Nadirah
Publicado: Dom Oct 03, 2010 11:56 pm
Había nevado en Kuldahar, los pasos del viejo Jubba aplastaban la nieve y con ella el silencio de la noche. El frío conmovía hasta el más rudo de sus músculos y su única defensa era aligerar la marcha. “Soy demasiado viejo para esto” –se decía-, y los adoquines envueltos en escarcha parecían repetir sus palabras a cada paso. El semiorco había vivido mucho, pero aquella noche traía algo nuevo: esa noche iba a matar por amor. “Soy demasiado viejo para esto” repetían los adoquines…
Cuando Jubba y Nadirah se conocieron, ella era una prostituta. Jubba la deseó, y fue tanto aquel deseo que no tardó en parir amor. Ella era apenas una muchacha, prostituída por su propio padre por un poco de oro, pero Jubba la amaba y esa noche mataría por ella. Cuando el viejo matarife llegó a la casa, una luz amarilla y triste se desparramaba desde la ventana del salón hasta sus ojos. El frío empezaba a arreciar, pero él sabía que tenía que esperar la señal para entrar; una señal roja como la sangre. No pasó media hora cuando volvió a nevar. Jubba toleraba bien el frío, pero nunca se logró acostumbrar al preludio de la matanza. El viejo semiorco acariciaba su daga como el jinete que tranquiliza a su montura antes de la carrera, sólo tenía que esperar la señal de Nadirah y todo estaría hecho. Sólo la noche y él poblaban la calle cuando alguien cubrió el candil de la habitación con un pañuelo rojo que tiñó la luz de la ventana: era la señal. Jubba apretó los dientes y se abalanzó sobre la puerta de la casa a grandes trancos; la nieve, crujida bajo sus botas, gritaba. Todo estaba hecho.
Una hora más tarde, Jubba volvió a su casa y encendió una vela. Prendió el fuego de la chimenea y puso agua a calentar. Rápidamente se sirvió una copa de vino que apuró de un trago. Se quedó un rato junto al fuego observando sus manos aún manchadas de sangre; siempre hacía lo mismo después de dar muerte a alguien. Lo hizo después de su primera vez y lo hacía esa misma noche, la que sería la última. Contemplaba la sangre tibia sobre su piel de semiorco a la luz de las ascuas cuando una voz le sorprendió por la espalda.
-Sí, Jubba, es la sangre de un muerto.
El viejo se giró sobresaltado. No había percibido a nadie desde que entró en su casa hacía ya unos minutos. Distinguió vagamente una silueta sentada al fondo de la estancia. Una capucha y tan poca luz le ocultaban el rostro, sin embargo, Jubba conocía bien esa voz.
-Yo también tengo esa misma sensación –continuó el extraño-, yo también contemplo la sangre de los muertos antes de limpiarla de mi vida y de mis manos para siempre. Es un pequeño ritual al que en el fondo nadie se acostumbra.
-Zalias…
La voz ronca de Jubba se paseó por el salón con la forma de aquella palabra. No pudo evitar ponerse nervioso, aunque intentó enmascararlo sirviéndose otra copa de vino. Acto seguido le ofreció a su "invitado"
-¿Puedo ofrecerte una copa de mi vino?
El encapuchado tardó unos segundos en contestar. Jubba sintió que aquel silencio le rodeaba y hostigaba como las sombras que bailaban alrededor del candil.
-No beberé esta noche, Jubba, y tú tampoco deberías hacerlo. El vino acabará matándote antes de tiempo.
Jubba apuró su copa, la dejó sobre la mesa y mirando el vacío que ahora contenía siguió hablando.
-¿Por qué has venido tú mismo a matarme? ¿Por qué nos has enviado a alguno de los tuyos?
-He querido hacerlo personalmente por el respeto que te tengo y por el aprecio que un día te tuve, perro traidor.
