Nombre: Arlequín
Raza: Humano (Amniano)
Nacimiento: 1351 CV
Edad: 21
Género: Varón
Clase Inicial: Bardo
Apariencia: De estatura media para un humano, su cabello es negro como el carbón y sus ojos celestes. Su sonrisa es hermosa y su cuerpo está bien proporcionado y estilizado.
Personalidad: Educado, amable y jovial, pero también simpático, cordial y bromista. Como cualquier bardo, vamos. A veces llega a tener momentos de ironía, pero suelen ser contados.
Motivaciones: Vivir la vida de la mejor forma, enseñar a ver que la música es algo bonito y que hay que proteger a todo el mundo. Evitar que la maldad le arrebate todos aquellos seres queridos que hace en sus viajes.
Odios: El tomate crudo. Todos aquellos que promueven el Mal y la Destrucción.
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Ya caía la noche cuando una tempestad azotaba los fortificados muros de la bilbioteca de Candelero. Las olas chocaban ferozmente contra los acantilados y inútilmente los desgastaban para hacer caer tal bastión de saber. Los relámpagos caían en el mar y en la tierra, pero los habitantes de ese lugar estaban seguros detrás de las protecciones mágicas de la Biblioteca. Muchos creían que era un mal presagio, en estos días de Flamarûl, pues no eran muy frecuentes tormentas veraniegas como estas. Algunos decían que era algo que algún día u otro tenía que ocurrir, pero los menos agudos de mente creían que Talos o Umberli querían un sacrificio para que Candelero siguiera en pie. Nadie caminaba con tan mal tiempo, a excepción de un aventurero, que cubierto por su capa y su capucha, caminaba contra el viento alzando un farol con su mano derecha. Sus vestimentas estaban desgastadas, de color azul y blanco, aunque con tal mal tiempo estaban llenas de lodo y fango. Una mochila colgaba de su espalda, y un brillante amuleto aguantaba fielmente en el cuello de su portador contra las arremetidas del viento.
Tras caminar en tan malas condiciones, el aventurero llegó a las puertas de Candelero, donde dos vigías con armaduras de placas y ballesta en mano le recibieron. Las gotas que caían golpeaban duramente las armaduras de los dos soldados ensordeciéndoles y dificultando la comunicación entre ellos. El aventurero se retiró la capucha antes de hablar y presentarse.
-Mi nombre es Arlan, soy un trovador de Puerta de Baldur, sería de mi agradecer que pudiera hospedarme en vuestra posada ante tan inclemente mal tiempo, ya que no permiten continuar mi viaje con relativa calma. Ya tuve suficientes problemas con los trasgos asaltadores de caminos.
Los vigías asintieron y las puertas fueron abiertas para Arlan, que así se decía llamar. Caminó por el interior del círculo amurallado hasta encontrar la taberna, de la cual provenía el sonido de música y de bastante ajetreo. Parecía que dentro se lo psaban bien, pese que fuera no se estaba tan comodamente. Arlan abrió la puerta poco a poco y multitud de aromas invadieron sus fosas nasales, abriéndole un buen hueco en el estómago. Sabrosa carne asada, con patatas y una buena salsa como condimento. Jarras y jarras de buena cerveza, y un gran movimiento de monedas, ya sea por las consumiciones, o los juegos como los dados o las cartas. En fin, un ambiente muy diferente al que había visto durante las últimas cinco horas de trayecto. Lentamente se retiró la capucha y mostró su rostro. Unos bellos ojos azules acompañados de una sonrisa y de los castaños cabellos que poblaban su melena.
Se sacudió la ropa y se dirigió hacia la barra, esquivando gente y procurando no molestar a nadie, mientras educadamente saludaba a todo aquel que le miraba.
Con relativa dificultad llegó hasta ella, donde esperó unos minutos hasta ser atendido. Una joven moza, de cabellos dorados y sonrisa encantadora. Sus verdes ojos se posaron en Arlan, mientras limpiaba una jarra de madera tachonada. Sus labios se movieron dulcemente y una angelical voz dominaron al trovador.
-¿En que puedo servirle?¿Desea tomar algo, señor, o mejor hospedarse en alguna de nuestras habitaciones? Es probable que alguna tengamos libre.
-Tomaré algo mientras me divierto un poco antes de irme a descansar, así que póngame una cerveza y obsequieme con la llave de alguna de vuestras habitaciones.
A la par de sus palabras, el trovador dejaba un saquito de monedas sobre la barra. Sus miradas, de la joven y del trovador, no se desviaron un solo instante, y en el corazón de la joven Evangeline, que era así como se llamaba, unas chispas crecieron poco a poco.
