Göyth. Crónicas de un Destierro.
Moderadores: DMs de tramas, DMs
Göyth. Crónicas de un Destierro.
// Es una historia introductiva de cómo llegó mi PJ a La Marca, suelo dotar a mis PJ's de un profundo trasfondo así que perdonad si la historia es larga, espero que no os aburráis :s
Crónicas de un Destierro: Prólogo.
El tiempo parecía haberse detenido, tenía los ojos cerrados, llorosos, mi alma permanecía apagada, tal y como hoy día continúa, mis brazos no se atrevían a moverse, y ciertamente no me atrevía a abrir los ojos, temeroso a encontrarme ante mí un frío sable que me despojara de toda vida. Aún recuerdo las palabras, y cómo mientras recitaba Naraldur la sentencia que él mismo me imponía bajo su propio criterio en mi interior un vacío se hizo presente, el cual aún permanece, y que nadie, jamás, llenará… a veces aún se clavan en mí como cuchillas afiladas cuando me sorprendo a mí mismo recordando aquellos aciagos momentos.
Me hago llamar Göyth, dicen que es un nombre que suena a orco, realmente, con el tiempo ha dejado de interesarme la opinión buena o mala que tengan sobre mí las personas con las que me cruzo a lo largo de mi camino. Y ésta, es mi historia.
Toda historia tiene un comienzo, realmente, no sé dónde empieza exactamente mi verdadera vida, ya que la vida que anteriormente conocía, no era más que un efímero reflejo salvaguardado por las tradiciones de mi pueblo, los elfos. Pasé mis primeros 150 años de vida en la arboleda, ajeno a todo mal, los protectores se encargaban ciertamente muy bien de su trabajo, eran muy afamados por la gente, a todo el mundo caían bien. Eran casi todos de procedencia noble, muchos de ellos seguidores fervientes de alguna deidad benigna, paladines. Muy pronto me di cuenta que no poseía ninguna de sus cualidades, yo, un simple elfo de una familia humilde dedicada a la arquería, que no poseía nada más que un viejo estoque que pude encontrar hace años, siquiera seguía fervientemente a ninguna deidad, nunca se me ha dado bien eso de seguir estrictos códigos… pero poseía la determinación de querer ser alguien, alguien de renombre, alguien al que tuvieran que alabar, sueños egocéntricos de críos, de los que ya solo recuerdo el agitado latir de mi corazón cada vez me adentraba en mis sueños, intentando vivir una vida que no era la mía. Pasé como pude mis primeros años de vida, entre sueños y golpes, nunca fui alguien muy tranquilo, y poco tiempo podía pasar en un mismo sitio, pues en mi interior una voz me pedía a gritos que conociera lo que el mundo realmente escondía y si de algo me puedo enorgullecer es de que nunca he sido tonto, ni estúpido.
No tenía demasiados amigos, la verdad que nunca he sido lo que se dice sociable, ya que la mayoría de los chicos de mi edad pensaban en diferentes cosas que yo, ya fuera la magia, la naturaleza u otras cosas. Pero sí tenía una amiga, Alatáriël. Alatáriël era la menor de las hermanas de uno de los cargos más importantes en la arboleda. Había nacido con un don que le obligaban a explotar, era una hechicera, algo verdaderamente raro en la Arboleda. Alatáriël y yo pasábamos mucho tiempo juntos, creo que con el tiempo comprendí que la amaba, pero en la vida nunca son las cosas cómo queremos, y al final ocurren cosas, que obligan a echar a andar a unos u otros, separándose del camino juntos, separándose de por vida… realmente, mi vida giraba en torno a ella, era bastante simpática y tenía una fuerza de personalidad realmente fuerte, era mi único pilar de apoyo, aquella persona que todo ser necesita para poder desahogarse, una confidente, una amiga…
Pero siempre ocurre algo que manda al traste todo lo conseguido, todo lo deseado, y aunque nunca fue algo inmediato, sí que me ocurrieron una serie de sucesos que me llevaron a ser lo que hoy día soy, un renegado, un vagabundo, alguien que no tiene objetivo ni causa, una flecha perdida….
Crónicas de un Destierro: Estoques sangrientos, conciencias mancilladas.
A mis 130 años, prácticamente recién cumplidos, conocí a un espadachín, mejor dicho, un maestro espadachín, no era noble, y sin embargo, pertenecía a los Protectores de la Arboleda. Lo cual, como la alegría de ver un rayo de sol entre un cielo totalmente cubierto de nubes, se apoderó de mí, creyendo que yo también podría ser como aquél hombre, Jëd’leràs.
Le caí bien desde un principio, no suelo obtener esa actitud de la gente, quizá todo lo que me ha pasado me ha agriado el carácter, cierto es, que por aquél entonces yo solo era un crío con aires de grandeza que deseaba con todas mis fuerzas convertirme en uno de ellos, y quizá por eso mostré mi cara más amable a aquél elfo. Me enseñó que aparte de paladines, los protectores podían ser perfectamente ávidos guerreros y verdaderos maestros en su arma, solo bastaba tener un buen corazón, y querer defender a la arboleda… y pasar la prueba, claro.
También me enseñó que había consagrado su vida a su arma, que la verdadera grandeza de un guerrero era conseguir que su arma fuera la viva extensión de su brazo, que no hiciera falta nada más que tu arma, y el entrenamiento adecuado para convertirte en alguien verdaderamente hábil, y del cómo alcanzar la maestría con un arma a través del control y el estudio del Ki, algo así como los monjes, pero simplemente dedicado a un arma. Realmente, me fascinó tanto lo que me contaba día tras día, que mi curiosidad y ganas por alcanzar su maestría con el estoque que me propuse seguir sus pasos, y controlar el estoque de la misma forma que él lo hacía, y quién sabe, quizá mejor.
Pero todo se truncó, y creo que aquí es dónde empieza mi verdadera vida. Una tarde, tras hablar con Jëd’leràs un poco más sobre el Ki, su manera de empuñar el arma y las miles de preguntas con las que le asaltaba día tras día, me encaminé hacia mi antiguo hogar, estaba casi llegando, maldigo hasta el momento que me paré unos instantes para recoger una pequeña piedra, pues allí estaba él, Exilion.
Exilion era el hijo mayor de uno de los ancianos de la arboleda, los ancianos eran sabios, mucho más famosos en la arboleda que los protectores, quiénes servían a los Ancianos. Me saludó alegremente y le devolví el saludo sin demasiado entusiasmo, y fue entonces cuando se inició la cuenta atrás para mi desgracia.
- Eh, hola. ¿Qué tal te encuentras hoy? ¿Ya has terminado de avasallar a Jëd con tus preguntas? – Dijo riéndose.
- Bueno, me gusta aprender cosas sobre lo que él mejor sabe hacer. – Respondí.
- ¿Y qué saber hacer? ¿Matar? Pero si nunca has hecho nada parecido, ¿cómo sabes que te gustará? – me respondió con sorna.
- Eh… -
Realmente, no supe responder, ahora, si pudiera volver atrás, le respondería, estampándole su fina y delicada cara de noble en el más sucio barro, enseñándole que para poder sobrevivir en el mundo real, hay que luchar día tras día, unos deciden luchar pacíficamente , otros usando la espada, soy de los segundos.
- Te llevaré a un lugar dónde podrás comprobarlo, ya verás - Me dijo sonriendo.
"Está bien” pensé. Era una buena forma de comprobar lo que él decía, pues me había hecho dudar si estaba hecho para ello, por aquél entonces no había matado nada, ahora simplemente miro atrás y veo un reguero de sangre, de la cuál gran parte va siendo mía.
- Bien, ¿es muy lejos? – Dije enérgicamente.
- Qué va, ya verás, es aquí al lado, eh… oye, tienes… - Dijo mientras me mostraba una espada corta del metal más brillante que había visto.
Eché un vistazo a mi cinturón, y vi mi estoque, descansando en su vaina, lo saqué unos centímetros, lo justo para que viera que sí, la hoja estaba algo oxidada, pero estaba afilado como el que más. Exilion asintió, y salió corriendo con un sonoro… “¡Sígueme!”
No sé cuántas veces he maldecido ese momento durante mi vida, pero me reconforta saber que para aprender de los errores, primero hay que cometerlos, y ciertamente, ese día aprendí una lección importante, de las más importantes si has de moverte por un mundo repleto de nobles: No acatar sus ideas.
Corrimos, salimos de la arboleda, y nos movíamos por un frondoso bosque a las afueras de la Arboleda.
- ¿No estamos muy lejos ya? – Pregunté.
- ¿Tienes miedo? – Me respondió mientras me miraba burlón.
- No, claro que no, por favor, no me asustan unas cuantas ramas. – Dije rápidamente, intentando hacer ver que no sentía miedo.
- Pues deberías… aquí dicen que habita un increíble monstruo… dicen que va repleto de ramas… que mide bien poco, pero que su fuerza es descomunal… iremos a por él, ¡y lo matarás! –
- ¿QUÉ? – Dije sobresaltado, recuerdo la sensación en aquél momento, todo me temblaba, las piernas casi no podían sostenerme, llevé una de mis manos de manera involuntaria al cuello, y la otra la dirigí a mi estoque, aferrándolo con fuerza, como si en aquél momento fuera la única cosa que me separaba de la segura muerte.
- Vamos, queda poco... – Me dijo mientras caminaba lentamente.
Caminábamos lentamente atravesando la frondosa maleza, de repente, oí un ruido, todo sucedió muy rápido, vi una figura pequeña y llena de ramas abalanzarse sobre mí, abrí los ojos horrorizado mientras veía como la garra de la muerte se cernía sobre mí, solo pude desenvainar mi viejo estoque y ponerlo contra la extraña figura, oí las risas de Exilion, y después un grito desgarrador, sentí la sangre de aquél ser salpicar mi rostro, le había dado de lleno, caí hacia atrás, con la bestia conmigo, la sangre emanaba con fluidez, y la sentía caer en mi rostro, yo había cerrado los ojos, por propio instinto de supervivencia. Tras unos segundos que me parecieron eternos, pues no pude ni moverme, aterrorizado por lo que había pasado, creí oír la voz de Exilion.
