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Al amparo del frío.

Publicado: Vie Nov 14, 2008 4:41 pm
por Masha
Historia de Viktor y Anna Kimbley.

1. Muerte.

Los días como ese deberían ser de celebración, no de luto y llanto como lo fue aquel: cuando la desesperación y la pena se hicieron un hueco en dos corazones que deberían haber rebosado alegría y esperanza. El chico y su madre contemplaban aquella lápida de piedra, que se cubría con la nieve que caía esa mañana, y aun no entendían bien qué había pasado, por qué su marido y padre yacía a varios metros a sus pies, muerto; cómo era posible que se hubiera marchado dejándoles solos. Los dos lloraron desconsolados y el joven se esforzó por llevar a la mujer lejos de aquel cementerio y aguantarse las lágrimas al ver las de su madre. Los dos pasearon por las calles de la urbe pisando débilmente sobre la nieve que se acumulaba en los adoquines, abrigados penosamente con ropajes llenos de parches y descosidos, que poco calor les habrían de dar. Un paseo triste, doloroso y helador en muchos sentidos; un paseo que los dejó en una casucha de madera desvencijada. Se acurrucaron ante la chimenea y el chico trató de oír el latir del corazón de la vida que crecía en el seno de su madre, no escuchó nada, ni tan siquiera el suyo propio.

Escrito por: Pensamiendo Indefinido.


2. Nacimiento.

De alguna forma ella era la causa de la muerte de su padre. Tarde o temprano hubiera ocurrido, no cabe duda, y quizás incluso de la misma forma. Pero el destino había tomado un curso tal que su alma vino al mundo a cambio de la de un hombre adulto, un minero. Unas manos capaces para el trabajo se fueron para traer una boca más que alimentar. Su hermano y su madre intentaban no pensar en ello, pero cuando el embarazo impidió a la mujer realizar trabajado alguno, la idea se hizo tan palpable como el hambre que lamentaban sus estómagos. El silencio se apoderó de la casucha y las horas parecían no pasar en los días previos al ansiado parto.
-Una niña…- murmuraba la joven madre mientras acariciaba su vientre – Tendré una preciosa niña…
-¿Madre? ¿Estás bien? – un niño de unos diez años entró en la única habitación de la casa y escrutó con la mirada a la tendida en el lecho. – Me pareció oírte hablar…
-¿Te he molestado? Perdona cielo… ¿Hace frío en la calle? ¿Por qué no te pones algo más? Acabarás cogiendo un resfriado, ya verás… - sonrió con dulzura mientras apoyaba las manos tras su espalda para intentar incorporarse. Su hijo la detuvo con un vistazo circular por la habitación, que dejó claro que por mucho que buscara alguna prenda de vestir más, sería todo inútil.
- No te preocupes, mamá. El trabajo no me deja enfriarme. Volveré pronto ¿eh? Si necesitas algo… bueno, ya sabes. – el pequeño forzó una sonrisa y volvió a correr a la calle.
- Qué suerte de hijo me has dejado, Ulrik… ¿Pero por qué tuviste que irte justo ahora? ¿Eh? Maldito imbécil… - la mujer suspiró mientras volvía a recostarse sobre el único almohadón de la casa. Estaba débil, cansada, y ya ni siquiera sentía el hambre. Durante los últimos días casi toda su comida había sido para su pequeño Víctor, “él necesita crecer”, se decía, y pedía a la criatura que se removía en su interior que se llevara lo poco que ella tomaba para que naciera sana y fuerte, para que fuera una bendición, una llama en mitad de las nieves eternas.


Muchas de sus compañeras se sorprendían de que no hubiera perdido a la criatura hacía tiempo, pues parecía que había ocurrido todo lo necesario para un aborto. En primer lugar, la muerte de su marido había supuesto un golpe muy duro para la joven, que de la noche a la mañana se veía sola con dos niños que seguramente no necesitaran de menos cuidados que ella misma. Después, la llegada de un invierno tan frío como los anteriores trajo consigo innumerables enfermedades. El pequeño Viktor había demostrado una entereza envidiable para un niño de su edad al cuidar de su madre aún padeciendo él las mismas fiebres que a ella la mantenían postrada en su improvisada cama. Desgracias, hambre, enfermedades… Pero la nueva vida se resistía a apagarse y las señoras vecinas tenían dos explicaciones a aquel pequeño milagro: o la joven madre se agarraba a la vida de su interior más aún que a la suya propia o los dioses tenían un motivo especial para mantener intacta la llama del corazón de la criatura no nata. Pero el pequeño ser no conocía nada de lo que ocurría a su alrededor, en el frío y hostil exterior: ella solo esperaba, al abrigo de su madre, el momento en que sus pequeños ojos azules se abrieran al mundo y el helado aire de Argluna llenara sus pulmones como, en el pasado, lo había hecho con los que la precedieron; demostrando una vez más que todos nacían y morían por igual, sin depender de su supuesta condición.


Pero lamentablemente, la igualdad es sólo un sueño, y la joven madre no dispuso de ninguna comodidad para dar a luz. Una vieja matrona la atendió en mitad de la noche, con un adormilado y asustado Viktor ayudándola en lo que podía. Gracias a los dioses, el parto no fue complicado y un bebé pequeño, pero sano, despertó con su llanto a los pocos habitantes de la calle que aún dormían a pesar de los gritos de la parturienta. El alba encontró agotados a los tres últimos integrantes de la familia Kimbley y a la recién nacida en brazos de su hermano que se afanaba en vencer al sueño para observarla cada vez mejor. Al fin sentía los latidos del corazón de la pequeña y, como si de un sueño se tratara, los suyos propios, acelerados y cálidos, como un susurro lejano, una promesa de esperanza.

Escrito por: Yuki.