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Devoto del Lamento, de nombre y hechos

Publicado: Vie Jun 11, 2010 1:18 pm
por wandix3.5
Devoto da un sorbo de su pinta de agua. La sal que ha pedido para una de sus heridas sigue ahí, esperando. Hay muchas formas de disciplinarse y aprender a soportar el dolor y esta es la que ha elegido Devoto. Toma un puñado de sal y lo esparce por la herida. A Galtor le duele con sólo verlo, pero Devoto permanece inmutable a pesar del dolor que sin duda debe estar sufriendo.
- ¿Por qué hacéis esas barbaridades los seguidores de Ilmáter?- pregunta, sin esperar obtener una respuesta sensata.
- El sufrimiento -contesta Devoto, y en la voz se nota un matiz que refleja el dolor para un observador atento- está en el mundo. Nosotros tenemos como misión apartar ese sufrimiento y tomarlo sobre nosotros. Esta no es más que una forma de aprender a dominar el dolor.
Hace una pausa, como si estuviese escogiendo las palabras con cuidado. No es la primera vez que Devoto responde a esa pregunta, y seguro que no será la última.
-Cuentan -prosigue, y ahora el matiz de dolor ha desaparecido, casi se diría que sus profundos ojos verdes brillan de satisfacción- que cuando San Sollars vivía en Aguasprofundas, cada vez que no podía curar a alguien se arrancaba un mechón de pelos para causarse dolor físico y poder así ganar poder en la curación que realizaba. Dicen que se encontraron mechones de pelo en su casa tiempo después, y que un bienintencionado guardó uno como reliquia. A Ilmáter no le agradan las reliquias, pero concede poder a los sufrientes.
Galtor, un aguerrido aventurero, hombre firme ante los orcos y capaz de meterle una flecha a un demonio en la conciencia, pone cara de resignación. "Otro de esos locos", piensa. Sacude la cabeza, afortunadamente sin propagar demasiado la porquería de su no muy abundante pelo oscuro, y coge algo del suelo. Es un bulto bastante grande, como de metro y medio de largo, y envuelto en pieles. Lo ha traído desde Damara para Devoto.
- He averiguado -dice adoptando un tono profesional- lo que me pediste. La mujer que decías era tu madre. Murió hace dos años, como ya sabías. No he conseguido averiguar nada sobre su historia ni sobre quien pudo ser tu padre. Lo único es que antes de adoptar el nombre con el que la conoces fue paladina de Tyr con un nombre que no he podido descubrir. Y está esto.
Le entrega el misterioso paquete y espera en silencio a que Devoto lo abra. El sacerdote no parece superado por el saber quién era su madre, ni por el capricho de la herencia que no le entregó rasgos élficos sinó humanos. No era la primera vez que algo así ocurría. Toma en sus manos el objeto que le da Galtor como si fuese una reliquia sagrada y aparta las pieles que lo cubren. En el interior del paquete, una espada larga de refulgente titanio le sorprende, no menos que las dos gemas que relucen en su empuñadura: un diamante azulado y un rubí de un rojo tan intenso que parece estar vivo. Sobre la espada hay un libro de gruesas tapas rojas con letras doradas en una de ellas componiendo un curioso título: "Manual de táctica en combate desigual".
La cara de extrañeza de Devoto mirando a Galtor hace que este intervenga aclarando las preguntas que puede leer en la cara del joven clérigo.
- Al explicarle al abad mi misión, me dio esto. Dijo que te pertenecía y que no te lo dio antes para no ocupar tu mente con asuntos que no te podían beneficiar. Me dio una advertencia sobre la espada. Está maldita, dijo. No la blandas nunca contra nadie o te expones a la condenación eterna de su alma y de la tuya. Estos objetos -añade- pertenecían a tu madre, y el abad me dijo que los portaba consigo cuando llegó al Monasterio de la Rosa Amarilla por primera vez. Nunca explicó mucho hasta su lecho de muerte, y ni entonces dijo más que "Eran de él".
Al escuchar estas palabras, Devoto salta de la silla precipitándola sobre el suelo ante las miradas curiosas de los demás parroquianos del Blasón.
- ¿De él? -dice con un hilo de voz-. ¿Hablaría de mi padre?
De nuevo mira los dos objetos con un respeto casi religioso y abre el libro por primera vez. En la primera página puede verse sobre fondo azul una balanza y un martillo de guerra. Con esfuerzo vuelve a centrarse en la conversación, cerrando de nuevo el libro.
- ¿Has averiguado algo más? -dice mientras recoge la silla y vuelve a ocuparla.
- Me temo que no.
El joven Devoto rebusca entre sus ropas, saca una bolsa bastante nutrida y de ella varias monedas y gemas.
- Un diamante, cien lunas de platino y cien leones de oro. Creo que con eso está saldado tu sueldo. Y toma -tras dejar los valores en la mesa devuelve la bolsa a su túnica y saca cuatro viales de cerámica-. Esto es un regalo. Considéralo una prima por un trabajo bien hecho.
Galtor no es un hombre avaricioso, pero como un hombre sabio dijo una vez, hay que dar una cosa a cambio de otra. Sonríe de oreja a oreja, recoge sus beneficios y, tras despedirse de Devoto, promete para sí mismo no implicarse más con clérigos de Ilmáter.
Devoto queda meditando en la taberna, tan sumido en sus pensamientos que no se da cuenta de nada a su alrededor. Revisa los recuerdos de su vida.