- ¡Nooooo! ¡Enarlor! ¡Hermaaaaano! ¡Noooooo! –
Sus gritos mientras su voz se entrecortaba, seguramente por el llanto al que momentos después presencié me hizo abrir los ojos, solo veía un matojo de ramas, me toqué la cara, y miré la mano, llena de sangre, contuve mi respiración unos segundos para comprobar si era yo el herido, no sentía ninguna herida. De repente, como un relámpago que ilumina el cielo, supe lo que realmente pasaba. Exilion y Enarlor eran hermanos, y eran célebres por sus bromas de mal gusto. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, sabiendo lo que realmente ocurría, me volteé rápidamente, haciendo caer el cuerpo sin vida de esa cosa enramada al suelo boca arriba con el estoque clavado en pleno corazón, otra cosa no… pero puntería creo que nunca me ha fallado. Exilion permanecía arrodillado ante aquella cosa llena de ramas, por un momento entrecerré los ojos y pude sentir mi corazón desbocado, la sensación del combate, la descarga propia del combate de la tensión anterior, me sentía raramente en paz. Un grito me sacó de mis instantes pensativos, y ví a Exilion balanceándome los hombros mientras gritaba.
- ¡LO HAS MATADO! ¡HAS MATADO A MI HERMANO! ¡ESTÁS LOCO! ¡ASESINO! –
Di un respingón, volviendo en mí y viendo la gravedad de lo que había hecho, me dejé caer sobre el cuerpo de aquella cosa enramada y empecé a retirar ramas rápidamente, pronto vi las delicadas facciones de Enarlor, su gesto era horroso, sus ojos, abiertos de par en par, parecían salirse casi de sus órbitas, realmente, no se esperaba que algo así pasase, y claramente, yo tampoco. Retiré mi estoque rápidamente del cuerpo y levantando a Enarlor con mis propios brazos me encaminé en silencio hacia la Arboleda, llorando en secreto, Exilion me seguía, gritando, maldiciéndome, por algo que él mismo había desencadenado, maldito él y sus juegos…
Llegamos pronto a la arboleda, y justo al entrar nos encontramos con Alatáriël. Gritó desesperada al verme ensangrentado y con el cuerpo sin vida y sangrante de su hermano mediano. Pronto corrieron hacia mí los protectores, Exilion gritaba “¡Ha sido él, ha sido él, él lo ha matado, él ha sido!”
Los protectores me separaron del cuerpo, empujándome, desenvainaron sus espadas, y me custodiaron, Jëd pronto llegó y se informó de la situación, vino a mí, y mientras se acercaba solo pude decir:
“Solo quería ser como tú.”
Continuará.
Crónicas de un Destierro: Prólogo.
El tiempo parecía haberse detenido, tenía los ojos cerrados, llorosos, mi alma permanecía apagada, tal y como hoy día continúa, mis brazos no se atrevían a moverse, y ciertamente no me atrevía a abrir los ojos, temeroso a encontrarme ante mí un frío sable que me despojara de toda vida. Aún recuerdo las palabras, y cómo mientras recitaba Naraldur la sentencia que él mismo me imponía bajo su propio criterio en mi interior un vacío se hizo presente, el cual aún permanece, y que nadie, jamás, llenará… a veces aún se clavan en mí como cuchillas afiladas cuando me sorprendo a mí mismo recordando aquellos aciagos momentos.
Me hago llamar Göyth, dicen que es un nombre que suena a orco, realmente, con el tiempo ha dejado de interesarme la opinión buena o mala que tengan sobre mí las personas con las que me cruzo a lo largo de mi camino. Y ésta, es mi historia.
Toda historia tiene un comienzo, realmente, no sé dónde empieza exactamente mi verdadera vida, ya que la vida que anteriormente conocía, no era más que un efímero reflejo salvaguardado por las tradiciones de mi pueblo, los elfos. Pasé mis primeros 150 años de vida en la arboleda, ajeno a todo mal, los protectores se encargaban ciertamente muy bien de su trabajo, eran muy afamados por la gente, a todo el mundo caían bien. Eran casi todos de procedencia noble, muchos de ellos seguidores fervientes de alguna deidad benigna, paladines. Muy pronto me di cuenta que no poseía ninguna de sus cualidades, yo, un simple elfo de una familia humilde dedicada a la arquería, que no poseía nada más que un viejo estoque que pude encontrar hace años, siquiera seguía fervientemente a ninguna deidad, nunca se me ha dado bien eso de seguir estrictos códigos… pero poseía la determinación de querer ser alguien, alguien de renombre, alguien al que tuvieran que alabar, sueños egocéntricos de críos, de los que ya solo recuerdo el agitado latir de mi corazón cada vez me adentraba en mis sueños, intentando vivir una vida que no era la mía. Pasé como pude mis primeros años de vida, entre sueños y golpes, nunca fui alguien muy tranquilo, y poco tiempo podía pasar en un mismo sitio, pues en mi interior una voz me pedía a gritos que conociera lo que el mundo realmente escondía y si de algo me puedo enorgullecer es de que nunca he sido tonto, ni estúpido.
No tenía demasiados amigos, la verdad que nunca he sido lo que se dice sociable, ya que la mayoría de los chicos de mi edad pensaban en diferentes cosas que yo, ya fuera la magia, la naturaleza u otras cosas. Pero sí tenía una amiga, Alatáriël. Alatáriël era la menor de las hermanas de uno de los cargos más importantes en la arboleda. Había nacido con un don que le obligaban a explotar, era una hechicera, algo verdaderamente raro en la Arboleda. Alatáriël y yo pasábamos mucho tiempo juntos, creo que con el tiempo comprendí que la amaba, pero en la vida nunca son las cosas cómo queremos, y al final ocurren cosas, que obligan a echar a andar a unos u otros, separándose del camino juntos, separándose de por vida… realmente, mi vida giraba en torno a ella, era bastante simpática y tenía una fuerza de personalidad realmente fuerte, era mi único pilar de apoyo, aquella persona que todo ser necesita para poder desahogarse, una confidente, una amiga…
Pero siempre ocurre algo que manda al traste todo lo conseguido, todo lo deseado, y aunque nunca fue algo inmediato, sí que me ocurrieron una serie de sucesos que me llevaron a ser lo que hoy día soy, un renegado, un vagabundo, alguien que no tiene objetivo ni causa, una flecha perdida….
Crónicas de un Destierro: Estoques sangrientos, conciencias mancilladas.
A mis 130 años, prácticamente recién cumplidos, conocí a un espadachín, mejor dicho, un maestro espadachín, no era noble, y sin embargo, pertenecía a los Protectores de la Arboleda. Lo cual, como la alegría de ver un rayo de sol entre un cielo totalmente cubierto de nubes, se apoderó de mí, creyendo que yo también podría ser como aquél hombre, Jëd’leràs.
Le caí bien desde un principio, no suelo obtener esa actitud de la gente, quizá todo lo que me ha pasado me ha agriado el carácter, cierto es, que por aquél entonces yo solo era un crío con aires de grandeza que deseaba con todas mis fuerzas convertirme en uno de ellos, y quizá por eso mostré mi cara más amable a aquél elfo. Me enseñó que aparte de paladines, los protectores podían ser perfectamente ávidos guerreros y verdaderos maestros en su arma, solo bastaba tener un buen corazón, y querer defender a la arboleda… y pasar la prueba, claro.
También me enseñó que había consagrado su vida a su arma, que la verdadera grandeza de un guerrero era conseguir que su arma fuera la viva extensión de su brazo, que no hiciera falta nada más que tu arma, y el entrenamiento adecuado para convertirte en alguien verdaderamente hábil, y del cómo alcanzar la maestría con un arma a través del control y el estudio del Ki, algo así como los monjes, pero simplemente dedicado a un arma. Realmente, me fascinó tanto lo que me contaba día tras día, que mi curiosidad y ganas por alcanzar su maestría con el estoque que me propuse seguir sus pasos, y controlar el estoque de la misma forma que él lo hacía, y quién sabe, quizá mejor.
Pero todo se truncó, y creo que aquí es dónde empieza mi verdadera vida. Una tarde, tras hablar con Jëd’leràs un poco más sobre el Ki, su manera de empuñar el arma y las miles de preguntas con las que le asaltaba día tras día, me encaminé hacia mi antiguo hogar, estaba casi llegando, maldigo hasta el momento que me paré unos instantes para recoger una pequeña piedra, pues allí estaba él, Exilion.
Exilion era el hijo mayor de uno de los ancianos de la arboleda, los ancianos eran sabios, mucho más famosos en la arboleda que los protectores, quiénes servían a los Ancianos. Me saludó alegremente y le devolví el saludo sin demasiado entusiasmo, y fue entonces cuando se inició la cuenta atrás para mi desgracia.
- Eh, hola. ¿Qué tal te encuentras hoy? ¿Ya has terminado de avasallar a Jëd con tus preguntas? – Dijo riéndose.
- Bueno, me gusta aprender cosas sobre lo que él mejor sabe hacer. – Respondí.
- ¿Y qué saber hacer? ¿Matar? Pero si nunca has hecho nada parecido, ¿cómo sabes que te gustará? – me respondió con sorna.
- Eh… -
Realmente, no supe responder, ahora, si pudiera volver atrás, le respondería, estampándole su fina y delicada cara de noble en el más sucio barro, enseñándole que para poder sobrevivir en el mundo real, hay que luchar día tras día, unos deciden luchar pacíficamente , otros usando la espada, soy de los segundos.
- Te llevaré a un lugar dónde podrás comprobarlo, ya verás - Me dijo sonriendo.
"Está bien” pensé. Era una buena forma de comprobar lo que él decía, pues me había hecho dudar si estaba hecho para ello, por aquél entonces no había matado nada, ahora simplemente miro atrás y veo un reguero de sangre, de la cuál gran parte va siendo mía.
- Bien, ¿es muy lejos? – Dije enérgicamente.
- Qué va, ya verás, es aquí al lado, eh… oye, tienes… - Dijo mientras me mostraba una espada corta del metal más brillante que había visto.
Eché un vistazo a mi cinturón, y vi mi estoque, descansando en su vaina, lo saqué unos centímetros, lo justo para que viera que sí, la hoja estaba algo oxidada, pero estaba afilado como el que más. Exilion asintió, y salió corriendo con un sonoro… “¡Sígueme!”
No sé cuántas veces he maldecido ese momento durante mi vida, pero me reconforta saber que para aprender de los errores, primero hay que cometerlos, y ciertamente, ese día aprendí una lección importante, de las más importantes si has de moverte por un mundo repleto de nobles: No acatar sus ideas.
Corrimos, salimos de la arboleda, y nos movíamos por un frondoso bosque a las afueras de la Arboleda.
- ¿No estamos muy lejos ya? – Pregunté.
- ¿Tienes miedo? – Me respondió mientras me miraba burlón.
- No, claro que no, por favor, no me asustan unas cuantas ramas. – Dije rápidamente, intentando hacer ver que no sentía miedo.