Las dos últimas palabras se deslizaron por los labios de Zalias como una víbora en busca de su presa. Jubba sabía que tarde o temprano aquello acabaría pasando, pero nunca imaginó que el mismo Zalias vendría a matarle. Por un momento se arrepintió de todo cuanto le había llevado a esa situación, del error mortal que supuso traicionar a su amigo. Sin embargo, esa noche ya era demasiado tarde, ya no tenía sentido maldecir el pasado. Lo que Jubba ahora se preguntaba era si valdría la pena defenderse de aquel encapuchado que deseaba su muerte. El semiorco miró a Zalias y le habló.
-Si has venido a matarme, ¿a qué estás esperando, Zalias?
El encapuchado se incorporó mostrando su estatura. Era bastante alto para ser humano aunque no tanto como Jubba. Vestía un sencillo guardapolvo oscuro bajo el que escondía las manos. Manos que, a fe de Jubba, portaban algo más que anillos enjoyados. Zalias le contestó.
-Ya te he matado, Jubba.
El semiorco vaciló por un momento. No entendía la respuesta de Zalias, pero temía la verdad de esas cinco palabras más que las dagas que pudiera esconder bajo su capa. Entonces miró la copa de vino y comprendió: Zalias le había envenenado. Por un momento Jubba no supo qué hacer. Zalias permanecía en pie a la espera de cualquier reacción suya. El viejo semiorco no había sido el hombre más honorable del mundo, pero ahora había decidido acabar sus días en paz. Con los ahorros de toda una vida de matarife iba a retirarse junto a Nadirah. Muerto su padre, la niña estaba sola, aunque ella misma había pagado el precio de su muerte. En sus últimos momentos de vida, Jubba sólo pensaba en el destino de aquella hermosa y joven prostituta. Se sirvió su última copa y comenzó a hablar.
-Antes de morir quisiera pedirte algo, Zalias, por la amistad que un día nos unía.
El hombre se mantuvo en silencio, algo que Jubba interpretó como una afirmativa. El semiorco siguió hablando.
-Mi vida ya poco importa. Soy viejo y tengo muchos enemigos. Si no me matabas tú, otro lo hubiera hecho tarde o temprano.
Jubba bebió de su copa envenenada y prosiguió.
-Sin embargo, hay alguien a quien protejo, alguien de tu raza. La sangre que mancha mis manos es la de su padre.
Zalias se dejó caer sobre el asiento y habló.
-Los años te han ablandado, Jubba, ¿qué te hace proteger a esa muchacha?
Jubba dejó la copa medio llena sobre la mesa y miró a la hoguera crepitar. Él aún no había hablado de Nadirah y sin embargo Zalias sabía de ella. Pronto comprendió que aquel hombre llevaba espiándole más de lo que creía, quizá días. Después de meditar la respuesta, habló...
-Amor.
De nuevo el silencio floreció en la sala. Zalias se sentó de nuevo, sacó una mano enjoyada y apoyó en ella su cara, todavía oculta tras la capucha.
-Habla, Jubba, te escucho, pero te aconsejo que seas breve. La muerte no espera mucho una vez convocada.
El semiorco tomó aire y siguió hablando sin apartar la vista de la hoguera.
-Esa muchacha se llama Nadirah, era prostituída por su padre, el borracho al que he dado muerte esta noche. Sin él ya es libre para largarse en busca de una vida mejor, pero sin mí no tiene a nadie.
-Jubba se acercó a la chimenea, acercó sus manos a uno de los ladrillos de la pared y lo sacó descubriendo un hueco secreto en el que guardaba algo. El semiorco sacó un cofre, lo dejó sobre la mesa y lo abrió. Dentro había piedras preciosas suficientes para pagar una vida. Zalias ni siquiera lo miró sin apartar su vista de Jubba. El semiorco siguió hablando...
-He perdido la cuenta de las muertes que hay en este cofre, pero quiero que ahora sirva para la vida de esa muchacha. Es todo cuanto te pido, Zalias, sabiendo que cumplirás mi deseo muero en paz.
