Historia de Lainus.
Publicado: Lun Mar 02, 2009 5:45 pm
Addaral cruzó la taberna hasta llegar a la barra.
- ¡Eh, guapa! –le gritó el hombre a la camarera-.
- ¿Qué? –preguntó la muchacha con cara de pocos amigos-.
- Lo de siempre.
El hombre no apartaba la mirada del escote de la muchacha y la miraba con una sonrisa pervertida dibujada en su rostro.
Tras unos instantes, la muchacha le sirvió de mala gana y éste le dedicó otra miradita antes de dirigirse a una de las mesas que estaba justo enfrente de un escenario.
La taberna estaba llena de gente de todo tipo aquella noche, pero principalmente, estaba abarrotada de rufianes y borrachos, algo normal teniendo en cuenta que la taberna estaba situada en una de las callejuelas oscuras de los bajos fondos de Cálimport.
En una esquina del local, con una perspectiva perfecta de la mesa en la que se encontraba Addaral, se encontraba una figura oscura, con la cabeza agachada y con ambas manos puestas sobre la mesa alrededor de una jarra. Aparentemente, la extraña figura parecía sumida en sus pensamientos, como si el fondo de aquella jarra fuera lo único que existiese en ese momento.
Llevaba una capucha negra que le cubria el rostro y, bajo ella, unos ojos claros observaban con una mirada fría e intensa los movimientos de todos los presentes, especialmente los de uno.
Horas mas tarde, cuando toda la gente del local se había marchado, Addaral decidió que ya había bebido bastante (es decir, que el dueño lo echó a patadas de allí). Al salir, se chocó con la oscura figura que lo había estado observando toda la noche y parecía que fuera tanto o más borracha que él.
- ¡¡Aparta borracho!! –dijo al tiempo que le daba un empujón y se encaminaba por las oscuras callejuelas de Cálimport.
Llegó como pudo hasta su casa. Torpemente y llevándole su tiempo, consiguió entrar en ella y se fue directamente hacia su dormitorio.
Algo extraño lo detuvo cuando llegó cerca de la puerta. La habitación estaba dominada por una luz tenue procedente de un candil y frente a él, una butaca que daba la espalda a la puerta en la que se encontraba Addaral.
Al hombre lo recorrió de pies a cabeza una sensacion de terror que hizo que se le pasaran los efectos del alcohol de inmediato. Desenvainó una daga que llevaba en el cinto y avanzó despacio hacia la butaca. Cruzó lo que distaba hasta ella con el arma preparada en una mano y la otra adelantada para girar el asiento.
Lo giró de golpe y asestó una puñalada con todas sus energías, pero el golpe no encontró objetivo alguno más que la inerte butaca.
Durante un instante, se hizo un silencio que se rompió cuando, desde detrás de la puerta, sonó una voz:
- Buen golpe.
Addaral se giró de súbito y asestó otra estocada a la altura del cuello a la oscura y conocida figura. Era la persona que poco antes se había hecho pasar por borracho y se había chocado con él en la puerta de la taberna.
Con un rápido movimiento, la oscura figura se giró y, al mismo tiempo que desenvainaba su espada corta, asestó un tajo en el brazo del hombre, haciéndole soltar el arma y lanzando éste un grito de dolor.
Aterrado, el hombre se dispuso a abandonar la habitación, pero la oscura figura cerró la puerta de una patada.
- ¿Dónde vas? Siéntate, ahí –le dio un empujón que lo hizo sentarse en la butaca-.
- ¿Qué es lo que quieres? –chilló el hombre con el corazón latiéndole a mil por hora-.
- ¿Dónde están los diamantes? –preguntó al tiempo que se bajaba la capucha-.
Se trataba de un elfo de tez oscura y pelo blanco. Sus facciones eran finas, casi juveniles, pero su mirada mostraba la inteligencia de un sabio mago. Lo miraba tranquilamente, apenas sin inmutarse. Había guardado el arma tan pronto como le había asestado aquel tajo.