Arlan se sentó en alguna mesa charlando cordialmente y jugando a los diversos entretenimientos que le ofrecían los asiduos al lugar, mientras escuchaban buena música. Evangeline no quitaba ojo de encima de Arlan, algo le había hechizado de aquel aventurero que ningún otro había conseguido. Servía jarras y más jarras, y siempre buscando a Arlan entre la espesura de la taberna. Él también la miraba, de vez en cuando, y sus miradas se cruzaban, rápidamente desviaban los dos la mirada, disimulando.
Las horas pasaron, y su juego continuó hasta pasada la medianoche, cuando la gente comenzó a retirarse y el ambiente se calmó relativamente. Algunos se marcharon a sus hogares. Otros, en cambio, a sus habitaciones. Solo quedaron algunos que seguían jugando o tenían una interesante charla sobre la venta de hierro de las minas del Nashkel.
Arlan no fue de esos, y ante una última mirada a Evangeline, se retiró a su habitación. La joven, agotada de tanto trabajo, dejó a los pocos clientes en manos del tabernero, y con disimulo se fue por las escaleras de la posada. Al llegar al replano del segundo piso, se quitó los zapatitos y caminó descalza, levantándose su blanca falda, sobre la crujiente madera. Portaba un vestido blanco, precioso, que resaltaba su ya de por si belleza. Hacía que a los hombres se les cayera la baba mostrando un escote digno, y su piel fina y delicada se contemplaba con las mangas recogidas del vestido.
Su respiración era irregular, y sentía un cosquilleo en el ombligo, sabiendo que algo que no debía hacer lo estaba haciendo. Encontró la puerta de la habitación correspondiente a Arlan entornada, sin acabar de cerrar. No pudo evitar sonreir, y lentamente entró en ella, en la más absoluta oscuridad. Posó los zapatitos sobre un mueble antes de que un relámpago iluminara la habitación. La figura estilizada de un hombre yacía tumbada en la cama, cubierto de sábanas.
Cerró la puerta y poco a poco se acercó hasta donde él se encontraba, sentándose en el borde de la cama y atrayendo la atención de él.
-Se que vendrías, tus ojos me han dicho que tú y yo somos más que conocidos, Evangeline. Tus sabrosos labios han conquistado a más de un hombre, pero he sido yo al que Tymora ha sonreido. Quizás, sean designios de Alaundo, pero....
Al aventurero no le dió tiempo a acabar con sus palabras cuando la joven le besó cálidamente en sus labios, haciendo fluir las chispas de su interior, convirtiéndolas en puras llamas de placer. Los dos se desnudaron delicadamente, disfrutando del momento. Besos y caricias, conjuntamente a susurros de seda llenaron el vacío que los dos amantes mantenían en su interior. El amor se propagó rápidamente mientras sus cuerpos se frotaban entre uno y el otro. Gemidos sordos para que nadie les descubriera en su pecado, llegaron al límite de su voluntad para descargar un torrente de placer en sus cuerpos, impregnando en Evangeline la semilla de la creación y haciendo que el puro cuerpo de ella hubiera sentido por primera vez algo que no había probado nunca.
A la mañana siguiente, ya bien entrada, Evangeline se encontró desnuda, solo cubierta por las sábanas y sola. Los gallos cantaban alegremente, y mirando por el ventanal, parecía que nunca hubiera ocurrido es tormenta. Nadie más había en la habitación, solamente ella, pero las pertenencias de Arlan aun seguían aquí. Sus ropas, sus armas, sus instrumentos, y un pequeño librito con el símbolo de Milil en relieve. Aunque lo más destacable de todo fue el amuleto que colgaba del bello cuello de Evangeline, no más que un argénteo amuleto con el símbolo de los Arpistas tallado en él.
Pasaron los días, y las dekhanas, pero nunca más apareció aquel bardo, Arlan, que se dejó su equipamiento junto a su amada. Pero también dejó algo más que todo eso, sino un futuro heredero que pronto crecería y descubriría todo un mundo por conocer.
Arlequín (Revisado)
Moderadores: DMs de tramas, DMs
Era una tierna sonrisa, decían las mujeres de Candelero. Sus ojos celestes, de su madre, y el cabello de obsidiana de su padre. La joven Evangeline sonreía dulcemente con cada comentario, y su mirada, nostálgica, miraba al pequeño que descansaba en sus brazos, bien acurrucado en mantitas blancas, y que con ojos curiosos observaba la reunión de señoras para contemplarle. Era un día espléndido, el sol iluminaba con ternura la fría tierra del interior de las murallas de la biblioteca fortificada, y la vida mercantil y social retomaba su cauce cuando el olor a pan recién metido en el horno aromatizaba el lugar. El golpear del martillo del herrero, y el trotar de los caballos con su grácil movimiento, y junto a estos las cajas que portaban en el carro traqueteaban hasta que el conductor los detuvo.