Zalias se quedó en silencio mientras fingía meditar aquel deseo. Viendo a su antiguo amigo moribundo, recordó cuanto habían vivido juntos. No fue clemencia sino melancolía lo que le hizo responder.
-Así sea, Jubba, tu puta tendrá ese cofre.
Al oír esto, el semiorco sonrió, cerró el cofre, tomó asiento frente a Zalias y se relajó. Antes de sentir el veneno matarle rápida y agradablemente habló por última vez.
-¿Me perdonas, Zalias? –dijo poco antes de morir.
-Te perdonaré en cuanto estés muerto, Jubba.
Al oír la respuesta de Zalias, Jubba cerró los ojos y murió.
Nadirah preparaba sus cosas ajetreada. El cuerpo ensangrentado de su padre aún descansaba en el sillón en el que Jubba le había matado. Debía reunirse con el semiorco antes del alba y partirían hacia el sur en busca de una nueva vida. La niña era insultantemente hermosa, de tez pálida y cabellos dorados. Era hija de puta; su madre la abandonó siendo una recién nacida en la puerta de la casa de su padre con una carta que decía “esta es tu hija”. El padre, borracho y hombre de mala vida, no tuvo el valor de matarla y el único sitio que se le ocurrió para ella fue La Casa del Placer de Keshana, el burdel de Kuldahar. En cuanto cumplió los once inviernos, la niña fue introducida en el negocio a la fuerza. No fue una infancia feliz.
Aún quedaba mucho por preparar cuando una total oscuridad inundó de súbito la habitación. Ni siquiera la luz de la chimenea se distinguía. En cuestión de segundos, la oscuridad también se adueñó de su mente.
Cuando Nadirah despertó, estaba en la habitación más lujosa que había visto en su vida. Seda, grana y oro vestían la estancia de vanidad. Zalias la miraba bajo la capucha desde un asiento enfrentado al enorme lecho donde yacía. El encapuchado apoyaba su rostro en una mano ostentosamente enjoyada; los dedos de la otra golpeaban rítmicamente el brazo del asiento. La joven empezó a hablar mientras miraba a todas partes.
-¿Dónde estoy?
Zalias dejó de golpear el asiento y le contestó.
-Estás en una de las habitaciones más lujosas de todo Faerûn. Nada que ver con aquel sucio prostíbulo que era tu hogar, ¿verdad?
Nadirah miró a aquel hombre extraño y le malinterpretó.
-Si lo que queréis es violarme no tengo ningún problema, no es nada nuevo para mí, os lo aseguro.
La muchacha desató una cinta de su muñeca y empezó a recogerse el pelo. Zalias rió.
-No estás aquí para satisfacerme a mí, Nadirah; a partir de hoy placerás a mi diosa.
La niña frunció el ceño sin comprender nada, luego lo relajó.
-Entiendo, sóis uno de esos con gustos “raritos” ¿no? Queréis penetrarme con símbolos sagrados o algo así ¿verdad?
Zalias soltó una tremenda carcajada bajo la capucha y siguió hablando.
-Verás. Mi diosa ha querido que nuestras vidas se crucen, tienes cualidades y eres joven. Si aceptas ser instruída en su senda tendrás una vida excitante y opulenta.
-¿Y si me niego? –interrumpió Nadirah.
-Si te niegas morirás aquí mismo, pero te prometo una muerte limpia y rápida: me caes bien. Aunque supongo que rechazar a mi diosa podría considerarse un insulto, los años me han ablandado. Confío en que algún día a ti te ocurra lo mismo, Nadirah.
-A Nadirah le gustaba la forma en que aquel hombre misterioso pronunciaba su nombre. Tenía un acento extraño y un tono de voz grave y exótico.
Zalias sacó una daga de su manga sin que Nadirah se diera cuenta, la apoyó en el brazo del asiento y acarició su filo cariñosamente.
-¿Te has decidido ya, muchacha?
-Bueno –Nadirah examinó la habitación una vez más y tocó las sábanas de seda granate que la cubrían- ¿Dormiré en sitios como este?