- No me gusta perder el tiempo con gente como tú, así que dime dónde están los diamantes y hagamos que esto acabe pronto –le dijo el asesino-.
Temblando de miedo y desangrándose por un brazo, el hombre le señaló una baldosa que había al lado de un armario.
El elfo dio un fuerte pisotón a la baldosa sin quitar la vista de aquel hombre, logrando que se rompiera y dejando al descubierto lo que parecía ser una bolsita. La tomó y la lanzó unos pocos centímetros al aire, dejándola caer de nuevo sobre su mano extendida.
- Veo que te has permitido algunos lujos a costa de Odcus.
Los ojos del hombre se abrieron de par en par al darse cuenta de lo que estaba por venir.
- Espero que los hayas disfrutado.
Tras decir estas palabras, el asesino tomó su estoque y le asestó un rapidísimo golpe que le atravesó el corazón sin que apenas se diera cuenta.
Con la bolsita en la mano, salió despacio y sigiloso, como una sombra, dejando tras de sí la misma escena de siempre.
- Ya dije lo que quería –comentó el bajá a uno de sus sirvientes-.
Se trataba de del baja Odcus, un humano de unos 45 años, bajo y delgaducho, pero que era capaz de matar un hombre con tan sólo uno de sus conjuros. Vestía con ropas elegantes y llevaba puestas siempre lujosas y poderosas joyas, las cuales, seguramente le conferían la mayoría de sus defensas mágicas que lo hacían prácticamente intocable.
- ¿Señor? Lainus está aquí –comentó otro sirviente al entrar en la estancia-.
- Que pase –despidió a ambos y se puso cómodo en su sillón-.
Lainus odiaba al bajá. En su mente tan sólo veía escenas en las que acababa con él. Maquinaba todo el tiempo cuál sería su punto débil y cómo poder llegar hasta él. Algo tenía claro Lainus, por muchas habilidades mágicas que tuviera el bajá, una de ellas seguro que no era conocer los pensamientos, de lo contrario ya estaría muerto. ¿O tal vez se equivocaba?
- Ya he terminado el trabajo. Ese estúpido ladrón no robará jamás –comentó tras acercarse a una distancia prudencial del mago-.
- Bien. ¿Tienes los diamantes? –preguntó acomodándose en su sillón-.
- Así es. Además, he averiguado algunas cosas.
La cofradía de Odcus era una cofradía mediocre en comparación con el poder del que disponían las demás. Principalmente se mantenía activa gracias a los trabajos que realizaba para las demás. Trabajos que las demás no se dignaban a hacer. Todo eso iba a cambiar.
Recientemente algunos de sus miembros habían descubierto vetas de diamantes en ciertas minas y hacían lo imposible por mantener eso en secreto. Esa era su máxima prioridad.
Aquellos diamantes le conferirían a Odcus el dinero suficiente como para hacerse con los servicios de los mejores asesinos, hechiceros y guerreros de la zona, además de permitirle sobornar a cualquier bajá. Por fin sería una cofradía digna y de renombre.
Lainus había averiguado que otras cofradías sospechaban qué se traían entre manos, que el secreto de las vetas de mineral ya no era tan “secreto” en las calles.
- Ya he oído suficiente, vete –le dijo el bajá al asesino como si de un mero sirviente se tratara.
- Sí, señor –se despidió y salió de la estancia-.
Una ira casi incontenible manaba de su interior. No soportaba que nadie lo tratara como a un cualquiera.
- Ya sabes lo que tienes que hacer –comentó el bajá con la mirada perdida, puesta más allá de la puerta por la que había salido Lainus-.
Una figura, que hasta ese momento se había mantenido oculta gracias a un hechizo de invisibilidad, apareció justo al lado del bajá y sin mediar palabra, siguió los pasos del asesino.