Ya pasó un año desde el romántico encuentro con Arlan, y Evangeline, quedó embarazada de aquel misterioso trovador que nunca más se supo de él. Aunque triste, una luz pura iluminaba su corazón, su hijo. Su primer y único hijo. En honor a su padre le iba a poner Arlan, pero no deseaba que su hijo llegase a ser una fiel imágen de él. Pero esperaba que fuera alguien que llegara lejos, muy lejos, y disfrutara de la vida más de lo que ella había echo. Quería incitarle de bien pequeño a un oficio que requiere esfuerzo, y se debe llevar en la sangre. Trovador, si, sería trovador, y por ello debía ponerle un nombre acorde para que de bien pequeño se decantara por esta rama de la vida. ¿Y que nombre ponerle? Pues hubieron muchas propuestas, y solo una, despues de mucho pensar, fue aceptada. Se llamaría Arlequín, ya que hace referencia al mundo trovadoresco y además, las primeras tres letras hacían honor al nombre de su padre. Evangeline lo cuidó mucho, y lo mimó de bien pequeño, pero cuando a temprana edad comenzó a caminar y hablar, lo dejó a tutela de un sabio gnomo residente de la ciudad. Su nombre era Nebrezh, y tenía una ciega devoción por Milil, el señor de la canción y única y verdadera mano del totalmente sabio Oghma.
Sus instrucciones al joven Arlequín fueron de lo más provechosas, y en unos pocos años, como si fuera un don innato, debido a la herencia que debió darle su padre, tocaba diversos instrumentos casi con una perfección absoluta, y su voz creció dulce, suave, y con un timbre capaz de hechizar a más de un centenar de personas. ¡Ni las sucias y rastreras arpías!, decía Nebrezh. "Su canto es más bello que los susurros de las hojas al frotarse entre ellas y el rumor de un río bajar sinuosamente por la ladera de una montaña. El cantar de los pájaros es vergonzoso y las ninfas del Bosque Alto se tirarán a sus pies cuando sea un mozo bien echo". Sin duda, no exageraba, y pronto comenzó a dar pequeñas actuaciones en la taberna donde trabajaba su madre. Se hizo famoso en Candelero, y poco despues se expandó hasta Beregost, donde también y en conjunto con algunos instrumentistas hicieron titubear los corazones de los habitantes.
Aun así, su aprendizaje solo había empezado, el viejo gnomo le enseñó lo básico de un trovador, pero le faltaba lo más importante para llegar a la cumbre. Los libros no servían, ni estar encerrado en las murallas de Candelero. Debía viajar, conocer mundo, tener aventuras y hacerse fuerte. Su voz mejoraría con el tiempo, y encontraría nuevas formas de hacer música a lo largo y ancho de Faerún. Su madre, no quería que se fuera, pero todo estaba predeterminado desde su nacimiento, desde la decisión de su nombre, desde que su sangre tiene la misma que Arlan, y sobretodo, el ansia por el conocimiento que obtuvo de bien pequeño.
Se hizo un mozo, su cabello negro como la obsidiana embellecía su ya de por si rostro blanco, y sus azulados ojos observaban con curiosidad todo lo que le rodeaba, el entorno donde vivía en busca de una pizca de desconocimiento que quisiera ser descubierta. Las mozas de candelero iban detrás de él, pero no eran de su agrado. Él buscaba otro tipo de chica en que fijarse, aunque le traicionaban más de una vez las hormonas en esa edad. Como la madre que perdía a su hijo, pues este se iba a la guerra, Evangeline besó entre lágrimas la frente del joven chico, emocionado por su primer viaje que iba ha hacer independientemente de su lugar de nacimiento. Iba bien equipado, y aunque su madre no se lo hubiera dicho, las ropas y las armas que llevaban pertenecieron a su padre, que cuando desapareció, Evangeline llenó de lágrimas de tristeza y anhelo.
Esas ropas significaban más de lo que parecía. Un emblema de tierras lejanas, un identificativo, y que tarde o temprano harían que Arlequín se convirtiera en el punto de mira de gente importante.