- Pues deberías… aquí dicen que habita un increíble monstruo… dicen que va repleto de ramas… que mide bien poco, pero que su fuerza es descomunal… iremos a por él, ¡y lo matarás! –
- ¿QUÉ? – Dije sobresaltado, recuerdo la sensación en aquél momento, todo me temblaba, las piernas casi no podían sostenerme, llevé una de mis manos de manera involuntaria al cuello, y la otra la dirigí a mi estoque, aferrándolo con fuerza, como si en aquél momento fuera la única cosa que me separaba de la segura muerte.
- Vamos, queda poco... – Me dijo mientras caminaba lentamente.
Caminábamos lentamente atravesando la frondosa maleza, de repente, oí un ruido, todo sucedió muy rápido, vi una figura pequeña y llena de ramas abalanzarse sobre mí, abrí los ojos horrorizado mientras veía como la garra de la muerte se cernía sobre mí, solo pude desenvainar mi viejo estoque y ponerlo contra la extraña figura, oí las risas de Exilion, y después un grito desgarrador, sentí la sangre de aquél ser salpicar mi rostro, le había dado de lleno, caí hacia atrás, con la bestia conmigo, la sangre emanaba con fluidez, y la sentía caer en mi rostro, yo había cerrado los ojos, por propio instinto de supervivencia. Tras unos segundos que me parecieron eternos, pues no pude ni moverme, aterrorizado por lo que había pasado, creí oír la voz de Exilion.
- ¡Nooooo! ¡Enarlor! ¡Hermaaaaano! ¡Noooooo! –
Sus gritos mientras su voz se entrecortaba, seguramente por el llanto al que momentos después presencié me hizo abrir los ojos, solo veía un matojo de ramas, me toqué la cara, y miré la mano, llena de sangre, contuve mi respiración unos segundos para comprobar si era yo el herido, no sentía ninguna herida. De repente, como un relámpago que ilumina el cielo, supe lo que realmente pasaba. Exilion y Enarlor eran hermanos, y eran célebres por sus bromas de mal gusto. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, sabiendo lo que realmente ocurría, me volteé rápidamente, haciendo caer el cuerpo sin vida de esa cosa enramada al suelo boca arriba con el estoque clavado en pleno corazón, otra cosa no… pero puntería creo que nunca me ha fallado. Exilion permanecía arrodillado ante aquella cosa llena de ramas, por un momento entrecerré los ojos y pude sentir mi corazón desbocado, la sensación del combate, la descarga propia del combate de la tensión anterior, me sentía raramente en paz. Un grito me sacó de mis instantes pensativos, y ví a Exilion balanceándome los hombros mientras gritaba.
- ¡LO HAS MATADO! ¡HAS MATADO A MI HERMANO! ¡ESTÁS LOCO! ¡ASESINO! –
Di un respingón, volviendo en mí y viendo la gravedad de lo que había hecho, me dejé caer sobre el cuerpo de aquella cosa enramada y empecé a retirar ramas rápidamente, pronto vi las delicadas facciones de Enarlor, su gesto era horroso, sus ojos, abiertos de par en par, parecían salirse casi de sus órbitas, realmente, no se esperaba que algo así pasase, y claramente, yo tampoco. Retiré mi estoque rápidamente del cuerpo y levantando a Enarlor con mis propios brazos me encaminé en silencio hacia la Arboleda, llorando en secreto, Exilion me seguía, gritando, maldiciéndome, por algo que él mismo había desencadenado, maldito él y sus juegos…
Llegamos pronto a la arboleda, y justo al entrar nos encontramos con Alatáriël. Gritó desesperada al verme ensangrentado y con el cuerpo sin vida y sangrante de su hermano mediano. Pronto corrieron hacia mí los protectores, Exilion gritaba “¡Ha sido él, ha sido él, él lo ha matado, él ha sido!”
Los protectores me separaron del cuerpo, empujándome, desenvainaron sus espadas, y me custodiaron, Jëd pronto llegó y se informó de la situación, vino a mí, y mientras se acercaba solo pude decir:
“Solo quería ser como tú.”
Continuará.
Última edición por Goyth el Mié Oct 28, 2009 9:50 pm, editado 1 vez en total.
Crónicas de un Destierro: Juicio erróneo.
De inmediato me llevaron ante el consejo de Ancianos. Todos, en especial Naraldur, me miraban con un claro odio contenido, si las miradas fueran cuchillas, éstas me hubieran matado en el instante que pisé aquella sala.
Me “juzgaron” por así decirlo. Exilion dijo que íbamos por el bosque los tres, que me volví loco mientras hablaba de la maestría en combate y quise hacer una demostración, que inocentemente Enarlor se ofreció a hacer de contrincante y que llevé al extremo el combate, matándolo aprovechándome de mi superioridad… sus palabras se clavaron en mi mente, a fin de cuentas, todo había sido una farsa, y ahora simplemente estaba salvando su pellejo de un efímero castigo que seguramente le pondrían, pues era el mimado de Naraldur.
Jëd’leràs intervino por mí, queriendo salvarme del destierro, o de algo peor. Habló de manera vehemente, aquél elfo tenía casi la misma habilidad con la palabra que con el estoque, y gracias a ello el Consejo entró en razón, se concluyó en contra de la voluntad de Naraldur que todo había sido un accidente, yo por supuesto di el verdadero relato de lo acaecido en aquél bosque, y unido a las palabras de Jëd’leràs, se concluyó que no debía ser desterrado, debía olvidarme de recuperar el arma con la que se cometió el “crimen”, y de portar cualquier otra arma, y acudir a rezar todos los días en la capilla de Corellon Larethian, para que éste escuchara mis plegarias y perdonara mis actos, aunque involuntarios, dañinos.
Pero no terminaron aquellos sucesos ahí, unos días después, cuando el sol había dejado paso a la Luna y su séquito estrellado, Naraldur me llamó a la sala del consejo, yo sabía que en esos instantes no podría haber nadie en aquella estancia, así pues, sería un encuentro cara a cara, creo que en lo más profundo de mi ser supe en aquél momento que algo ocurriría, nadie llama a nadie a medianoche para charlar de algo mundano.
Y entonces así ocurrió.
Subí los peldaños con cierto temor, sentí como en mi estómago todo se revolvía, una punzada hiriente me recorría de cabo a rabo mi cuerpo, y ciertamente, casi ni me atrevía a seguir caminando, y esa sensación, se acrecentaba conforme subía. Cuando estuve a escasos metros del magnífico salón, cerré los ojos lentamente, e inspiré profundamente. El viento helado congelaba por momentos mis pies y manos, no se oía ningún ruido más que el rumor del viento el cuál acariciaba mis mejillas suavemente, como si de una fría y a la vez dulce mano acariciara mi piel.
- Entra – Dijo una voz desde el interior del inmenso salón.
Entré lentamente, el salón era inmenso, oscuro, solo alumbrado por unas cuantas antorchas. Me adentré lentamente, y frente a un ventanal en el cuál penetraba la luz de la luna, vislumbré una figura, con la cabeza baja. Retiré mi capucha con un ligero cabeceo hacia atrás, e hinqué una rodilla en el suelo, agachando la cabeza, el anciano elfo me miró de reojo, sentí sus ojos clavarse en mí como cuchillas afiladas, deseando verme muerto a cada segundo.
- ¿Has reunido el valor suficiente aún para venir aquí pero no para mantener la cabeza bien alta…? – Preguntó Naraldur.
No respondí, no sabía qué decir en aquél tenso momento, me mantuve en silencio, inmóvil, esperando a que expresara lo que quería decirme en aquella fría noche.
- Dicen que los hombres curtidos… no se lamentan ni por los vivos, ni por los muertos… - Dijo Naraldur.
- Siento lo que le pasó a su hijo, le aseguro que yo no quer… - Dije mientras alzaba mi vista hacia el anciano elfo.
- ¡Cállate! No tienes derecho a hablarme, no después de lo que ha ocurrido. –
Naraldur parecía realmente sobresaltado, en su mirada se podía ver el odio contenido hacia mí, se giró hacia el gran ventanal, miró hacia el cielo durante unos instantes, para luego bajar la mirada y declarar su sentencia.
- El consejo ha quedado embriagado por las palabras sibilinas de Jëd’leràs, ten por seguro que si no hubiera intercedido, yo mismo te hubiera arrancado la mísera vida que llevas, no mereces vivir. -
- No fui yo quien decidió disfrazarse como si fuera una bestia y asustar a alguien con el único propósito de reírse. – Dije, alzando la cabeza, mirando fijamente a Naraldur, por primera vez, me atreví a mirarle a los ojos, altivo.
En lo más profundo de mí ser sabía que yo no tenía culpa alguna de lo que había ocurrido, pero aquél elfo que se mostraba ante mí, con gesto cansado, tornado casi en demencia por la pérdida de uno de sus retoños creía todo lo contrario, a fin de cuentas, todo ser necesita un culpable para redimirse a él mismo, pues yo sabía muy bien que la culpa realmente era de aquél anciano elfo, pues con una buena disciplina nunca habría pasado nada. Me miró colérico, acercándose a mí mientras se llevaba su mano a la empuñadura de su elegante estoque. Cerré los ojos con fuerza, previendo lo que allí iba a suceder, respiré hondo, tratando de encontrar algo de paz antes del fatídico momento. Sentí como se iba acercando, oí el ligero sonido metálico producido por la fina y templada hoja al salir de la vaina que lo sellaba, agaché la cabeza, preparado para lo peor, posó su estoque en mi hombro, sentí la fría hoja en mi hombro posarse, tan gélida como el aliento de un gran dragón argénteo, contuve la respiración, los segundos pasaban como si fueran largas horas, finalmente, sentí como Naraldur se agachaba poniéndose a mi altura, sentí su respiración, agitada.
- Matarte solo me traería problemas… pero puedo proporcionarte un castigo peor… - Dijo Naraldur, susurrando aquellas palabras casi a la altura de mi oído
Le miré sin comprender, esperando a que prosiguiera.
- Desde ahora… no verás más a Alatáriël. Si te veo dirigirle una sola palabra, no solo tú morirás, si no ella también, también tiene impuesto el castigo de no verte, pero no sabe el precio por incumplir el pacto. – Dijo Naraldur, con la misma frialdad de un témpano de hielo.
Aquellas palabras resonaron en mí como si mil cuchillas se clavaran en mi ser, entrecerré los ojos con más fuerzas mientras giré mi cabeza con fuerza hacia un lado.