Al bajá no le gustaba la idea de tener que deshacerse de un lugarteniente tan valioso, pero sus ansias de poder, lo hacían ser demasiado peligroso.
“Maldito Odcus. Ha llegado el momento, lo mataré y me haré con el control de la cofradía. Los hombres me temen así que no dudo en que obedecerán mis órdenes”.
Era de noche y las calles estaban aparentemente desiertas. Había pasado toda la vida en las calles y sabía que un montón de miradas se posaban en el desde oscuros rincones. Multitud de rufianes y asesinos esperaban a que algún insensato osara pasar por allí, para lanzarse sobre él y desvalijarlo, si no matarlo. Ninguno se le lanzó a Lainus excepto uno.
Cuando a punto estaba de llegar a la posada en la que pasaría aquella noche, el murmullo de una persona lo alertó y, con un acto reflejo, saltó a un lado más allá del área de la bola de fuego que le acababan de lanzar. Había reconocido el conjuro, eso era prueba de que su aprendizaje estaba dando sus frutos. Su iniciación en la magia lo acababa de salvar de una muerte casi segura.
Todo a su alrededor estaba ardiendo y no había señales del hechicero por ningún sitio. Desenvainó despacio y se deslizó entre las sombras. Sólo se oía el crepitar de la madera que ardía a su alrededor. Miraba hacia todos lados pero no conseguía ver nada. Hasta que de pronto, otra salmodia de palabras procedentes de su flanco izquierdo, llegó hasta sus oídos. Esta vez no consiguió reconocer el conjuro, así que instintiva y ferozmente, se avalanzó hacia el lugar del que venía la voz.
Se topó de frente con la figura de un humano que justo acababa de conjurar un hechizo haciendo que de sus manos saliera un rayo de energía impactándole de lleno y haciéndole saltar por los aires. Cayó de espaldas al suelo soltando la espada corta que llevaba en su mano izquierda y sintiendo una oleada de dolor que le recorrió todo el cuerpo.
De nuevo le llegaron las palabras del hechicero.
“Otra vez no...”
Agarró una daga que llevaba en su cinto y la lanzó tan rápido que logró impactar en el objetivo antes incluso de que concluyera el conjuro. El hechicero chilló. Era su turno.
Se incorporó de un salto y asestó una serie de golpes que, por alguna extraña razón, impactaban en el objetivo, pero este ni siquera se inmutaba.
Una sonrisilla apareció en la cara del hechicero. Dio un paso atrás y comenzó a lanzar otro de sus conjuros. No le quedaba otra alternativa, se zambulló rodando hacia el lugar donde estaba la espada corta y la recogió del suelo. Al tiempo que la alcanzaba y se incorporaba, una serie de proyectiles mágicos se estrellaron contra su cuerpo. Pero esta vez era a él a quien le tocaba sonreir. El conjuro defensivo que se había lanzado le hacía invulnerable a ese hechizo.
Se avalanzó sobre el hechicero y le asestó tres golpes con su espada corta que si que consiguieron herir al objetivo esta vez. El tercero fue directo al corazón, haciendo que el cuerpo del hechicero cayera inerte al suelo con una mueca de terror en el rostro.
Todo había pasado muy deprisa.
Registró el cuerpo del hechicero y se marchó hasta su habitación como pudo. Cuando estuvo allí, busco entre sus cosas y se tomó una poción que le ayudaría a curar sus heridas.
“El próximo en sentir el acero de mi espada serás tú, Odcus”.
Tras ese pensamiento cayó dormido.
A la mañana siguiente, unos extraños sueños de traiciones y persecuciones lo despertaron. Se levantó totalmente recuperado y vio a su derecha el cinturón que llevaba puesto el hechicero junto con un amuleto que cogaba de su cuello. Supuso que ambas cosas le servirían como protección contra el bajá. Se colocó su equipo, recogió todo aquello que le iba a hacer falta y se marchó de aquella habitación. Tenía un plan...