Ya pasó un año desde el romántico encuentro con Arlan, y Evangeline, quedó embarazada de aquel misterioso trovador que nunca más se supo de él. Aunque triste, una luz pura iluminaba su corazón, su hijo. Su primer y único hijo. En honor a su padre le iba a poner Arlan, pero no deseaba que su hijo llegase a ser una fiel imágen de él. Pero esperaba que fuera alguien que llegara lejos, muy lejos, y disfrutara de la vida más de lo que ella había echo. Quería incitarle de bien pequeño a un oficio que requiere esfuerzo, y se debe llevar en la sangre. Trovador, si, sería trovador, y por ello debía ponerle un nombre acorde para que de bien pequeño se decantara por esta rama de la vida. ¿Y que nombre ponerle? Pues hubieron muchas propuestas, y solo una, despues de mucho pensar, fue aceptada. Se llamaría Arlequín, ya que hace referencia al mundo trovadoresco y además, las primeras tres letras hacían honor al nombre de su padre. Evangeline lo cuidó mucho, y lo mimó de bien pequeño, pero cuando a temprana edad comenzó a caminar y hablar, lo dejó a tutela de un sabio gnomo residente de la ciudad. Su nombre era Nebrezh, y tenía una ciega devoción por Milil, el señor de la canción y única y verdadera mano del totalmente sabio Oghma.
Sus instrucciones al joven Arlequín fueron de lo más provechosas, y en unos pocos años, como si fuera un don innato, debido a la herencia que debió darle su padre, tocaba diversos instrumentos casi con una perfección absoluta, y su voz creció dulce, suave, y con un timbre capaz de hechizar a más de un centenar de personas. ¡Ni las sucias y rastreras arpías!, decía Nebrezh. "Su canto es más bello que los susurros de las hojas al frotarse entre ellas y el rumor de un río bajar sinuosamente por la ladera de una montaña. El cantar de los pájaros es vergonzoso y las ninfas del Bosque Alto se tirarán a sus pies cuando sea un mozo bien echo". Sin duda, no exageraba, y pronto comenzó a dar pequeñas actuaciones en la taberna donde trabajaba su madre. Se hizo famoso en Candelero, y poco despues se expandó hasta Beregost, donde también y en conjunto con algunos instrumentistas hicieron titubear los corazones de los habitantes.
Aun así, su aprendizaje solo había empezado, el viejo gnomo le enseñó lo básico de un trovador, pero le faltaba lo más importante para llegar a la cumbre. Los libros no servían, ni estar encerrado en las murallas de Candelero. Debía viajar, conocer mundo, tener aventuras y hacerse fuerte. Su voz mejoraría con el tiempo, y encontraría nuevas formas de hacer música a lo largo y ancho de Faerún. Su madre, no quería que se fuera, pero todo estaba predeterminado desde su nacimiento, desde la decisión de su nombre, desde que su sangre tiene la misma que Arlan, y sobretodo, el ansia por el conocimiento que obtuvo de bien pequeño.
Se hizo un mozo, su cabello negro como la obsidiana embellecía su ya de por si rostro blanco, y sus azulados ojos observaban con curiosidad todo lo que le rodeaba, el entorno donde vivía en busca de una pizca de desconocimiento que quisiera ser descubierta. Las mozas de candelero iban detrás de él, pero no eran de su agrado. Él buscaba otro tipo de chica en que fijarse, aunque le traicionaban más de una vez las hormonas en esa edad. Como la madre que perdía a su hijo, pues este se iba a la guerra, Evangeline besó entre lágrimas la frente del joven chico, emocionado por su primer viaje que iba ha hacer independientemente de su lugar de nacimiento. Iba bien equipado, y aunque su madre no se lo hubiera dicho, las ropas y las armas que llevaban pertenecieron a su padre, que cuando desapareció, Evangeline llenó de lágrimas de tristeza y anhelo.
Esas ropas significaban más de lo que parecía. Un emblema de tierras lejanas, un identificativo, y que tarde o temprano harían que Arlequín se convirtiera en el punto de mira de gente importante.
La Amputación
Todo ocurrió esa misma noche. Llovía fuertemente. El impacto de las lágrimas del cielo sobre sus armaduras ensordecían nuestros oídos. Los gritos del Capitán Baur de los Dragones Púrpuras daban órdenes claras y concisas, y todos los Soldados de la nación de Cormyr obedecían unánimamente. En algunas ocasiones, los relámpagos resplandecían en la oscura noche, y los truenos enmudecían las instrucciones de Baur. Con lentos y pesados pasos, la tropa avanzaba por el paso del Deshielo, en dirección a Cuerno Alto, a la espera de un brutal acontecimiento. Las hordas de pielesverdes eran innumerables, y su primer objetivo era aquel poblado de montaña, tan pacífico. Así que los Dragones Púrpuras debían intervenir. Crear un sólido muro con sus cuerpos entre el pueblo y los orcos, sus bendecidas armas y sus sacras armaduras les protegerían del más fúnebre destino. Tyr no los acogería aun entre sus brazos.