Zalias rió.
-Sí, dormirás en sitios como este, y en sitios mucho peores también.
Nadirah sonrió.
-En ese caso acepto, me encanta la seda. Por cierto, ¿quién es esa diosa de la que tanto habláis?
Cuando Jubba y Nadirah se conocieron, ella era una prostituta. Jubba la deseó, y fue tanto aquel deseo que no tardó en parir amor. Ella era apenas una muchacha, prostituída por su propio padre por un poco de oro, pero Jubba la amaba y esa noche mataría por ella. Cuando el viejo matarife llegó a la casa, una luz amarilla y triste se desparramaba desde la ventana del salón hasta sus ojos. El frío empezaba a arreciar, pero él sabía que tenía que esperar la señal para entrar; una señal roja como la sangre. No pasó media hora cuando volvió a nevar. Jubba toleraba bien el frío, pero nunca se logró acostumbrar al preludio de la matanza. El viejo semiorco acariciaba su daga como el jinete que tranquiliza a su montura antes de la carrera, sólo tenía que esperar la señal de Nadirah y todo estaría hecho. Sólo la noche y él poblaban la calle cuando alguien cubrió el candil de la habitación con un pañuelo rojo que tiñó la luz de la ventana: era la señal. Jubba apretó los dientes y se abalanzó sobre la puerta de la casa a grandes trancos; la nieve, crujida bajo sus botas, gritaba. Todo estaba hecho.
Una hora más tarde, Jubba volvió a su casa y encendió una vela. Prendió el fuego de la chimenea y puso agua a calentar. Rápidamente se sirvió una copa de vino que apuró de un trago. Se quedó un rato junto al fuego observando sus manos aún manchadas de sangre; siempre hacía lo mismo después de dar muerte a alguien. Lo hizo después de su primera vez y lo hacía esa misma noche, la que sería la última. Contemplaba la sangre tibia sobre su piel de semiorco a la luz de las ascuas cuando una voz le sorprendió por la espalda.
-Sí, Jubba, es la sangre de un muerto.
El viejo se giró sobresaltado. No había percibido a nadie desde que entró en su casa hacía ya unos minutos. Distinguió vagamente una silueta sentada al fondo de la estancia. Una capucha y tan poca luz le ocultaban el rostro, sin embargo, Jubba conocía bien esa voz.
-Yo también tengo esa misma sensación –continuó el extraño-, yo también contemplo la sangre de los muertos antes de limpiarla de mi vida y de mis manos para siempre. Es un pequeño ritual al que en el fondo nadie se acostumbra.
-Zalias…
La voz ronca de Jubba se paseó por el salón con la forma de aquella palabra. No pudo evitar ponerse nervioso, aunque intentó enmascararlo sirviéndose otra copa de vino. Acto seguido le ofreció a su "invitado"
-¿Puedo ofrecerte una copa de mi vino?
El encapuchado tardó unos segundos en contestar. Jubba sintió que aquel silencio le rodeaba y hostigaba como las sombras que bailaban alrededor del candil.
-No beberé esta noche, Jubba, y tú tampoco deberías hacerlo. El vino acabará matándote antes de tiempo.
Jubba apuró su copa, la dejó sobre la mesa y mirando el vacío que ahora contenía siguió hablando.
-¿Por qué has venido tú mismo a matarme? ¿Por qué nos has enviado a alguno de los tuyos?
-He querido hacerlo personalmente por el respeto que te tengo y por el aprecio que un día te tuve, perro traidor.
Las dos últimas palabras se deslizaron por los labios de Zalias como una víbora en busca de su presa. Jubba sabía que tarde o temprano aquello acabaría pasando, pero nunca imaginó que el mismo Zalias vendría a matarle. Por un momento se arrepintió de todo cuanto le había llevado a esa situación, del error mortal que supuso traicionar a su amigo. Sin embargo, esa noche ya era demasiado tarde, ya no tenía sentido maldecir el pasado. Lo que Jubba ahora se preguntaba era si valdría la pena defenderse de aquel encapuchado que deseaba su muerte. El semiorco miró a Zalias y le habló.
