humilde de pastores y marineros, marcada por la aspereza del clima y por la superstición. Allí, los viejos aún dejaban ofrendas a la Gran Madre en los menhires, y las historias de los éladrines de Sarifal circulaban entre las chimeneas como brasas vivas.

Desde niña, Nivra se distinguió. Su cabello rojo como el hierro al fuego y sus ojos verdes y brillantes parecían anunciar que no era enteramente hija de la marea humana. Su risa podía llenar una taberna, pero también podía quedarse horas en silencio, observando el vuelo de un cuervo —ave sagrada para Myrloch el Viejo, guardián de los lagos— o el reflejo de Selûne en las aguas quietas de una ensenada.

Los ancianos del pueblo decían que era “caprichosa como el mar de LeShay”, y no se equivocaban: había en ella un pulso secreto, como si su espíritu bailara al son de la música invisible de la propia Corte Feérica.

Cuando contaba doce inviernos, la noche de Beltane marcó su destino. Mientras los fuegos sagrados ardían en honor a la Gran Madre y los círculos de druidas del Caer Callidyrr entonaban cánticos antiguos, Nivra vio luces verdes moviéndose entre los robles. Fascinada, abandonó la danza comunal y penetró en el bosque. Allí, entre raíces viejas y nieblas encantadas, oyó música: flautas invisibles, risas como las de los sidhe, y un tambor profundo que latía al ritmo de la propia Toril.

Atravesó un círculo de hongos iluminado por la luna y desapareció. Pasaron horas. Al alba la encontraron dormida en la hierba húmeda, con plumas desconocidas en sus manos y hojas trenzadas en el cabello. Su sonrisa era un misterio, y desde esa noche, nada volvió a ser igual.

Los animales la miraban de otra forma. Los cuervos acudían a sus pasos como heraldos; los ciervos de los bosques de Dernall se acercaban sin miedo; y hasta los lobos de Highhome la acechaban con una atención inquietante, como si reconocieran a una hermana. En sueños, Nivra escuchaba voces: dríades de los robledales, sátiros que tocaban caramillos, y hadas que se decían servidoras de la Reina del Aire y la Oscuridad, aunque ella jamás recordaba sus nombres al despertar.

Cuando finalmente fue admitida en un círculo druídico de Gwynneth, descubrieron que su don para la forma salvaje no era común. No se limitaba a adoptar la apariencia de un cuervo, una loba o una cierva: cada forma estaba impregnada de un matiz feérico.

Como cuervo, sus graznidos eran como la risa del viento en los riscos, y sus ojos tenían destellos azules imposibles. En forma de loba, su pelaje parecía tejido de bruma y sus aullidos evocaban las melodías de las Bansídhe. Cuando se tornaba cierva, su andar era un compás de danza, como si siguiera la música de los festines ocultos en Sarifal.

Los druidas ancianos del círculo la contemplaban con recelo. Decían que la magia feérica era caprichosa y que ningún hijo de la Gran Madre debía deber tanto a los sidhe. Pero Nivra lo aceptaba con alegría: para ella, ser un puente entre los bosques de Gwynneth y el Reino Feérico no era un peso, sino un regalo, un juego divino nacido de la risa de los dioses y de los ecos de Corellon Larethian en las lunas.

Con los años, su carácter no cambió. Nivra siguió siendo alegre y juguetona, cambiante como las mareas de la Isla Moray. Ligera como mariposa bajo la luz de Selûne, feroz como una pantera en los claros de Lyonesse. Sus actos nunca nacían del deber, sino del impulso, y a menudo ni ella sabía si era su voluntad… o si eran las voces feéricas de la Corte de las Sombras las que susurraban en su alma.
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