Pero no todos eran guerreros de élite, ni paladines resplandecientes, entre ellos una figura mucho más escuálida seguía la marcha de los bravos combatientes. Su rostro era cubierto por una capucha azul, y sus manos protegidas del gélido aire por unos finos guantes de seda. No tenía aspecto de luchador, pero todo acontecimiento heroico debía cantarse durante los siglos de los siglos, para que las futuras generaciones de Caballeros Púrpuras conozcan las gestas de sus antecesores.
Los ropajes del trovador, blancos y azules, resaltaban entre la columna de los púrpuras. Un fino estoque envainado y un arco en la espalda eran sus únicas armas, aun sin olvidarnos de su canto. Un canto bello, que podría enamorar, pero también podría ser un canto horrible, oscuro, similar a los ritos demoníacos de cualquier capa del Abismo.
Aquel joven muchacho, sólo tenía un objetivo, y no se marcharía sin él. No era por las trescientas mil monedas de oro que le han ofrecido, ni por el título de noble que podrían otorgarle, sino por el hecho de ver como la mejor Legión de todo Faerun combatía a los bárbaros orcos, caóticos seres sedientos de sangre. Su corazón latía cálidamente, a pesar del frío que poseía, y sus dientes castañeaban con cada brisa de cada gélido soplido. Sus ojos, azules como el mar, se alzaron para contemplar un enrojecido cielo. Las estrellas desaparecían con la gran columna de humo, y los gritos de inocentes, cuales fantasmas, comenzaban a poblar nuestros oídos. Han llegado tarde, los orcos se han apresurado en su ofensiva.
Los Dragones Púrpuras aceleraron la marcha, las pesadas botas de hierro dejaban paso a los ágiles pies de Arlequín, de forma que podía seguir al escuadrón con más rapidez. No tardaron demasiado en llegar al lugar del acontecimiento. Los ojos del trovador, curiosos, miraban a todos lados, y las llamas de las casas se reflejaban en su mirada. Baur daba órdenes para buscar supervivientes, además de intentar seguir el rastro de los atacantes. No habían cuerpos de orcos, ni de los habitantes. Realmente extraño, ya que tampoco habían signos de sangre. Mientras los caballeros peinaban la pequeña aldea, Arlequín avanzaba lentamente, pergamino en mano, escribiendo todo aquello que observaba, hasta que se plantó delante de la taberna.
Era un gran edificio, con una única puerta en la fachada principal, unas pocas ventanas en el piso superior, y dos ventanales en el inferior, que daban al salón principal. En el interior también se veía como el fuego devoraba todo el mobiliario. Pero todo lo extraño comenzaría a desvelarse en un leve instante.
El grito de un potente orco dio una órden, y no tardaron a silbar los proyectiles flamígeros de las tribales catapultas. Provocando un gran estruendo, y junto a la confusión, los pielesvierdes cargaron con sus melladas hachas contra los Dragones Púrpuras, temibles por su disciplina. Combatieron hombro a hombro, espalda con espalda, y con sus grandes espadones y pesados escudos habatían con facilidad a los ansiosos orcos. El Capitán Baur propinaba golpes a diestro y siniestro con su gran martillo sagrado, tan cargado de Fe a su deidad que debía empuñarlo a dos manos. Las runas que lo protegían brillaban de un azul intenso y potentes descargas eléctricas abatían a sus oponentes.
Los proyectiles no cesaban, incluso algunos aplastaban a la propia horda.
Arlequín, ajeno a la emboscada, seguía observando el interior de la taberna. La fantasmal figura de una bella mujer acariciaba los cristales de la ventana, con una triste sonrisa en sus labios. Vestía un pulcro traje blanco, y su mirada de azabache hechizaba al bardo. Le susurraba con sus dulces palabras, ayúdame, no puedo salir, sácame de aquí, acércate, mi salvador. Arlequín avanzaba con paso lento, guardando el pergamino, y estirando el brazo hasta tocar el cálido cristal de la ventana. Justo en el otro lado, la mano de la doncella coincidía con la de él, y su perdición se acercó.
