El Muro y las Arenas
Escrito por Daan, con la colaboración de Rodenet y textos onrol de Talos.
NO presentado a concurso.

Caminaban algo apartadas del grupo, bajo un sol justiciero que agotaba a todos por igual y levantaba ondas temblorosas en el horizonte. La enana con la cabeza erguida, ritmo constante y firme y sudorosa, pero sin que su expresión se viera alterada por el calor abrasador. La humana mascullando maldiciones cada dos por tres a pesar del aliento entrecortado, la capucha calada para evitar insolaciones y el pelo pegado a las mejillas por el sudor. Los pasos de ambas se hundían en la arena, que aprovechaba cada minúsculo resquicio de ropas y botas para introducirse y raspar como lija, y hacía crujir un poco más las partes metálicas de la armadura que la enana todavía llevaba puesta.
Avanzaban siguiendo al resto del grupo, que se protegía como podía del calor, el polvo y la deshidratación, detrás de XXXVII, portador de la mano momificada que les indicaba el camino.
– Oye, Ramn… sabes que te he dicho siempre que eres mi enana favorita, ¿verdad? Pues… bueno… espero que lo tengas en cuenta y no te enfades mucho por no haber contado antes todo esto… pero tampoco quería… ejem... que me enmarronaran mucho más. ¿Recuerdas lo que contaba el bedin aquel? ¿Antes de enseñarnos la mano y hablarnos de lo que había despertado y del peligro de las tormentas?

*****
Unos días antes, una mano dibujaba en la arena imágenes que el viento cálido desdibujaba, y un círculo de personas escuchaba atento a un bedin que narraba con voz tan profunda como tostada era su piel.
“Toda vida tiene un final. Toda alma tiene un lugar… pero hace unos meses, los muertos no hallaban descanso, y los que reposaban se alzaban. En sueños, muchos Sabios vieron el Gran Muro caer, y a las almas del Muro quedar libres. Algunas eran robadas, otras escapaban de vuelta a donde sus recuerdos los llevaban, y un grupo de almas vivas se sumergía en un desierto blanco a través de roca, no-muerte y dolor”.
Daan se mordía las uñas, porque aquella historia le era demasiado familiar. Hacía algunos meses, los rumores del Heraldo de la Muerte que había aparecido en Nevesmortas, anunciando proféticamente la caída del muro de Kelemvor, habían perturbado a vivos y muertos sin distinción. Todo eran profecías, augurios ominosos y eventos extraños que no preocupaban mucho, sin embargo, al grupo que aquella noche se dirigía a emborracharse a la taberna de Vándar. Cuando les interrumpió el súbito ataque de un grupo de no-muertos en el sur de Nevesmortas, maldijeron sobre todo la perra suerte que les jodía una noche de juerga merecida.
Juliette, Korissa, Lothar y Daan llegaron a tiempo de ver correr a la estudiante de la orden, Melissa, y a sajar a un par de engendros que se desvanecieron en un polvo rojo, antes de que los ojos de todos se dirigieran al cementerio, donde se alzaba una figura sobrenatural. Allí se encontraron con Drum y Zalcor, atraídos por el sonido de pelea, y con un Heraldo que pronunció su reiterada profecía, aunque poco antes de caer ante las armas.
Daan se había agachado junto al cuerpo para examinarlo, y el frío tacto del engendro se había extendido por sus dedos, llenando su visión con imágenes de una cripta en suelo nevado. Una cripta familiar, pero que no terminaba de ubicar… Y tan real, tan vívida, que su aliento se volvió vaho hasta que se apartó del cuerpo confusa. Solo una cosa tenía clara: la cripta de Adbar no era. ¿Podría tratarse de Cumbre?

Tras discutir, dividirse, volverse a reunir y darle vueltas a mil asuntos posibles, el grupo se había dirigido a aquel lugar. Unos para enfrentar la profecía y vocación de servicio, otros por interés académico, algunos por inercia, otros por curiosidad. Pero todos se adentraron sin pensarlo mucho en una madeja de túneles en los que encontraron lo que no esperaban: un laberinto del que la muerte no libraba, en el que sólo había espectros, violencia y pasillos oscuros que descendían e invitaban a la locura. Y al final de ellos, La Venganza.
Las manos y la voz del bedin dibujaban, borraban, volvían a dibujar deslizándose en la arena para sus oyentes, y volvían a borrar para continuar con la historia.
“Los Sabios hablaban de un ser de muchas almas, un ser que se alzaba una y otra vez y cada vez se hacía más fuerte. Vieron a un mártir bañar su hoja en sangre corrupta. Vieron una hoja purificada e impía a la vez hundirse en el corazón de una grieta. Pero algo o alguien estaba tras eso”.
Junto a una columna rodeada de almas y cubierta de escritos resplandecientes, un constructo formado por las lápidas de cientos de generaciones había caído ya innumerables veces ante sus armas, para volver a levantarse cada vez con renovado vigor.