-Si has venido a matarme, ¿a qué estás esperando, Zalias?
El encapuchado se incorporó mostrando su estatura. Era bastante alto para ser humano aunque no tanto como Jubba. Vestía un sencillo guardapolvo oscuro bajo el que escondía las manos. Manos que, a fe de Jubba, portaban algo más que anillos enjoyados. Zalias le contestó.
-Ya te he matado, Jubba.
El semiorco vaciló por un momento. No entendía la respuesta de Zalias, pero temía la verdad de esas cinco palabras más que las dagas que pudiera esconder bajo su capa. Entonces miró la copa de vino y comprendió: Zalias le había envenenado. Por un momento Jubba no supo qué hacer. Zalias permanecía en pie a la espera de cualquier reacción suya. El viejo semiorco no había sido el hombre más honorable del mundo, pero ahora había decidido acabar sus días en paz. Con los ahorros de toda una vida de matarife iba a retirarse junto a Nadirah. Muerto su padre, la niña estaba sola, aunque ella misma había pagado el precio de su muerte. En sus últimos momentos de vida, Jubba sólo pensaba en el destino de aquella hermosa y joven prostituta. Se sirvió su última copa y comenzó a hablar.
-Antes de morir quisiera pedirte algo, Zalias, por la amistad que un día nos unía.
El hombre se mantuvo en silencio, algo que Jubba interpretó como una afirmativa. El semiorco siguió hablando.
-Mi vida ya poco importa. Soy viejo y tengo muchos enemigos. Si no me matabas tú, otro lo hubiera hecho tarde o temprano.
Jubba bebió de su copa envenenada y prosiguió.
-Sin embargo, hay alguien a quien protejo, alguien de tu raza. La sangre que mancha mis manos es la de su padre.
Zalias se dejó caer sobre el asiento y habló.
-Los años te han ablandado, Jubba, ¿qué te hace proteger a esa muchacha?
Jubba dejó la copa medio llena sobre la mesa y miró a la hoguera crepitar. Él aún no había hablado de Nadirah y sin embargo Zalias sabía de ella. Pronto comprendió que aquel hombre llevaba espiándole más de lo que creía, quizá días. Después de meditar la respuesta, habló...
-Amor.
De nuevo el silencio floreció en la sala. Zalias se sentó de nuevo, sacó una mano enjoyada y apoyó en ella su cara, todavía oculta tras la capucha.
-Habla, Jubba, te escucho, pero te aconsejo que seas breve. La muerte no espera mucho una vez convocada.
El semiorco tomó aire y siguió hablando sin apartar la vista de la hoguera.
-Esa muchacha se llama Nadirah, era prostituída por su padre, el borracho al que he dado muerte esta noche. Sin él ya es libre para largarse en busca de una vida mejor, pero sin mí no tiene a nadie.
-Jubba se acercó a la chimenea, acercó sus manos a uno de los ladrillos de la pared y lo sacó descubriendo un hueco secreto en el que guardaba algo. El semiorco sacó un cofre, lo dejó sobre la mesa y lo abrió. Dentro había piedras preciosas suficientes para pagar una vida. Zalias ni siquiera lo miró sin apartar su vista de Jubba. El semiorco siguió hablando...
-He perdido la cuenta de las muertes que hay en este cofre, pero quiero que ahora sirva para la vida de esa muchacha. Es todo cuanto te pido, Zalias, sabiendo que cumplirás mi deseo muero en paz.
Zalias se quedó en silencio mientras fingía meditar aquel deseo. Viendo a su antiguo amigo moribundo, recordó cuanto habían vivido juntos. No fue clemencia sino melancolía lo que le hizo responder.
-Así sea, Jubba, tu puta tendrá ese cofre.