La fantasmal mano de la musa traspasó la ventana, agarrando por la muñeca a nuestro trovador, y arrastrándole hacia dentro. Su mirada se tornó oscura, su sonrisa, demoníaca, y unas alas de murciélago aparecían en la espalda de la dama. Sus uñas se clavaban en la carne de Arlequín, y sus dulces palabras, en blasfemias cambiaron. Él no pudo resistirse, demasiado tarde para desenvainar, y la parálisis arcana comenzó a hacer efecto. La súcubo se contoneaba, desnuda, ante él, acariciándole completamente con sus garras, lamiéndole el sudoroso rostro, con su mirada sufridora. Ella disfrutaba de tal momento, un mortal de blanda carne, blanca piel, la corrupción se apoderaría de él y sus hermanas también disfrutarían de tan suculento plato. La placentera muerte a manos de una Súcubo, acabar con todo el líbido de la víctima hasta morir de inanición.
Pero aun Tymora le sonreía, y un proyectil ardiente fue el desencadenante para hacer que la taberna se desmoronase. La súcubo fue aplastada por una viga de madera, con sus gritos de lamento. Arlequín, agarrado por un puño de hierro fue salvado de una muerte lenta y dolorosa. La severa mirada de Baur contemplaba a Arlequín, bañado en el frío sudor de la locura. Ahora sólo se escuchaba el crispar del fuego al devorar la madera, y la lluvia sobre las armaduras de los Dragones Púrpuras. Cadáveres de orcos yacían por todo el poblado, y los proyectiles habían cesado. Para nuestra desilusión, ahí no acabaron los problemas. Una enorme explosión reventó el tejado de la Taberna, y un furioso Balor con su hacha flamígera hizo muestra de todo su potencial.
Baur, como gran paladín de Tyr, empuñó fuertemente su Martillo y dio órdenes claras de apartarse del engendro. El temible Capitán temblaba de ira al ver tan pagano ser en el plano material. Los celestiales ojos de Baur juraban con sangre que exterminaría a la abominación, no dejaría resto alguno de su esencia en este lugar, y purificaría la montaña rincón por rincón.
Mientras los dos grandes rivales se enzarzaron en una épica batalla, una docena de demonios menores hicieron acto de presencia, cogiendo de imprevisto a los Dragones Púrpuras, que protegieron a sus hermanos al igual que su Capitán combatía. La sangre salpicaba la blanca nieve, se perdía su pureza, y las lágrimas de los asesinados velaban por las almas de sus guardianes. Baur se veía en apuros, su Martillo era incapaz de doblegar la voluntad del demonio, y sus heridas hacían mella en su poder. En un vano intento por ayudar a su hermano de armas, Arlequín desempuñó su Estoque, y por la gracia de Mystra, detuvo el hachazo mortal dirigido a Baur. Pero alguien de su talla no iba a durar demasiado. El Balor lo cogió por la cintura, apresándolo fuertemente, rompiéndole huesos, y acercándolo a sus fauces llameantes. Los gritos del trovador no le salvarían, sólo podía pregar a los dioses. Pero Baur, con un último suspiro, propinó un potente martillazo en las piernas del diablo, obligándole a dejar caer a Arlequín y plantarle cara nuevamente al Capitán. El dolorido bardo, arrastrandose por el suelo, buscaba la salida, pero no veía más que sangre, su nublada vista no le dejaba diferenciar las cosas, y debía guiarse por el sonido de las armas chocar.
Su estoque yacía en el suelo, y con su brazo izquierdo intentó alcanzarlo, aunque nunca debió hacerlo. Cuando la descarga de un gran hachazo a la altura del hombro de Arlequín se produjo, sabía que nunca volvería a ser el de antes. Justo enfrente, su brazo, rodando por la nieve, y él, con tanto dolor, que no podía moverse. El sufrimiento de los mortales, el jugoso plato de un diablo. Pero el Balor aun no había acabado con él, y agarrándole por las piernas lo lanzó con todas sus fuerzas.
Arlequín surcó el cielo, cual proyectil balístico, ignorando su fatal destino. Tenía frío, mucho frío, no sentía el brazo, su pérdida, irrecuperable. El contundente golpe con la nieve virgen lo dejo inconsciente, y su desgracia fue definitiva. Pero una luz aun brillaba en su destino, una pequeña persona, de gran corazón, le salvaría de su blanca sepultura. Un gnomo, guiado por Mystra, sonreido por Tymora, y con la alegría de Milil.
Su verdadero salvador.