- ¡¿Matarías a tu propia hija solo por vengarte de mí?! ¿Esa es tu moral? –
- ¡Silencio! Mejor eso que verla destruida por ti, pequeño mequetrefe. ¿Qué demonios sabrás tú de lo que es mejor para mi hija? Antes de verla contigo de nuevo, la mataré. –
Abrí los ojos de par en par, miré al suelo durante unos instantes, pensativo. Entorné los ojos, mientras volvía mi cabeza lentamente hacia Naraldur, me miró sonriendo cínicamente, le devolví la mirada, la mía empañada en lágrimas, aquél momento aún me sigue visitando día tras día en mis meditares, como el demonio que nunca consigues aplacar.
- Bien, no la veré más. De hecho, no me acercaré nunca más a nadie que tenga algo que ver contigo, si así lo deseas. – Dije con un hilo de voz, entrecortada por el inminente llanto que trataba de contener.
- Bien… es nuestro pequeño trato… ahora, largo de mi vista, antes de que me arrepienta de no cortarte la cabeza. – Dijo Naraldur mientras envainaba su estoque nuevamente, mientras se giraba hacia el ventanal.
En aquél momento, puedo asegurar, que hubiera preferido morir.
Continuará.
De inmediato me llevaron ante el consejo de Ancianos. Todos, en especial Naraldur, me miraban con un claro odio contenido, si las miradas fueran cuchillas, éstas me hubieran matado en el instante que pisé aquella sala.
Me “juzgaron” por así decirlo. Exilion dijo que íbamos por el bosque los tres, que me volví loco mientras hablaba de la maestría en combate y quise hacer una demostración, que inocentemente Enarlor se ofreció a hacer de contrincante y que llevé al extremo el combate, matándolo aprovechándome de mi superioridad… sus palabras se clavaron en mi mente, a fin de cuentas, todo había sido una farsa, y ahora simplemente estaba salvando su pellejo de un efímero castigo que seguramente le pondrían, pues era el mimado de Naraldur.
Jëd’leràs intervino por mí, queriendo salvarme del destierro, o de algo peor. Habló de manera vehemente, aquél elfo tenía casi la misma habilidad con la palabra que con el estoque, y gracias a ello el Consejo entró en razón, se concluyó en contra de la voluntad de Naraldur que todo había sido un accidente, yo por supuesto di el verdadero relato de lo acaecido en aquél bosque, y unido a las palabras de Jëd’leràs, se concluyó que no debía ser desterrado, debía olvidarme de recuperar el arma con la que se cometió el “crimen”, y de portar cualquier otra arma, y acudir a rezar todos los días en la capilla de Corellon Larethian, para que éste escuchara mis plegarias y perdonara mis actos, aunque involuntarios, dañinos.
Pero no terminaron aquellos sucesos ahí, unos días después, cuando el sol había dejado paso a la Luna y su séquito estrellado, Naraldur me llamó a la sala del consejo, yo sabía que en esos instantes no podría haber nadie en aquella estancia, así pues, sería un encuentro cara a cara, creo que en lo más profundo de mi ser supe en aquél momento que algo ocurriría, nadie llama a nadie a medianoche para charlar de algo mundano.
Y entonces así ocurrió.
Subí los peldaños con cierto temor, sentí como en mi estómago todo se revolvía, una punzada hiriente me recorría de cabo a rabo mi cuerpo, y ciertamente, casi ni me atrevía a seguir caminando, y esa sensación, se acrecentaba conforme subía. Cuando estuve a escasos metros del magnífico salón, cerré los ojos lentamente, e inspiré profundamente. El viento helado congelaba por momentos mis pies y manos, no se oía ningún ruido más que el rumor del viento el cuál acariciaba mis mejillas suavemente, como si de una fría y a la vez dulce mano acariciara mi piel.
- Entra – Dijo una voz desde el interior del inmenso salón.
Entré lentamente, el salón era inmenso, oscuro, solo alumbrado por unas cuantas antorchas. Me adentré lentamente, y frente a un ventanal en el cuál penetraba la luz de la luna, vislumbré una figura, con la cabeza baja. Retiré mi capucha con un ligero cabeceo hacia atrás, e hinqué una rodilla en el suelo, agachando la cabeza, el anciano elfo me miró de reojo, sentí sus ojos clavarse en mí como cuchillas afiladas, deseando verme muerto a cada segundo.
- ¿Has reunido el valor suficiente aún para venir aquí pero no para mantener la cabeza bien alta…? – Preguntó Naraldur.
No respondí, no sabía qué decir en aquél tenso momento, me mantuve en silencio, inmóvil, esperando a que expresara lo que quería decirme en aquella fría noche.
- Dicen que los hombres curtidos… no se lamentan ni por los vivos, ni por los muertos… - Dijo Naraldur.
- Siento lo que le pasó a su hijo, le aseguro que yo no quer… - Dije mientras alzaba mi vista hacia el anciano elfo.
- ¡Cállate! No tienes derecho a hablarme, no después de lo que ha ocurrido. –
Naraldur parecía realmente sobresaltado, en su mirada se podía ver el odio contenido hacia mí, se giró hacia el gran ventanal, miró hacia el cielo durante unos instantes, para luego bajar la mirada y declarar su sentencia.
- El consejo ha quedado embriagado por las palabras sibilinas de Jëd’leràs, ten por seguro que si no hubiera intercedido, yo mismo te hubiera arrancado la mísera vida que llevas, no mereces vivir. -
- No fui yo quien decidió disfrazarse como si fuera una bestia y asustar a alguien con el único propósito de reírse. – Dije, alzando la cabeza, mirando fijamente a Naraldur, por primera vez, me atreví a mirarle a los ojos, altivo.
En lo más profundo de mí ser sabía que yo no tenía culpa alguna de lo que había ocurrido, pero aquél elfo que se mostraba ante mí, con gesto cansado, tornado casi en demencia por la pérdida de uno de sus retoños creía todo lo contrario, a fin de cuentas, todo ser necesita un culpable para redimirse a él mismo, pues yo sabía muy bien que la culpa realmente era de aquél anciano elfo, pues con una buena disciplina nunca habría pasado nada. Me miró colérico, acercándose a mí mientras se llevaba su mano a la empuñadura de su elegante estoque. Cerré los ojos con fuerza, previendo lo que allí iba a suceder, respiré hondo, tratando de encontrar algo de paz antes del fatídico momento. Sentí como se iba acercando, oí el ligero sonido metálico producido por la fina y templada hoja al salir de la vaina que lo sellaba, agaché la cabeza, preparado para lo peor, posó su estoque en mi hombro, sentí la fría hoja en mi hombro posarse, tan gélida como el aliento de un gran dragón argénteo, contuve la respiración, los segundos pasaban como si fueran largas horas, finalmente, sentí como Naraldur se agachaba poniéndose a mi altura, sentí su respiración, agitada.
- Matarte solo me traería problemas… pero puedo proporcionarte un castigo peor… - Dijo Naraldur, susurrando aquellas palabras casi a la altura de mi oído
Le miré sin comprender, esperando a que prosiguiera.
- Desde ahora… no verás más a Alatáriël. Si te veo dirigirle una sola palabra, no solo tú morirás, si no ella también, también tiene impuesto el castigo de no verte, pero no sabe el precio por incumplir el pacto. – Dijo Naraldur, con la misma frialdad de un témpano de hielo.
Aquellas palabras resonaron en mí como si mil cuchillas se clavaran en mi ser, entrecerré los ojos con más fuerzas mientras giré mi cabeza con fuerza hacia un lado.
- ¡¿Matarías a tu propia hija solo por vengarte de mí?! ¿Esa es tu moral? –
- ¡Silencio! Mejor eso que verla destruida por ti, pequeño mequetrefe. ¿Qué demonios sabrás tú de lo que es mejor para mi hija? Antes de verla contigo de nuevo, la mataré. –
Abrí los ojos de par en par, miré al suelo durante unos instantes, pensativo. Entorné los ojos, mientras volvía mi cabeza lentamente hacia Naraldur, me miró sonriendo cínicamente, le devolví la mirada, la mía empañada en lágrimas, aquél momento aún me sigue visitando día tras día en mis meditares, como el demonio que nunca consigues aplacar.
- Bien, no la veré más. De hecho, no me acercaré nunca más a nadie que tenga algo que ver contigo, si así lo deseas. – Dije con un hilo de voz, entrecortada por el inminente llanto que trataba de contener.
- Bien… es nuestro pequeño trato… ahora, largo de mi vista, antes de que me arrepienta de no cortarte la cabeza. – Dijo Naraldur mientras envainaba su estoque nuevamente, mientras se giraba hacia el ventanal.
En aquél momento, puedo asegurar, que hubiera preferido morir.
Continuará.
Última edición por Goyth el Mié Oct 28, 2009 9:52 pm, editado 1 vez en total.
Crónicas de un Destierro: Nuevo Amanecer.
Los días siguientes pasaron de forma extraña, decidí, ya que no podía ver a Alatáriël, enclaustrarme en mi hogar. Mis padres, los cuáles nunca pusieron en mí demasiado interés, me evitaban, pues a su parecer les había decepcionado. Y cada vez que me veían aparecer por la puerta me miraban con una expresión que iba desde el temor a la decepción… algo muy normal desde ese día, pues toda la arboleda me miraba con malos ojos, evitando cruzarse conmigo, salvo Jëd’leràs, claro.
A veces Jëd’leràs venía a mí, para enseñarme alguna cosa nueva, o simplemente, para hacerme compañía, pero a mí de nada me servía su entrenamiento, si ni siquiera podía portar un estoque en la arboleda, y su compañía empezó a resultarme efímera, indiferente, perdí toda la emoción y ganas de continuar hacia delante, Naraldur se había encargado de hacerlo.
Un día, cuando el sol había dejado paso a la Luna y su séquito estrellado, yo permanecía sentado frente a un pequeño ventanal por el cuál la Luna arrojaba la única luz que iluminaba toda la estancia. Llevaba ahí días, sin moverme, sin más emoción que el tiempo pasase lo más rápido posible, algo bastante gracioso si tenemos en cuenta que somos célebres por nuestra larga vida.
- Los cerezos están ya en flor. – Dijo una voz desde la oscuridad de mi estancia.
- Sabes de sobra que no comparto tu afición… - Dije desganado.
Giré la cabeza, y miré hacia el umbral de la puerta, vislumbré una figura encapuchada, con una larga túnica, de la que colgaba en la cintura una vaina lujosamente ornamentada. Dio algunos pasos hacia mí, retirándose la capucha.
