
Maara volvía a la aldea, con la carne de un par de venados que había cazado en el bosque. Al fondo del remanso del río, donde se comenzaba a formar el lago, una pequeña columna de humo negro se elevaba hacia los cielos.
Maara se temía lo peor. No era normal ver humo en esa parte del bosque, tan alejada de cualquier camino y tan cerca de la base de las montañas repletas de orcos...
Dejó su carga de carne en la rama alta de un árbol, alejada de cualquier depredador que le robase su botín, y, aferrando su desgastada hacha de guerra, se dirigió cautelosamente al claro. Allí vio lo que se temía: un pequeño campamento (tanto por el número de personas como por el tamaño) había sido arrasado. Las dos pequeñas tiendas de campaña aparecían hechas jirones, y los enseres desparramados aquí y allá, todo en silencio.
Viendo que no quedaban rastro de los orcos que los habían atacado (cosa que descurió facilmente por las numerosas huellas que estas bestias siempre dejan), se asomó a las tiendas para descubrir los cadáveres de 6 pequeños gnomos, uno de ellos en una cuna. Justo cuando se volvía para recoger la carne y volver a casa, un pequeño crujido procedente de la cuna le hizo agacharse para descubrir que el pequeño bebé gnomo aún respiraba. Con delicadeza, lo acunó en sus brazos y se dispuso a regresar a la tribu. Estaba segura que su marido Aatanor, el jefe de la tribu, el más fuerte y valiente de todos los Uzhgardt del Dragón Rojo, pensaría igual que ella.