- ¡Eh, guapa! –le gritó el hombre a la camarera-.
- ¿Qué? –preguntó la muchacha con cara de pocos amigos-.
- Lo de siempre.
El hombre no apartaba la mirada del escote de la muchacha y la miraba con una sonrisa pervertida dibujada en su rostro.
Tras unos instantes, la muchacha le sirvió de mala gana y éste le dedicó otra miradita antes de dirigirse a una de las mesas que estaba justo enfrente de un escenario.
La taberna estaba llena de gente de todo tipo aquella noche, pero principalmente, estaba abarrotada de rufianes y borrachos, algo normal teniendo en cuenta que la taberna estaba situada en una de las callejuelas oscuras de los bajos fondos de Cálimport.
En una esquina del local, con una perspectiva perfecta de la mesa en la que se encontraba Addaral, se encontraba una figura oscura, con la cabeza agachada y con ambas manos puestas sobre la mesa alrededor de una jarra. Aparentemente, la extraña figura parecía sumida en sus pensamientos, como si el fondo de aquella jarra fuera lo único que existiese en ese momento.
Llevaba una capucha negra que le cubria el rostro y, bajo ella, unos ojos claros observaban con una mirada fría e intensa los movimientos de todos los presentes, especialmente los de uno.
Horas mas tarde, cuando toda la gente del local se había marchado, Addaral decidió que ya había bebido bastante (es decir, que el dueño lo echó a patadas de allí). Al salir, se chocó con la oscura figura que lo había estado observando toda la noche y parecía que fuera tanto o más borracha que él.
- ¡¡Aparta borracho!! –dijo al tiempo que le daba un empujón y se encaminaba por las oscuras callejuelas de Cálimport.
Llegó como pudo hasta su casa. Torpemente y llevándole su tiempo, consiguió entrar en ella y se fue directamente hacia su dormitorio.
Algo extraño lo detuvo cuando llegó cerca de la puerta. La habitación estaba dominada por una luz tenue procedente de un candil y frente a él, una butaca que daba la espalda a la puerta en la que se encontraba Addaral.
Al hombre lo recorrió de pies a cabeza una sensacion de terror que hizo que se le pasaran los efectos del alcohol de inmediato. Desenvainó una daga que llevaba en el cinto y avanzó despacio hacia la butaca. Cruzó lo que distaba hasta ella con el arma preparada en una mano y la otra adelantada para girar el asiento.
Lo giró de golpe y asestó una puñalada con todas sus energías, pero el golpe no encontró objetivo alguno más que la inerte butaca.
Durante un instante, se hizo un silencio que se rompió cuando, desde detrás de la puerta, sonó una voz:
- Buen golpe.
Addaral se giró de súbito y asestó otra estocada a la altura del cuello a la oscura y conocida figura. Era la persona que poco antes se había hecho pasar por borracho y se había chocado con él en la puerta de la taberna.
Con un rápido movimiento, la oscura figura se giró y, al mismo tiempo que desenvainaba su espada corta, asestó un tajo en el brazo del hombre, haciéndole soltar el arma y lanzando éste un grito de dolor.
Aterrado, el hombre se dispuso a abandonar la habitación, pero la oscura figura cerró la puerta de una patada.
- ¿Dónde vas? Siéntate, ahí –le dio un empujón que lo hizo sentarse en la butaca-.
- ¿Qué es lo que quieres? –chilló el hombre con el corazón latiéndole a mil por hora-.
- ¿Dónde están los diamantes? –preguntó al tiempo que se bajaba la capucha-.
Se trataba de un elfo de tez oscura y pelo blanco. Sus facciones eran finas, casi juveniles, pero su mirada mostraba la inteligencia de un sabio mago. Lo miraba tranquilamente, apenas sin inmutarse. Había guardado el arma tan pronto como le había asestado aquel tajo.