- ¿Qué haces aquí, Jëd’leràs? Éstas no son precisamente horas de visita… -
- ¿Tiene que tener un maestro una razón para visitar a su alumno más aventajado? –
- El único alumno, dirás… -
- Quizá es que no hay nadie mejor preparado para lo que tengo que enseñar… de todos modos, he venido porque hay alguien que quiere verte. –
- ¿Hm…? –
Alcé más la vista, tratando de vislumbrar detrás de Jëd’leràs, el cuál hizo un gesto mientras echaba la vista atrás, una figura más pequeña apareció, llevando una túnica negra con arreglos dorados, encapuchada también. Me levanté de la silla, suponiendo quién se presentaba ante mí, la encapuchada se descubrió.
- Alatáriël… - Dije entre sorprendido y temeroso.
Ella se limitó a sonreírme, como solía hacer cada vez que nos encontrábamos por la arboleda, o durante las largas tardes que pasábamos juntos tras mis entrenamientos con Jëd’leràs , durante unos segundos sentí como todo en mí volvía a ser como antes, todo en paz, la ilusión por segundos había vuelto, y ciertamente, sonreí ampliamente durante unos instantes, literalmente embobado por su presencia. Pero como si una espada se clavase en mi cuerpo, recordé la fría y amenazante mirada de Naraldur mientras pronunciaba aquellas palabras días atrás, la mano negra de Naraldur planeaba sobre nuestras cabezas, y sabía muy bien que él sería capaz de hacer lo que prometió, con su tormento me arrastraba sin yo poder hacer nada más que lamentarme, me volví hacia el ventanal, mientras agachaba la cabeza.
- ¿Qué haces aquí , Alatáriël? Tu padre dijo bien claro que… -
- ¿Desde cuándo haces caso a mi padre? – Dijo Alatáriël, con el mismo tono alegre con el que siempre me recibía.
Y era cierto, Naraldur nunca aprobó siquiera nuestra amistad, pero poco me importaba eso a mí, y nunca hacía caso a nadie, y creo que con el tiempo comprendió lo que ambos sentíamos el uno por el otro y que nada podía hacer para evitarlo, y eso, lo enfurecía aún más, hasta tal punto de evitar hablar conmigo siempre que no fuera estrictamente necesario.
- Es… es distinto, Alatáriël, no creo que… -
Alatáriël posó una mano en mi hombro, haciéndome girar para mirarla.
- No pienso hacer caso a mi padre por algo que tú no has cometido –
Su mirada denotaba la convicción propia de un paladín, sus palabras sonaban tan contundentes como el martillo del mejor de los guerreros. Antes de que pudiera decir nada, se acercó a mí, y fundiéndonos en un único beso, dejó atrás todas mis razones y temores… pero ahora sé que debí ser más fuerte.
Desde ese momento olvidé la palabras de Naraldur sobre los encuentros con Alatáriël, y diariamente, al caer la noche, nos veíamos en un pequeño claro repleto de cerezos florecientes en el cuál Jëd’leràs y yo meditábamos en silencio durante horas. A veces charlábamos durante toda la noche, hasta que el sol comenzaba a ganarle la batalla a la noche, y cada uno volvíamos a nuestras casas, esperando impacientes el siguiente encuentro. Durante esos días recuperé las ganas de convertirme en un verdadero maestro del estoque, no había olvidado, ciertamente, la sensación del fugaz encuentro con aquella “bestia” y solo hizo reforzar mi convicción, entrenaba con Jëd’leràs todo los días en aquél claro dónde los cerezos florecían hermosamente, puedo decir que en aquél momento, yo era feliz.
Pero no todo es eterno, aunque sería lo que hubiera deseado. Una noche, me encaminé en silencio hacia el claro, la arboleda estaba en silencio completamente, solo alumbrada por pequeñas antorchas. El viento cálido acariciaba mis facciones mientras caminaba rápidamente dirección al claro, no tardé en llegar, antes de la hora acordada como acostumbraba, pues siempre me gustó contemplar en silencio la Luna.
El tiempo pasaba, y nadie venía, ni se oía ni un sonido, recuerdo perfectamente aquél momento… el cuál me atormenta diariamente, en cada sueño… en cada momento. Un escalofrío recorrió mi espalda, esperé durante dos horas, en completo silencio, temiéndome lo peor, estaba inmóvil en el lugar, temeroso a levantarme y encaminarme hacia la Torre de Naraldur y encontrarme lo peor. Aún no sé de dónde saqué fuerzas, quizá fue un acto reflejo derivado de mi propia desesperación por intentar evitar algo que yo sabía en lo más profundo de mi ser que no podría evitar, o quizá solo fue la esperanza efímera de que simplemente se hubiera retrasado por alguna tontería.
Me dirigí de inmediato hacia la torre de Naraldur, el camino estaba desierto, pero a medio camino, quizá porque los dioses tienen sentido del humor, alcé ligeramente la vista, y vi el salón del consejo completamente iluminado, sentí una punzada recorriendo todo mi cuerpo, como si de una espada se tratase. No lo pensé dos veces, y me encaminé todo lo rápido que pude hacia allí.
Y así pasó.
Crónicas de un Destierro: Sombras y canciones de cuna para los perdidos.
Llegué rápidamente, las puertas estaban cerradas, y Jëd’leràs permanecía en mitad de la puerta, obviamente preveían que yo haría acto de aparición.
- Quieto… Alatáriël y Naraldur están ahí dentro discutiendo, la seguían desde hace días, me he enterado hoy. –
- ¿Y aún así te quedas ahí, Jëd? ¿Estás loco? ¿Sabes lo que le hará? –
- ¿Eh? Solo le está dando una reprimenda... no tienes por qué preo… -
- ¡La va a matar! –
Empujé a Jëd’leràs con todas mis ganas, mientras con la otra mano cogía uno de los estoques que colgaban de su cintura, desenvainándolo, abrí las puertas de par en par, y allí estaban.
Alatáriël estaba de rodillas, sangrando abundantemente por un costado, al lado de ella, permanecía de pie un hombre, el cuál portaba una armadura de cuero negra como el más oscuro ébano, portando un estoque, el cuál rezumaba por su templada y fina hoja un corrosivo ácido, unos pasos más atrás, estaba Naraldur, mirando por el mismo ventanal que día antes había presenciado nuestra conversación y su ultimátum que yo incumplí, que ella incumplió, y que ahora pagaría…
- ¡Naraldur! ¡Detente! – Grité desesperado, mientras Jëd me cogía por el hombro.
Pero pronto Jëd’leràs retiró la mano mientras contemplaba horrorizado lo que allí pasaba.
- Naraldur… ¿Qué demonios…? ¡¿Qué hacéis?! – Gritó Jëd’leràs
- No os entrometáis, el castigo será cumplido. Proceda. – Dijo Naraldur, fríamente.
Todo pasó muy rápido. El hombre encapuchado alzó su estoque, mientras tiraba de la larga melena de Alatáriël hacia arriba, obligándola a alzarse, yo salí corriendo hacia ella, junto con Jëd’leràs, pero todo era inútil, los gritos habían alertado a los protectores, a los cuáles se les podía oír venir a toda prisa, no quedaba tiempo, y ciertamente, el fin me parecía que estaba más cerca que nunca. El hombre encapuchado me miró, sonriendo ampliamente, mientras descargaba el estoque, hundiéndolo firmemente en el pecho de Alatáriël, el grito resonó por toda la estancia, Jëd’leràs y yo nos quedamos quietos en el lugar durante unos instantes, observando atónicos lo que había pasado.
- El mequetrefe ha matado a mi hija… ¿verdad? – Dijo Naraldur.
- Desde luego, el crío es una mala bestia – Dijo el hombre encapuchado, entre risas.
- ¡¿Crees que te creerán, Naraldur?! ¡Estás loco! ¡Has matado a tu hija! – Gritó Jëd’leràs.
- ¿Y a quién crees que creerán, Jëd’leràs…? ¿A un mequetrefe que ya ha matado o al padre destrozado por la pérdida de dos hijos…? -
Yo caí de rodillas, mientras veía como la llama de la vida en el cuerpo de Alatáriël se apagaba, cerrando sus ojos mientras alzaba una mano hacia mí, en aquellos momentos, yo no sabía muy bien qué hacer, eché la vista a un lado y me topé con los pies de aquél hombre el cuál me arrebató todo lo que yo deseaba en la vida, agarré el estoque con fuerza, mientras me levantaba y me dirigía a por él, Jëd’leràs gritó, intentándome agarrar, pero ya era demasiado tarde, corrí hacia él, con todas mis ganas, comencé a vislumbrar detalles en aquél hombre, sus ojos, fríos, se clavaban en mí mientras esbozaba una sonrisa burlona en su rostro, grité furioso, mientras saltaba sobre él, descargando con todas mis fuerzas un golpe de arriba abajo, pero el hombre giró sobre sí mismo, yéndose hacia un lado, evitando mi ataque, mientras tanto, Jëd’leràs, corriendo hacia él descargó otro ataque hacia su costado, que el asesino paró con su segundo estoque.
Me giré de inmediato viendo que mi ataque no surtió efecto, y cuando fui a lanzar otra estocada más, contemplé para mi asombro como el asesino literalmente se desvanecía entre las sombras, mirándome sin perder su maldita sonrisa. Jëd’leràs, el cuál se había echado hacia atrás, dispuesto a cargar de nuevo, lanzó una vez más una estocada directa al torso, pero el asesino ya se había desvanecido entre las sombras, abrí los ojos de par en par, quedé inmovilizado, atónito viendo como venía hacia mí el estoque, oí a Jëd’leràs gritarme para que me apartara, pero todo me parecía lejano, sus gritos parecían venir a millas de distancia, yo no oía nada más que las palabras de Naraldur el día de la sentencia. Sentí como el frío acero del célebre estoque de Jëd’leràs se adentraba en mí, solo pude mirarle a los ojos, contemplando su expresión de horror al ver lo que había hecho, logré esbozar una ligera sonrisa, y solo pude balbucear.
“Jé… Ahora sé lo que sintió Enarlor.”
Mi vista se tornó borrosa, e instantes después… solo vi la más densa oscuridad.
- ¿Estás bien? –
Es lo primero que oí, abrí los ojos, aturdido, me llegó el dulce aroma de algunas flores recién cortadas, miré a mi alrededor, estaba en el claro dónde entrenábamos diariamente, me alcé todo lo rápido que pude, con la esperanza de que todo lo que pasó hubiera sido un mero sueño, pero rápidamente, junto con la punzada de dolor que recorrió todo mi pecho, comprobé que no.
- Échate… perdiste mucha sangre, por suerte, logré huir trayéndote aquí. – Dijo una voz desde el fondo del claro.