Empezaba a cundir la desesperación cuando apareció ella. Alas membranosas, quizás sangre infernal, evidentemente muerta y viva a la vez, y con la oferta de un ritual para detenerlo todo. Tocaba elegir entre morir allí peleando contra el golem, o aceptar la explicación de la mujer y tratar de detener la caída del Muro de Kelemvor.
No era una decisión fácil, pero tampoco demasiado complicada dada la situación. Zalcor fue el mártir que la mujer pedía: su arma fue la elegida y su mano la que actuó. Sangre no-muerta manó de la muñeca de la vampiresa, empapándola con su sustancia, mientras Melissa y Juliette tejían la urdimbre alrededor, dotándola de fuerza. Y con esa daga ensangrentada apuñalaron el pilar, la grieta de la que emanaban las almas que alimentaban la Venganza, antes de ser arrastrados a la oscuridad. La Venganza se había detenido aquella vez.
En el Oasis, la voz del bedin había seguido narrando al grupo de aventureros.
“Tres Almas de antaño fueron libres del Muro. No regresaron a él. Los Sabios vieron una gran sombra cubrir el futuro. Una gran sombra de ojos incandescentes que ennegreció su visión. Y después, lo que vieron fue una gran ciudad, de un tiempo pasado. Y cómo una de las Almas al ser liberada llevaba consigo algunas de las almas del grupo que bajó a las profundidades del desierto blanco.”
Todos ellos vieron también la Ciudad con ojos que iban más allá de la carne. En su visión, en el desierto se alzaban los lamentos de la roca que acababa de romperse, lamentos que agrietaban una inmensa pared hasta que el muro se desplomaba con estruendo. Y a través del camino abierto, un vertiginoso viaje entre dunas hasta ella. Imágenes de un lugar exótico y extraño, grandes pirámides bordeadas por cursos de agua y exuberante vegetación rodeada de arena, y estructuras que parecían tan viejas como el propio Faerun. Y, a lo lejos, un trono inmenso donde la arena se arremolinaba con fuerza, una figura tomando forma en el trono y una voz que anunciaba, resonando y agitando la arena: “He regresado”.
Ellos también despertaron y regresaron a sus vidas, que les habían llevado a un oasis donde un bedin había concluido su historia con un hilo de voz, mientras su mano borraba todo en un amplio giro y el viento eliminaba cualquier resto de imagen que allí hubiera existido.
“Entonces, el desierto rugió, y las Arenas y la roca temblaron. Una de esas tres Almas mora en un lugar cercano. Los vientos se alzan. Las arenas se mueven. Y sus huestes también.”
Sus palabras se fueron con el viento abrasador.

*****
Daan desvió la mirada al suelo evitando el ceño fruncido de Ramnhein, justo para eludir con un saltito ágil un traspiés con una roca. Refunfuñando, continuó el camino mientras se encogía de hombros.
– ¿Qué esperabas que hiciéramos? En su momento parecía una buena idea...
– Pues esperaba que lo hubierais contado mucho antes –le lanzó una mirada acusadora–. Secretos por un lado, secretos por el otro, medias verdades y verdades a medias… Al final nos meteréis en un lío. Y además, os dejasteis engañar...
La humana se encogió de hombros con una sonrisa culpable y desvió el tema.
– El asunto es que, los problemas, mejor de uno en uno. En cualquier caso, ahora vamos a ver quién y qué hay en esa Ciudad. Quiero volver a contemplarla, en persona. Y seguro que está llena de tesoros y objetos interesantes...
La chica esbozó una sonrisa sesgada, con la mirada perdida en la distancia. La enana meneó la cabeza, reprobando. Entonces el grupo dejó de avanzar.
Bajo el cielo azul, un largo desfiladero de paredes rojizas se alzaba ante ellos, lejano a las rutas habituales de los bedin. Un viento abrasador soplaba con fuerza desde la grieta erosionada por la arena, amenazando tormenta. El semi-orco alzó sobre su cabeza la mano momificada que señalaba el camino a seguir. Y un dedo vetusto, negro en contraste con el sol, señaló la ruta hacia las estrechas paredes.
Cada vez estaban más cerca.