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Nací hace cerca de veinte años no tengo ni idea de dónde. Mi infancia transcurrió en un pueblo de Damara cerca del Monasterio de la Rosa Amarilla, sin mis padres. El hombre que lo era todo para mí era el Padre Loren, un clérigo de Ilmáter que me contó que me habían dejado a su cuidado a los cuatro años. Antes de eso... apenas recuerdos de una mujer pelirroja de ojos verdes como los míos, recuerdo haberla visto llorar amargamente y recuerdo ir con ella en brazos protegiéndome del intenso frío con una manta. Nada más.
A los dieciséis años era un auténtico cernícalo, un pedazo de acémila como casi todos a esa edad. No hacía más que dar disgustos al Padre, hasta que finalmente decidió enviarme al Monasterio para que completasen mi educación. Me dolió mucho que me echase de su lado así, pero estaba convencido de que tarde o temprano ocurriría. Al final nadie se quedaba conmigo, ni mis padres ni el Padre Loren.
No supe hasta tiempo después que el Padre Loren estaba gravemente enfermo y que quiso ahorrarme el ver como la decrepitud le alcanzaba y corroía hasta dejarle en nada. ¡Cómo lloré al enterarme de su muerte! Él es el único padre que conocí.
El abad Nyster quedó a mi cargo. Un hombre de extraordinaria severidad con todos, me imponía durísimas penitencias a cada barrabasada. Nada más llegar, de hecho, me cambió el nombre de Larduin Brishastro por el de Devoto del Lamento. Me lo impuso por dos meses. afortunadamente para mí, mi forma de encarar todo aquello fue la tozudez más extrema: demostrar que las penitencias no eran nada para mí. A los dos meses le dije al abad que mantendría el nombre. Pasé varios votos de silencio, ayunos y demás, u la bestia parda que había en mí se fue convirtiendo en una persona decente, un Engalanado, como nos llaman.
Pero el hecho más importante que me ocurrió entonces lo recuerdo ahora con más intensidad que nunca. Un día lluvioso que entrenaba con bastones en el claustro, una de las mujeres que vivían allí, una clériga muy devota que casi nunca mostraba su cara ocultándola bajo el hábito y a la que sólo reconocíamos por llevar una rosa azul bordada en el pecho de la túnica, se acercó a mí y, retirando la capucha desveló su hermoso rostro adornado por unos ojos verdes en forma de almendra y una mata de pelo rojo que caía en cascada por sus hombros. Asomando por el cabello, sus orejas indicaban que era una semielfa. Me miró a los ojos y dijo: "A él también le gustaba la lluvia. Te pareces mucho a él." Dicho esto, su rostro se ensombreció y añadió: "Pero le mataron los drows. Malditos sean". Y rompió a llorar.
Yo quedé superado por la situación. La mujer me resultaba extrañamente familiar, y no sabía que hacer ante esas lágrimas que revelaban una tragedia de la que nada sabía, y aún hoy sigo sin saber demasiado. Su edad era muy difícil de determinar para mí, pero había dejado atrás la plena juventud hacía algunos años. ¿Quién sebe lo que quiere decir eso en una semielfa? La mujer se fue por donde había venido, dejándome paralizado. Pocos días después me llamó el abad a su celda.
- Larduin -dijo, y fue la última vez que usó semejante nombre-. ¿Conoces a la mujer a la que llaman La Rosa Azul?
Asentí sin decir nada.
- Murió ayer de una extraña enfermedad. De hecho, más que de una enfermedad murió de tristeza. ¿Hablaste alguna vez con ella?
Le relaté el extraño encuentro y él asintió ante mis palabras, como si comprendiese algo.
- Sentía gran afecto por ti. Otro día te hablaré de ella. Hoy debo encargarte una misión. En la Marca Argéntea estamos muy escasos de efectivos. La Iglesia allí lucha con grandes dificultades contra la actitud farisea de las gentes de allí, muy partidarios de la ley y el orden pero incapaces de plantar cara al mal y mucho menos de mostrar compasión por sus semejantes. Irás a la villa de Nevesmortas y te encargarás de predicar allí la palabra del Dios Quebrado. Y recuerda que más que tus palabras, tus hechos hablarán por ti.
Me lanzó una mirada escrutadora, como leyendo mis más íntimos pensamientos.
- Ayer alguien le gastó una broma pesada -dijo con el tono más severo del que era capaz, y eso era mucho para él- al Padre Níspero. El pobre aún está quitándose pinchos del cactus en el que se sentó. El responsable de esto comenzará una penitencia de cinco lunas de silencio en cuanto llegue a Nevesmortas. ¿Lo has entendido?
- Sí, abate Nyster.

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Han pasado un par de años, Larduin Brishastro es ahora Devoto del Lamento y vive en Nevesmortas e intenta mostrar el camino del sacrificio a los demás. Pero sus sospechas sobre la Rosa Azul han fraguado, y tiene ante sí dos objetos que cree son de su padre. Revisa el libro, muy instructivo pero carente de nombres u otras cosas que permitan adivinar su autor. Sin embargo, de sus páginas sobresale un pedazo de papel. Devoto lo coge y lo lee. Es un poema, "El Romance de la primera muerte", escrito por una mano aparentemente femenina. Vuelve a guardarlo entre las páginas del libro y examina ahora la espada. Clava sus ojos en la marca del herrero, como si la reconociese.
- He visto esa marca en algún sitio. Conseguiré averiguar dónde, lo juro por San Sollars.
Recoge sus cosas y sale del Blasón, con un aspecto distinto. En su boca brilla una sonrisa.