Vislumbré la figura, era Jëd’leràs, sin embargo, no portaba su armadura de protector como solía, su gesto, era sombrío, en ese momento comprendí que no habría nada que hacer para vengar la muerte de Alatáriël y darle la merecida paz que sentía que debía darle.
- Los protectores te buscan. Naraldur ha dicho que enloqueciste y en tu cólera atravesaste a Alatáriël, el elfo que iba con él ha corroborado la historia, y con la muerte de Enarlor… no podré hacer nada. He abandonado los protectores. –
- ¿No hay nada que podamos hacer? ¿Esto va a quedar así? ¡Me niego! – Grité, furioso.
En esos momentos en mi mente no había más lugar que para la venganza, quería tener a Naraldur delante de mí, para poder eliminarlo con mis propias manos, a él y al maldito elfo que llevó a cabo su sentencia, pues tal era la cobardía de Naraldur, que ni él mismo se atrevía a llevar a cabo tal acto.
Jëd’leràs me miró, su mirada rebosaba compasión, retiré mi vista, limpiándome algunas lágrimas que caían por mi rostro con la manga. Me alcé, en silencio, tenía una sed de venganza que hoy día perdura, pero también sabía que no podría hacer nada ahora mismo, me hice una promesa a mí mismo en aquél momento.
- Me voy, Jëd’leràs, me fortaleceré, y volveré para terminar lo que aún no he empezado, pero que haré… te lo aseguro. –
- Sabía que me ibas a decir eso… - Dijo Jëd’leràs mientras llevaba su mano a su espalda, sacando un estoque, atado con una fina tela. – Ten, no es gran cosa, pero te servirá para defenderte, no te pararé, hay cosas que es mejor que uno deba hacer solo, pero te pido una cosa –
Mientras cogía el estoque que me ofrecía, asentí a lo que me hizo prometer, dos promesas había hecho, y hoy día aún no he cumplido ninguna, pero tanto Jëd’leràs, como yo, sabemos que cumpliré ambas, o moriré en el intento.
“Te lo prometo, Jëd’leràs, volveré para vencerte, completaré el ciclo, lo juro.”
Coloqué el estoque en la cintura, eché una última mirada al claro, repleto de florecientes cerezos, miré a Jëd’leràs, y alzando la mano mientras echaba andar, me despedí de él. ¿Dónde iría? No lo sabía en aquél momento, pero sabía que mi camino no acababa ahí, de hecho, acababa de empezar.
Los días siguientes pasaron de forma extraña, decidí, ya que no podía ver a Alatáriël, enclaustrarme en mi hogar. Mis padres, los cuáles nunca pusieron en mí demasiado interés, me evitaban, pues a su parecer les había decepcionado. Y cada vez que me veían aparecer por la puerta me miraban con una expresión que iba desde el temor a la decepción… algo muy normal desde ese día, pues toda la arboleda me miraba con malos ojos, evitando cruzarse conmigo, salvo Jëd’leràs, claro.
A veces Jëd’leràs venía a mí, para enseñarme alguna cosa nueva, o simplemente, para hacerme compañía, pero a mí de nada me servía su entrenamiento, si ni siquiera podía portar un estoque en la arboleda, y su compañía empezó a resultarme efímera, indiferente, perdí toda la emoción y ganas de continuar hacia delante, Naraldur se había encargado de hacerlo.
Un día, cuando el sol había dejado paso a la Luna y su séquito estrellado, yo permanecía sentado frente a un pequeño ventanal por el cuál la Luna arrojaba la única luz que iluminaba toda la estancia. Llevaba ahí días, sin moverme, sin más emoción que el tiempo pasase lo más rápido posible, algo bastante gracioso si tenemos en cuenta que somos célebres por nuestra larga vida.
- Los cerezos están ya en flor. – Dijo una voz desde la oscuridad de mi estancia.
- Sabes de sobra que no comparto tu afición… - Dije desganado.
Giré la cabeza, y miré hacia el umbral de la puerta, vislumbré una figura encapuchada, con una larga túnica, de la que colgaba en la cintura una vaina lujosamente ornamentada. Dio algunos pasos hacia mí, retirándose la capucha.
- ¿Qué haces aquí, Jëd’leràs? Éstas no son precisamente horas de visita… -
- ¿Tiene que tener un maestro una razón para visitar a su alumno más aventajado? –
- El único alumno, dirás… -
- Quizá es que no hay nadie mejor preparado para lo que tengo que enseñar… de todos modos, he venido porque hay alguien que quiere verte. –
- ¿Hm…? –
Alcé más la vista, tratando de vislumbrar detrás de Jëd’leràs, el cuál hizo un gesto mientras echaba la vista atrás, una figura más pequeña apareció, llevando una túnica negra con arreglos dorados, encapuchada también. Me levanté de la silla, suponiendo quién se presentaba ante mí, la encapuchada se descubrió.
- Alatáriël… - Dije entre sorprendido y temeroso.
Ella se limitó a sonreírme, como solía hacer cada vez que nos encontrábamos por la arboleda, o durante las largas tardes que pasábamos juntos tras mis entrenamientos con Jëd’leràs , durante unos segundos sentí como todo en mí volvía a ser como antes, todo en paz, la ilusión por segundos había vuelto, y ciertamente, sonreí ampliamente durante unos instantes, literalmente embobado por su presencia. Pero como si una espada se clavase en mi cuerpo, recordé la fría y amenazante mirada de Naraldur mientras pronunciaba aquellas palabras días atrás, la mano negra de Naraldur planeaba sobre nuestras cabezas, y sabía muy bien que él sería capaz de hacer lo que prometió, con su tormento me arrastraba sin yo poder hacer nada más que lamentarme, me volví hacia el ventanal, mientras agachaba la cabeza.
- ¿Qué haces aquí , Alatáriël? Tu padre dijo bien claro que… -
- ¿Desde cuándo haces caso a mi padre? – Dijo Alatáriël, con el mismo tono alegre con el que siempre me recibía.
Y era cierto, Naraldur nunca aprobó siquiera nuestra amistad, pero poco me importaba eso a mí, y nunca hacía caso a nadie, y creo que con el tiempo comprendió lo que ambos sentíamos el uno por el otro y que nada podía hacer para evitarlo, y eso, lo enfurecía aún más, hasta tal punto de evitar hablar conmigo siempre que no fuera estrictamente necesario.
- Es… es distinto, Alatáriël, no creo que… -
Alatáriël posó una mano en mi hombro, haciéndome girar para mirarla.
- No pienso hacer caso a mi padre por algo que tú no has cometido –
Su mirada denotaba la convicción propia de un paladín, sus palabras sonaban tan contundentes como el martillo del mejor de los guerreros. Antes de que pudiera decir nada, se acercó a mí, y fundiéndonos en un único beso, dejó atrás todas mis razones y temores… pero ahora sé que debí ser más fuerte.
Desde ese momento olvidé la palabras de Naraldur sobre los encuentros con Alatáriël, y diariamente, al caer la noche, nos veíamos en un pequeño claro repleto de cerezos florecientes en el cuál Jëd’leràs y yo meditábamos en silencio durante horas. A veces charlábamos durante toda la noche, hasta que el sol comenzaba a ganarle la batalla a la noche, y cada uno volvíamos a nuestras casas, esperando impacientes el siguiente encuentro. Durante esos días recuperé las ganas de convertirme en un verdadero maestro del estoque, no había olvidado, ciertamente, la sensación del fugaz encuentro con aquella “bestia” y solo hizo reforzar mi convicción, entrenaba con Jëd’leràs todo los días en aquél claro dónde los cerezos florecían hermosamente, puedo decir que en aquél momento, yo era feliz.
Pero no todo es eterno, aunque sería lo que hubiera deseado. Una noche, me encaminé en silencio hacia el claro, la arboleda estaba en silencio completamente, solo alumbrada por pequeñas antorchas. El viento cálido acariciaba mis facciones mientras caminaba rápidamente dirección al claro, no tardé en llegar, antes de la hora acordada como acostumbraba, pues siempre me gustó contemplar en silencio la Luna.
El tiempo pasaba, y nadie venía, ni se oía ni un sonido, recuerdo perfectamente aquél momento… el cuál me atormenta diariamente, en cada sueño… en cada momento. Un escalofrío recorrió mi espalda, esperé durante dos horas, en completo silencio, temiéndome lo peor, estaba inmóvil en el lugar, temeroso a levantarme y encaminarme hacia la Torre de Naraldur y encontrarme lo peor. Aún no sé de dónde saqué fuerzas, quizá fue un acto reflejo derivado de mi propia desesperación por intentar evitar algo que yo sabía en lo más profundo de mi ser que no podría evitar, o quizá solo fue la esperanza efímera de que simplemente se hubiera retrasado por alguna tontería.
Me dirigí de inmediato hacia la torre de Naraldur, el camino estaba desierto, pero a medio camino, quizá porque los dioses tienen sentido del humor, alcé ligeramente la vista, y vi el salón del consejo completamente iluminado, sentí una punzada recorriendo todo mi cuerpo, como si de una espada se tratase. No lo pensé dos veces, y me encaminé todo lo rápido que pude hacia allí.
Y así pasó.
Crónicas de un Destierro: Sombras y canciones de cuna para los perdidos.
Llegué rápidamente, las puertas estaban cerradas, y Jëd’leràs permanecía en mitad de la puerta, obviamente preveían que yo haría acto de aparición.
- Quieto… Alatáriël y Naraldur están ahí dentro discutiendo, la seguían desde hace días, me he enterado hoy. –
- ¿Y aún así te quedas ahí, Jëd? ¿Estás loco? ¿Sabes lo que le hará? –
- ¿Eh? Solo le está dando una reprimenda... no tienes por qué preo… -
- ¡La va a matar! –
Empujé a Jëd’leràs con todas mis ganas, mientras con la otra mano cogía uno de los estoques que colgaban de su cintura, desenvainándolo, abrí las puertas de par en par, y allí estaban.
Alatáriël estaba de rodillas, sangrando abundantemente por un costado, al lado de ella, permanecía de pie un hombre, el cuál portaba una armadura de cuero negra como el más oscuro ébano, portando un estoque, el cuál rezumaba por su templada y fina hoja un corrosivo ácido, unos pasos más atrás, estaba Naraldur, mirando por el mismo ventanal que día antes había presenciado nuestra conversación y su ultimátum que yo incumplí, que ella incumplió, y que ahora pagaría…
- ¡Naraldur! ¡Detente! – Grité desesperado, mientras Jëd me cogía por el hombro.
Pero pronto Jëd’leràs retiró la mano mientras contemplaba horrorizado lo que allí pasaba.