- No me gusta perder el tiempo con gente como tú, así que dime dónde están los diamantes y hagamos que esto acabe pronto –le dijo el asesino-.
Temblando de miedo y desangrándose por un brazo, el hombre le señaló una baldosa que había al lado de un armario.
El elfo dio un fuerte pisotón a la baldosa sin quitar la vista de aquel hombre, logrando que se rompiera y dejando al descubierto lo que parecía ser una bolsita. La tomó y la lanzó unos pocos centímetros al aire, dejándola caer de nuevo sobre su mano extendida.
- Veo que te has permitido algunos lujos a costa de Odcus.
Los ojos del hombre se abrieron de par en par al darse cuenta de lo que estaba por venir.
- Espero que los hayas disfrutado.
Tras decir estas palabras, el asesino tomó su estoque y le asestó un rapidísimo golpe que le atravesó el corazón sin que apenas se diera cuenta.
Con la bolsita en la mano, salió despacio y sigiloso, como una sombra, dejando tras de sí la misma escena de siempre.
- Ya dije lo que quería –comentó el bajá a uno de sus sirvientes-.
Se trataba de del baja Odcus, un humano de unos 45 años, bajo y delgaducho, pero que era capaz de matar un hombre con tan sólo uno de sus conjuros. Vestía con ropas elegantes y llevaba puestas siempre lujosas y poderosas joyas, las cuales, seguramente le conferían la mayoría de sus defensas mágicas que lo hacían prácticamente intocable.
- ¿Señor? Lainus está aquí –comentó otro sirviente al entrar en la estancia-.
- Que pase –despidió a ambos y se puso cómodo en su sillón-.
Lainus odiaba al bajá. En su mente tan sólo veía escenas en las que acababa con él. Maquinaba todo el tiempo cuál sería su punto débil y cómo poder llegar hasta él. Algo tenía claro Lainus, por muchas habilidades mágicas que tuviera el bajá, una de ellas seguro que no era conocer los pensamientos, de lo contrario ya estaría muerto. ¿O tal vez se equivocaba?
- Ya he terminado el trabajo. Ese estúpido ladrón no robará jamás –comentó tras acercarse a una distancia prudencial del mago-.
- Bien. ¿Tienes los diamantes? –preguntó acomodándose en su sillón-.
- Así es. Además, he averiguado algunas cosas.
La cofradía de Odcus era una cofradía mediocre en comparación con el poder del que disponían las demás. Principalmente se mantenía activa gracias a los trabajos que realizaba para las demás. Trabajos que las demás no se dignaban a hacer. Todo eso iba a cambiar.
Recientemente algunos de sus miembros habían descubierto vetas de diamantes en ciertas minas y hacían lo imposible por mantener eso en secreto. Esa era su máxima prioridad.
Aquellos diamantes le conferirían a Odcus el dinero suficiente como para hacerse con los servicios de los mejores asesinos, hechiceros y guerreros de la zona, además de permitirle sobornar a cualquier bajá. Por fin sería una cofradía digna y de renombre.
Lainus había averiguado que otras cofradías sospechaban qué se traían entre manos, que el secreto de las vetas de mineral ya no era tan “secreto” en las calles.
- Ya he oído suficiente, vete –le dijo el bajá al asesino como si de un mero sirviente se tratara.
- Sí, señor –se despidió y salió de la estancia-.
Una ira casi incontenible manaba de su interior. No soportaba que nadie lo tratara como a un cualquiera.
- Ya sabes lo que tienes que hacer –comentó el bajá con la mirada perdida, puesta más allá de la puerta por la que había salido Lainus-.
Una figura, que hasta ese momento se había mantenido oculta gracias a un hechizo de invisibilidad, apareció justo al lado del bajá y sin mediar palabra, siguió los pasos del asesino.