Todo ocurrió esa misma noche. Llovía fuertemente. El impacto de las lágrimas del cielo sobre sus armaduras ensordecían nuestros oídos. Los gritos del Capitán Baur de los Dragones Púrpuras daban órdenes claras y concisas, y todos los Soldados de la nación de Cormyr obedecían unánimamente. En algunas ocasiones, los relámpagos resplandecían en la oscura noche, y los truenos enmudecían las instrucciones de Baur. Con lentos y pesados pasos, la tropa avanzaba por el paso del Deshielo, en dirección a Cuerno Alto, a la espera de un brutal acontecimiento. Las hordas de pielesverdes eran innumerables, y su primer objetivo era aquel poblado de montaña, tan pacífico. Así que los Dragones Púrpuras debían intervenir. Crear un sólido muro con sus cuerpos entre el pueblo y los orcos, sus bendecidas armas y sus sacras armaduras les protegerían del más fúnebre destino. Tyr no los acogería aun entre sus brazos.
Pero no todos eran guerreros de élite, ni paladines resplandecientes, entre ellos una figura mucho más escuálida seguía la marcha de los bravos combatientes. Su rostro era cubierto por una capucha azul, y sus manos protegidas del gélido aire por unos finos guantes de seda. No tenía aspecto de luchador, pero todo acontecimiento heroico debía cantarse durante los siglos de los siglos, para que las futuras generaciones de Caballeros Púrpuras conozcan las gestas de sus antecesores.
Los ropajes del trovador, blancos y azules, resaltaban entre la columna de los púrpuras. Un fino estoque envainado y un arco en la espalda eran sus únicas armas, aun sin olvidarnos de su canto. Un canto bello, que podría enamorar, pero también podría ser un canto horrible, oscuro, similar a los ritos demoníacos de cualquier capa del Abismo.
Aquel joven muchacho, sólo tenía un objetivo, y no se marcharía sin él. No era por las trescientas mil monedas de oro que le han ofrecido, ni por el título de noble que podrían otorgarle, sino por el hecho de ver como la mejor Legión de todo Faerun combatía a los bárbaros orcos, caóticos seres sedientos de sangre. Su corazón latía cálidamente, a pesar del frío que poseía, y sus dientes castañeaban con cada brisa de cada gélido soplido. Sus ojos, azules como el mar, se alzaron para contemplar un enrojecido cielo. Las estrellas desaparecían con la gran columna de humo, y los gritos de inocentes, cuales fantasmas, comenzaban a poblar nuestros oídos. Han llegado tarde, los orcos se han apresurado en su ofensiva.
Los Dragones Púrpuras aceleraron la marcha, las pesadas botas de hierro dejaban paso a los ágiles pies de Arlequín, de forma que podía seguir al escuadrón con más rapidez. No tardaron demasiado en llegar al lugar del acontecimiento. Los ojos del trovador, curiosos, miraban a todos lados, y las llamas de las casas se reflejaban en su mirada. Baur daba órdenes para buscar supervivientes, además de intentar seguir el rastro de los atacantes. No habían cuerpos de orcos, ni de los habitantes. Realmente extraño, ya que tampoco habían signos de sangre. Mientras los caballeros peinaban la pequeña aldea, Arlequín avanzaba lentamente, pergamino en mano, escribiendo todo aquello que observaba, hasta que se plantó delante de la taberna.
Era un gran edificio, con una única puerta en la fachada principal, unas pocas ventanas en el piso superior, y dos ventanales en el inferior, que daban al salón principal. En el interior también se veía como el fuego devoraba todo el mobiliario. Pero todo lo extraño comenzaría a desvelarse en un leve instante.
El grito de un potente orco dio una órden, y no tardaron a silbar los proyectiles flamígeros de las tribales catapultas. Provocando un gran estruendo, y junto a la confusión, los pielesvierdes cargaron con sus melladas hachas contra los Dragones Púrpuras, temibles por su disciplina. Combatieron hombro a hombro, espalda con espalda, y con sus grandes espadones y pesados escudos habatían con facilidad a los ansiosos orcos. El Capitán Baur propinaba golpes a diestro y siniestro con su gran martillo sagrado, tan cargado de Fe a su deidad que debía empuñarlo a dos manos. Las runas que lo protegían brillaban de un azul intenso y potentes descargas eléctricas abatían a sus oponentes.
Los proyectiles no cesaban, incluso algunos aplastaban a la propia horda.
Arlequín, ajeno a la emboscada, seguía observando el interior de la taberna. La fantasmal figura de una bella mujer acariciaba los cristales de la ventana, con una triste sonrisa en sus labios. Vestía un pulcro traje blanco, y su mirada de azabache hechizaba al bardo. Le susurraba con sus dulces palabras, ayúdame, no puedo salir, sácame de aquí, acércate, mi salvador. Arlequín avanzaba con paso lento, guardando el pergamino, y estirando el brazo hasta tocar el cálido cristal de la ventana. Justo en el otro lado, la mano de la doncella coincidía con la de él, y su perdición se acercó.