- Naraldur… ¿Qué demonios…? ¡¿Qué hacéis?! – Gritó Jëd’leràs
- No os entrometáis, el castigo será cumplido. Proceda. – Dijo Naraldur, fríamente.
Todo pasó muy rápido. El hombre encapuchado alzó su estoque, mientras tiraba de la larga melena de Alatáriël hacia arriba, obligándola a alzarse, yo salí corriendo hacia ella, junto con Jëd’leràs, pero todo era inútil, los gritos habían alertado a los protectores, a los cuáles se les podía oír venir a toda prisa, no quedaba tiempo, y ciertamente, el fin me parecía que estaba más cerca que nunca. El hombre encapuchado me miró, sonriendo ampliamente, mientras descargaba el estoque, hundiéndolo firmemente en el pecho de Alatáriël, el grito resonó por toda la estancia, Jëd’leràs y yo nos quedamos quietos en el lugar durante unos instantes, observando atónicos lo que había pasado.
- El mequetrefe ha matado a mi hija… ¿verdad? – Dijo Naraldur.
- Desde luego, el crío es una mala bestia – Dijo el hombre encapuchado, entre risas.
- ¡¿Crees que te creerán, Naraldur?! ¡Estás loco! ¡Has matado a tu hija! – Gritó Jëd’leràs.
- ¿Y a quién crees que creerán, Jëd’leràs…? ¿A un mequetrefe que ya ha matado o al padre destrozado por la pérdida de dos hijos…? -
Yo caí de rodillas, mientras veía como la llama de la vida en el cuerpo de Alatáriël se apagaba, cerrando sus ojos mientras alzaba una mano hacia mí, en aquellos momentos, yo no sabía muy bien qué hacer, eché la vista a un lado y me topé con los pies de aquél hombre el cuál me arrebató todo lo que yo deseaba en la vida, agarré el estoque con fuerza, mientras me levantaba y me dirigía a por él, Jëd’leràs gritó, intentándome agarrar, pero ya era demasiado tarde, corrí hacia él, con todas mis ganas, comencé a vislumbrar detalles en aquél hombre, sus ojos, fríos, se clavaban en mí mientras esbozaba una sonrisa burlona en su rostro, grité furioso, mientras saltaba sobre él, descargando con todas mis fuerzas un golpe de arriba abajo, pero el hombre giró sobre sí mismo, yéndose hacia un lado, evitando mi ataque, mientras tanto, Jëd’leràs, corriendo hacia él descargó otro ataque hacia su costado, que el asesino paró con su segundo estoque.
Me giré de inmediato viendo que mi ataque no surtió efecto, y cuando fui a lanzar otra estocada más, contemplé para mi asombro como el asesino literalmente se desvanecía entre las sombras, mirándome sin perder su maldita sonrisa. Jëd’leràs, el cuál se había echado hacia atrás, dispuesto a cargar de nuevo, lanzó una vez más una estocada directa al torso, pero el asesino ya se había desvanecido entre las sombras, abrí los ojos de par en par, quedé inmovilizado, atónito viendo como venía hacia mí el estoque, oí a Jëd’leràs gritarme para que me apartara, pero todo me parecía lejano, sus gritos parecían venir a millas de distancia, yo no oía nada más que las palabras de Naraldur el día de la sentencia. Sentí como el frío acero del célebre estoque de Jëd’leràs se adentraba en mí, solo pude mirarle a los ojos, contemplando su expresión de horror al ver lo que había hecho, logré esbozar una ligera sonrisa, y solo pude balbucear.
“Jé… Ahora sé lo que sintió Enarlor.”
Mi vista se tornó borrosa, e instantes después… solo vi la más densa oscuridad.
- ¿Estás bien? –
Es lo primero que oí, abrí los ojos, aturdido, me llegó el dulce aroma de algunas flores recién cortadas, miré a mi alrededor, estaba en el claro dónde entrenábamos diariamente, me alcé todo lo rápido que pude, con la esperanza de que todo lo que pasó hubiera sido un mero sueño, pero rápidamente, junto con la punzada de dolor que recorrió todo mi pecho, comprobé que no.
- Échate… perdiste mucha sangre, por suerte, logré huir trayéndote aquí. – Dijo una voz desde el fondo del claro.
Vislumbré la figura, era Jëd’leràs, sin embargo, no portaba su armadura de protector como solía, su gesto, era sombrío, en ese momento comprendí que no habría nada que hacer para vengar la muerte de Alatáriël y darle la merecida paz que sentía que debía darle.
- Los protectores te buscan. Naraldur ha dicho que enloqueciste y en tu cólera atravesaste a Alatáriël, el elfo que iba con él ha corroborado la historia, y con la muerte de Enarlor… no podré hacer nada. He abandonado los protectores. –
- ¿No hay nada que podamos hacer? ¿Esto va a quedar así? ¡Me niego! – Grité, furioso.
En esos momentos en mi mente no había más lugar que para la venganza, quería tener a Naraldur delante de mí, para poder eliminarlo con mis propias manos, a él y al maldito elfo que llevó a cabo su sentencia, pues tal era la cobardía de Naraldur, que ni él mismo se atrevía a llevar a cabo tal acto.
Jëd’leràs me miró, su mirada rebosaba compasión, retiré mi vista, limpiándome algunas lágrimas que caían por mi rostro con la manga. Me alcé, en silencio, tenía una sed de venganza que hoy día perdura, pero también sabía que no podría hacer nada ahora mismo, me hice una promesa a mí mismo en aquél momento.
- Me voy, Jëd’leràs, me fortaleceré, y volveré para terminar lo que aún no he empezado, pero que haré… te lo aseguro. –
- Sabía que me ibas a decir eso… - Dijo Jëd’leràs mientras llevaba su mano a su espalda, sacando un estoque, atado con una fina tela. – Ten, no es gran cosa, pero te servirá para defenderte, no te pararé, hay cosas que es mejor que uno deba hacer solo, pero te pido una cosa –
Mientras cogía el estoque que me ofrecía, asentí a lo que me hizo prometer, dos promesas había hecho, y hoy día aún no he cumplido ninguna, pero tanto Jëd’leràs, como yo, sabemos que cumpliré ambas, o moriré en el intento.
“Te lo prometo, Jëd’leràs, volveré para vencerte, completaré el ciclo, lo juro.”
Coloqué el estoque en la cintura, eché una última mirada al claro, repleto de florecientes cerezos, miré a Jëd’leràs, y alzando la mano mientras echaba andar, me despedí de él. ¿Dónde iría? No lo sabía en aquél momento, pero sabía que mi camino no acababa ahí, de hecho, acababa de empezar.
Última edición por Goyth el Mié Oct 28, 2009 9:54 pm, editado 1 vez en total.
Crónicas de un Destierro: La espesura de la conciencia.
¿Debí irme? Esa pregunta me la hice durante los días y semanas siguientes a mi marcha de la arboleda, fue valeroso y moral por mi parte marcharme de esa manera de la arboleda, con la misma convicción que un paladín de Tyr tiene en su lucha por la justicia, o la de un sacerdote de Torm, al luchar contra sus enemigos Baenitas. Pero el asunto tomaba un cariz completamente distinto en la inmensidad y negrura del Bosque Rey. El bosque era más grande de lo que nunca pude imaginar, las ramas de los altos árboles que cubrían casi completamente el cielo, y que apenas dejaban atravesar a unos cuantos rayos de sol, parecían no tener fin, el angosto camino que seguía, si podía llamársele camino, con el paso de los días comenzó a tornarse peligroso, no solo por las criaturas salvajes que habitaban en el bosque, si no por mis limitados e insuficientes conocimientos en la vida salvaje, al contrario que mi padre, experimentado explorador.
Ciertamente, sabía moverme por él, como todo elfo medio de la arboleda podía saber, pero nunca me había alejado tanto de la arboleda como en el momento en el que la dichosa pregunta comenzó a merodear por mi mente como si de un ladrón oteando un abultado zurrón ajeno se tratase. La comida escaseaba ya, el pan élfico hacía días que se me había agotado, y aunque tenía en mi poder un estoque, solo tenía los conocimientos necesarios para iniciar el camino, pero no así la práctica y la comprensión de las palabras que durante años se dedicó a inculcarme Jëd’leràs y que solo el tiempo haría que asimilara.
En esos momentos comprendí la dura labor de los rastreadores del bosque, los cuáles pasan meses en los lindes del bosque, alimentándose de la propia naturaleza, y yo, ignorante en ese tema, solo podía jugármela a suertes el mero hecho de comer una baya, rezándole a los Dioses porque no fuera venenosa. Pero aún así, cuando creía que ya mi cuerpo no me sostendría más, que sería mi último aliento y que mi vida se apagaría definitivamente, un impulso surgía de mis entrañas, y como un soplo de aire renovado se tratase, me mantenía con vida lo suficiente hasta el siguiente riachuelo del que poder beber, o algún árbol repleto de frutos que no conocía.
Lo peor, es que con el tiempo comprendí, que ese impulso se me haría familiar.
Los días pasaban, y lo único ajeno del bosque que podía ver era la poca luz que lograba atravesar el frondoso follaje de los altos árboles de aquél lúgubre y desesperanzador lugar. ¿Mentiría al decir que no pasé miedo? Sí, desde luego, no era un lugar para un jovencito e inexperto elfo con ganas de venganza y así quedó demostrado.
Caminaba por un angosto sendero que hacía unas horas había encontrado, y en el cuál había logrado divisar unas huellas de herradura de caballo, recientes, ya que las gotas de agua que caían sin cesar hacían más difícil aún que las huellas permaneciesen, sí, llovía a mares, desde hacía días. Sonreí para mí mismo, pensé “Ésta es mi ocasión”, y como si de un rayo se tratase, eché a correr por el pequeño sendero con todas mis fuerzas, con la esperanza de encontrar un ser que no fuera un peligroso animal. Pronto llegué a un claro, el cuál estaba predominado por una bella cascada, de la que caían la más blanca y pura agua que jamás había visto, y que a día de hoy, no he vuelto a contemplar. Pero una vez más, me encontraba sólo, no había nadie a mi alrededor, suspiré amargamente, y me dirigí hacia la cascada, lavé mis sucias manos, repletas de barro, y dí un largo trago, aprovechando para llenar mi cantimplora.