Al bajá no le gustaba la idea de tener que deshacerse de un lugarteniente tan valioso, pero sus ansias de poder, lo hacían ser demasiado peligroso.
“Maldito Odcus. Ha llegado el momento, lo mataré y me haré con el control de la cofradía. Los hombres me temen así que no dudo en que obedecerán mis órdenes”.
Era de noche y las calles estaban aparentemente desiertas. Había pasado toda la vida en las calles y sabía que un montón de miradas se posaban en el desde oscuros rincones. Multitud de rufianes y asesinos esperaban a que algún insensato osara pasar por allí, para lanzarse sobre él y desvalijarlo, si no matarlo. Ninguno se le lanzó a Lainus excepto uno.
Cuando a punto estaba de llegar a la posada en la que pasaría aquella noche, el murmullo de una persona lo alertó y, con un acto reflejo, saltó a un lado más allá del área de la bola de fuego que le acababan de lanzar. Había reconocido el conjuro, eso era prueba de que su aprendizaje estaba dando sus frutos. Su iniciación en la magia lo acababa de salvar de una muerte casi segura.
Todo a su alrededor estaba ardiendo y no había señales del hechicero por ningún sitio. Desenvainó despacio y se deslizó entre las sombras. Sólo se oía el crepitar de la madera que ardía a su alrededor. Miraba hacia todos lados pero no conseguía ver nada. Hasta que de pronto, otra salmodia de palabras procedentes de su flanco izquierdo, llegó hasta sus oídos. Esta vez no consiguió reconocer el conjuro, así que instintiva y ferozmente, se avalanzó hacia el lugar del que venía la voz.
Se topó de frente con la figura de un humano que justo acababa de conjurar un hechizo haciendo que de sus manos saliera un rayo de energía impactándole de lleno y haciéndole saltar por los aires. Cayó de espaldas al suelo soltando la espada corta que llevaba en su mano izquierda y sintiendo una oleada de dolor que le recorrió todo el cuerpo.
De nuevo le llegaron las palabras del hechicero.
“Otra vez no...”
Agarró una daga que llevaba en su cinto y la lanzó tan rápido que logró impactar en el objetivo antes incluso de que concluyera el conjuro. El hechicero chilló. Era su turno.
Se incorporó de un salto y asestó una serie de golpes que, por alguna extraña razón, impactaban en el objetivo, pero este ni siquera se inmutaba.
Una sonrisilla apareció en la cara del hechicero. Dio un paso atrás y comenzó a lanzar otro de sus conjuros. No le quedaba otra alternativa, se zambulló rodando hacia el lugar donde estaba la espada corta y la recogió del suelo. Al tiempo que la alcanzaba y se incorporaba, una serie de proyectiles mágicos se estrellaron contra su cuerpo. Pero esta vez era a él a quien le tocaba sonreir. El conjuro defensivo que se había lanzado le hacía invulnerable a ese hechizo.
Se avalanzó sobre el hechicero y le asestó tres golpes con su espada corta que si que consiguieron herir al objetivo esta vez. El tercero fue directo al corazón, haciendo que el cuerpo del hechicero cayera inerte al suelo con una mueca de terror en el rostro.
Todo había pasado muy deprisa.
Registró el cuerpo del hechicero y se marchó hasta su habitación como pudo. Cuando estuvo allí, busco entre sus cosas y se tomó una poción que le ayudaría a curar sus heridas.
“El próximo en sentir el acero de mi espada serás tú, Odcus”.
Tras ese pensamiento cayó dormido.
A la mañana siguiente, unos extraños sueños de traiciones y persecuciones lo despertaron. Se levantó totalmente recuperado y vio a su derecha el cinturón que llevaba puesto el hechicero junto con un amuleto que cogaba de su cuello. Supuso que ambas cosas le servirían como protección contra el bajá. Se colocó su equipo, recogió todo aquello que le iba a hacer falta y se marchó de aquella habitación. Tenía un plan...