La fantasmal mano de la musa traspasó la ventana, agarrando por la muñeca a nuestro trovador, y arrastrándole hacia dentro. Su mirada se tornó oscura, su sonrisa, demoníaca, y unas alas de murciélago aparecían en la espalda de la dama. Sus uñas se clavaban en la carne de Arlequín, y sus dulces palabras, en blasfemias cambiaron. Él no pudo resistirse, demasiado tarde para desenvainar, y la parálisis arcana comenzó a hacer efecto. La súcubo se contoneaba, desnuda, ante él, acariciándole completamente con sus garras, lamiéndole el sudoroso rostro, con su mirada sufridora. Ella disfrutaba de tal momento, un mortal de blanda carne, blanca piel, la corrupción se apoderaría de él y sus hermanas también disfrutarían de tan suculento plato. La placentera muerte a manos de una Súcubo, acabar con todo el líbido de la víctima hasta morir de inanición.
Pero aun Tymora le sonreía, y un proyectil ardiente fue el desencadenante para hacer que la taberna se desmoronase. La súcubo fue aplastada por una viga de madera, con sus gritos de lamento. Arlequín, agarrado por un puño de hierro fue salvado de una muerte lenta y dolorosa. La severa mirada de Baur contemplaba a Arlequín, bañado en el frío sudor de la locura. Ahora sólo se escuchaba el crispar del fuego al devorar la madera, y la lluvia sobre las armaduras de los Dragones Púrpuras. Cadáveres de orcos yacían por todo el poblado, y los proyectiles habían cesado. Para nuestra desilusión, ahí no acabaron los problemas. Una enorme explosión reventó el tejado de la Taberna, y un furioso Balor con su hacha flamígera hizo muestra de todo su potencial.
Baur, como gran paladín de Tyr, empuñó fuertemente su Martillo y dio órdenes claras de apartarse del engendro. El temible Capitán temblaba de ira al ver tan pagano ser en el plano material. Los celestiales ojos de Baur juraban con sangre que exterminaría a la abominación, no dejaría resto alguno de su esencia en este lugar, y purificaría la montaña rincón por rincón.
Mientras los dos grandes rivales se enzarzaron en una épica batalla, una docena de demonios menores hicieron acto de presencia, cogiendo de imprevisto a los Dragones Púrpuras, que protegieron a sus hermanos al igual que su Capitán combatía. La sangre salpicaba la blanca nieve, se perdía su pureza, y las lágrimas de los asesinados velaban por las almas de sus guardianes. Baur se veía en apuros, su Martillo era incapaz de doblegar la voluntad del demonio, y sus heridas hacían mella en su poder. En un vano intento por ayudar a su hermano de armas, Arlequín desempuñó su Estoque, y por la gracia de Mystra, detuvo el hachazo mortal dirigido a Baur. Pero alguien de su talla no iba a durar demasiado. El Balor lo cogió por la cintura, apresándolo fuertemente, rompiéndole huesos, y acercándolo a sus fauces llameantes. Los gritos del trovador no le salvarían, sólo podía pregar a los dioses. Pero Baur, con un último suspiro, propinó un potente martillazo en las piernas del diablo, obligándole a dejar caer a Arlequín y plantarle cara nuevamente al Capitán. El dolorido bardo, arrastrandose por el suelo, buscaba la salida, pero no veía más que sangre, su nublada vista no le dejaba diferenciar las cosas, y debía guiarse por el sonido de las armas chocar.
Su estoque yacía en el suelo, y con su brazo izquierdo intentó alcanzarlo, aunque nunca debió hacerlo. Cuando la descarga de un gran hachazo a la altura del hombro de Arlequín se produjo, sabía que nunca volvería a ser el de antes. Justo enfrente, su brazo, rodando por la nieve, y él, con tanto dolor, que no podía moverse. El sufrimiento de los mortales, el jugoso plato de un diablo. Pero el Balor aun no había acabado con él, y agarrándole por las piernas lo lanzó con todas sus fuerzas.
Arlequín surcó el cielo, cual proyectil balístico, ignorando su fatal destino. Tenía frío, mucho frío, no sentía el brazo, su pérdida, irrecuperable. El contundente golpe con la nieve virgen lo dejo inconsciente, y su desgracia fue definitiva. Pero una luz aun brillaba en su destino, una pequeña persona, de gran corazón, le salvaría de su blanca sepultura. Un gnomo, guiado por Mystra, sonreido por Tymora, y con la alegría de Milil.
Su verdadero salvador.