Al oír esto, el semiorco sonrió, cerró el cofre, tomó asiento frente a Zalias y se relajó. Antes de sentir el veneno matarle rápida y agradablemente habló por última vez.
-¿Me perdonas, Zalias? –dijo poco antes de morir.
-Te perdonaré en cuanto estés muerto, Jubba.
Al oír la respuesta de Zalias, Jubba cerró los ojos y murió.
Nadirah preparaba sus cosas ajetreada. El cuerpo ensangrentado de su padre aún descansaba en el sillón en el que Jubba le había matado. Debía reunirse con el semiorco antes del alba y partirían hacia el sur en busca de una nueva vida. La niña era insultantemente hermosa, de tez pálida y cabellos dorados. Era hija de puta; su madre la abandonó siendo una recién nacida en la puerta de la casa de su padre con una carta que decía “esta es tu hija”. El padre, borracho y hombre de mala vida, no tuvo el valor de matarla y el único sitio que se le ocurrió para ella fue La Casa del Placer de Keshana, el burdel de Kuldahar. En cuanto cumplió los once inviernos, la niña fue introducida en el negocio a la fuerza. No fue una infancia feliz.
Aún quedaba mucho por preparar cuando una total oscuridad inundó de súbito la habitación. Ni siquiera la luz de la chimenea se distinguía. En cuestión de segundos, la oscuridad también se adueñó de su mente.
Cuando Nadirah despertó, estaba en la habitación más lujosa que había visto en su vida. Seda, grana y oro vestían la estancia de vanidad. Zalias la miraba bajo la capucha desde un asiento enfrentado al enorme lecho donde yacía. El encapuchado apoyaba su rostro en una mano ostentosamente enjoyada; los dedos de la otra golpeaban rítmicamente el brazo del asiento. La joven empezó a hablar mientras miraba a todas partes.
-¿Dónde estoy?
Zalias dejó de golpear el asiento y le contestó.
-Estás en una de las habitaciones más lujosas de todo Faerûn. Nada que ver con aquel sucio prostíbulo que era tu hogar, ¿verdad?
Nadirah miró a aquel hombre extraño y le malinterpretó.
-Si lo que queréis es violarme no tengo ningún problema, no es nada nuevo para mí, os lo aseguro.
La muchacha desató una cinta de su muñeca y empezó a recogerse el pelo. Zalias rió.
-No estás aquí para satisfacerme a mí, Nadirah; a partir de hoy placerás a mi diosa.
La niña frunció el ceño sin comprender nada, luego lo relajó.
-Entiendo, sóis uno de esos con gustos “raritos” ¿no? Queréis penetrarme con símbolos sagrados o algo así ¿verdad?
Zalias soltó una tremenda carcajada bajo la capucha y siguió hablando.
-Verás. Mi diosa ha querido que nuestras vidas se crucen, tienes cualidades y eres joven. Si aceptas ser instruída en su senda tendrás una vida excitante y opulenta.
-¿Y si me niego? –interrumpió Nadirah.
-Si te niegas morirás aquí mismo, pero te prometo una muerte limpia y rápida: me caes bien. Aunque supongo que rechazar a mi diosa podría considerarse un insulto, los años me han ablandado. Confío en que algún día a ti te ocurra lo mismo, Nadirah.
-A Nadirah le gustaba la forma en que aquel hombre misterioso pronunciaba su nombre. Tenía un acento extraño y un tono de voz grave y exótico.
Zalias sacó una daga de su manga sin que Nadirah se diera cuenta, la apoyó en el brazo del asiento y acarició su filo cariñosamente.
-¿Te has decidido ya, muchacha?
-Bueno –Nadirah examinó la habitación una vez más y tocó las sábanas de seda granate que la cubrían- ¿Dormiré en sitios como este?
Zalias rió.
-Sí, dormirás en sitios como este, y en sitios mucho peores también.
Nadirah sonrió.
-En ese caso acepto, me encanta la seda. Por cierto, ¿quién es esa diosa de la que tanto habláis?