“Maldita sea… moriré aquí sin remedio… “ pensé, desesperanzado me dejé caer sobre la hierba, colocando mis manos tras la nuca, y cerrando los ojos, esperando que el día pasara lo más rápido posible, con la esperanza que el día siguiente fuese mejor. En ese lugar no había nadie, nadie de los que alguna vez amé o aprecié, solo la más absoluta soledad me absorbía día tras día, y apagaba un poquito más la esperanza de poder cumplir las dos promesas que había hecho, y que con el paso del tiempo, veía en la lejanía su cumplimiento.
Un chasquido resonó por el claro, me incorporé de inmediato, llevando mi mano al estoque que Jëd’leràs me había concedido, coloqué mi pie derecho en una posición adelantada, mientras mi estoque se mantenía a la par con mi rostro, solo unos centímetros por delante.
- ¡¿Quién anda ahí?! – Grité, en una vana esperanza de que el chasquido lo hubiera producido un rastreador.
Una sombra comenzó a perfilarse entre el follaje de los arbustos que rodeaban el claro, la criatura, con un extraño negro pelaje, manchado con tonalidades rojas, que parecían sangre, me miraba amenazadoramente, moviéndose con cautela, se relamía, aguardando su próximo bocado. Mis piernas me temblaban, apenas podía sostener el estoque, que se balanceaba nerviosamente entre mis manos débiles. La pantera rugió, grito que resonó por todo el claro, e hizo alzar su vuelo nerviosamente a los pájaros que permanecían en los árboles del lugar, y tras ello, comenzó a acercarse, lentamente, como si analizara mis movimientos y reacciones. Conforme avanzaba, yo iba retrocediendo, hasta que me topé, casi cayendo, con el borde de la cascada, aferré con fuerza el estoque, y me coloqué en una torpe postura de ataque, dejando el estoque por debajo de mi cintura, como Jëd’leràs me había enseñado.
“Parece que aquí acaba… “pensé. La pantera comenzó su rauda carrera, a sabiendas de que dudosamente sería capaz de defenderme, moví mi estoque hacia arriba, ladeándolo de tal manera que quedara cruzado a su poderosa mandíbula, con la esperanza de frenar su ataque. Cerré los ojos con fuerza, esperando que mi plan poco elaborado funcionase.
- ¡Así no se hace, chico! –
Una voz resonó por el claro, abrí un ojo, justo para ver como una flecha atravesaba el cráneo de la pantera, haciéndola caer en el acto al suelo. Entorné los ojos, mirando atónito lo que había pasado, giré mi cabeza lentamente, sin abandonar la torpe postura que había adoptado, y miré hacia dónde provenía la voz. Un humano alto y corpulento sostenía un arco, me miraba sonriéndome y alzando una mano, se dirigió hacia mí.
- Chico, la postura que tienes es la perfecta para morir. ¿Te has perdido? – Me preguntó el extraño humano.
- ¿Un elfo perdiéndose en un bosque? Por favor… sé más coherente. - Dije, intentando ocultar la verdad, aunque mi apariencia, y el hecho de que aún temblaba todo mi cuerpo no decía mucho de mí.
- Vaya, eso es que sí ¿eh? Jajajajajaja. Me llamo Elastor, de la espada Dorada. – Dijo el humano, orgulloso, como si aquél nombre, Espada Dorada, debiera decirme algo.
- Eh… disculpad mi ignorancia de vuestros temas, humano Elastor… pero no conozco mucho de vuestras tradiciones. – Dije, algo más calmado.
- ¡Vaya! Si encima aparte miedica, es tonto. – Dijo riéndose Elastor, tratando quizá de aparentar tener sentido del humor.
Fruncí el ceño, y alzando mi estoque exclamé:
- ¡¿A quién llamáis tonto?! –
- Hey, hey, hey, calma, chico, recuerda que te he salvado la vida. Veamos… ¿Dónde te dirigías? – Respondió Elastor así a mi amenaza, quitándole importancia.
- ¿Eh? Bueno… yo… no sé exactamente dónde iba, pensé que el Bosque era más pequeño. –
- ¿Te has metido en el Bosque Rey sin un mapa? Chico, o estás loco, o estás desesperado, una de dos. Dime, ¿cómo te llamas?. – Bramó Elastor.
- Me llamo Da… - Interrumpí mi presentación, desvié la mirada hacia dónde estaba el cuerpo sin vida de la pantera, manteniéndome unos instantes así, Elastor me miró fijamente, expectante.
¿Daeron? Aquél nombre no me decía ya nada en aquellos momentos, como si de una vida ajena estuviera viviendo, veía los actos del elfo que respondía a ese nombre lejanos, como si no fueran los míos, decidí en ese momento, que aquél ser quedaría enterrado, un ser repleto de miedos, inseguridades, que no podría sobrevivir en la dura vida fuera de la arboleda. Con los años comprendí que aquél Daeron, debió morir aferrado así al último aliento de Alatáriël, y dejando solo una cuenca vacía, que hoy día permanece, un nuevo ser, un nuevo nombre.
- ¿Y bien? ¿Te llamas Da a secas? – Terminó por preguntar, haciendo gala de la poca paciencia que decían los libros antiguos que tenían los humanos.
- Puedes llamarme Göyth, directamente. – Dije al fin, convencido.
- ¿Göyth, eh? Los elfos y sus nombres… en fin, yo iba a Ínmermar, tengo un trabajo que hacer allí. ¿Quieres acompañarme? Saldrías de éste condenado entuerto de ramas y humedad. – Respondió Elastor, sonriéndome, en cierta parte, sabiendo que no me podría negar.
Asentí lentamente, en aquél momento era lo que más quería hacer, salir de aquél infierno. Ambos nos pusimos en marcha, Elastor, pese a ser humano, demostraba grandes dotes de rastreador, y junto con el detallado mapa que él entendía, ya que yo nunca he sido muy ducho en temas de orientación, logramos con facilidad encontrar una senda que nos llevaría directamente hacia aquél lugar dónde se dirigía Elastor.
Pronto logré observar el linde exterior del bosque, y pude contemplar con mis propios ojos el primer asentamiento humano de muchos que contemplaría a lo largo de mi vida, Ínmermar. Elastor se dirigió con paso ligero hacia la puerta del asentamiento, yo le seguía, pues al igual que en el Bosque, en las llanuras Cormytas estaba igual de perdido, y los humanos podían llegar a ser peor que una pantera. Cuando llegamos a la puerta, Elastor se giró hacia mí y con su particular tono de voz, ronca y fuerte me dijo:
- Chico, no puedes seguirme más, te meterías en problemas. Yo te dejo aquí, y todos felices. –
- Bien… gracias por todo. – Dije, no muy convencido, pues sabía que no podría moverme con soltura entre los lugares humanos.
Y mis palabras debieron transmitir la inseguridad que en aquellos momentos aún me afligía, pues Elastor me miró, compasivo, y posando una mano en mi hombro, con la otra mano dejó en la mía 50 monedas de oro.
- Chico, sigue el muro, y toparás con una posta, pide que te lleven a Suzail, y allí, pregunta por la Posada “La Garra de Malar”, y allí, hablas con Angus, dile que vas de mi parte, y buscas algo con lo que ganarte la vida ¿Sí? Venga, ¡Suerte chico! – Dijo Elastor, y como una exhalación, entró en la ciudad, solo Tempus sabe con qué misión.
En aquél momento, miré las monedas, y luego, alzando la mirada hacia la Luna comprendí que un nuevo camino se abría ante mí, sonreí ampliamente, creyendo tener algo de suerte por fin, y me dirigí hacia la posta, para horas después, emprender mi viaje hacia Cormyr.
Con el tiempo me dí cuenta que Suzail no era el paraíso, ni yo mucho menos un ser puro, pero eso, es otra historia.
¿Debí irme? Esa pregunta me la hice durante los días y semanas siguientes a mi marcha de la arboleda, fue valeroso y moral por mi parte marcharme de esa manera de la arboleda, con la misma convicción que un paladín de Tyr tiene en su lucha por la justicia, o la de un sacerdote de Torm, al luchar contra sus enemigos Baenitas. Pero el asunto tomaba un cariz completamente distinto en la inmensidad y negrura del Bosque Rey. El bosque era más grande de lo que nunca pude imaginar, las ramas de los altos árboles que cubrían casi completamente el cielo, y que apenas dejaban atravesar a unos cuantos rayos de sol, parecían no tener fin, el angosto camino que seguía, si podía llamársele camino, con el paso de los días comenzó a tornarse peligroso, no solo por las criaturas salvajes que habitaban en el bosque, si no por mis limitados e insuficientes conocimientos en la vida salvaje, al contrario que mi padre, experimentado explorador.
Ciertamente, sabía moverme por él, como todo elfo medio de la arboleda podía saber, pero nunca me había alejado tanto de la arboleda como en el momento en el que la dichosa pregunta comenzó a merodear por mi mente como si de un ladrón oteando un abultado zurrón ajeno se tratase. La comida escaseaba ya, el pan élfico hacía días que se me había agotado, y aunque tenía en mi poder un estoque, solo tenía los conocimientos necesarios para iniciar el camino, pero no así la práctica y la comprensión de las palabras que durante años se dedicó a inculcarme Jëd’leràs y que solo el tiempo haría que asimilara.
En esos momentos comprendí la dura labor de los rastreadores del bosque, los cuáles pasan meses en los lindes del bosque, alimentándose de la propia naturaleza, y yo, ignorante en ese tema, solo podía jugármela a suertes el mero hecho de comer una baya, rezándole a los Dioses porque no fuera venenosa. Pero aún así, cuando creía que ya mi cuerpo no me sostendría más, que sería mi último aliento y que mi vida se apagaría definitivamente, un impulso surgía de mis entrañas, y como un soplo de aire renovado se tratase, me mantenía con vida lo suficiente hasta el siguiente riachuelo del que poder beber, o algún árbol repleto de frutos que no conocía.
Lo peor, es que con el tiempo comprendí, que ese impulso se me haría familiar.
Los días pasaban, y lo único ajeno del bosque que podía ver era la poca luz que lograba atravesar el frondoso follaje de los altos árboles de aquél lúgubre y desesperanzador lugar. ¿Mentiría al decir que no pasé miedo? Sí, desde luego, no era un lugar para un jovencito e inexperto elfo con ganas de venganza y así quedó demostrado.
Caminaba por un angosto sendero que hacía unas horas había encontrado, y en el cuál había logrado divisar unas huellas de herradura de caballo, recientes, ya que las gotas de agua que caían sin cesar hacían más difícil aún que las huellas permaneciesen, sí, llovía a mares, desde hacía días. Sonreí para mí mismo, pensé “Ésta es mi ocasión”, y como si de un rayo se tratase, eché a correr por el pequeño sendero con todas mis fuerzas, con la esperanza de encontrar un ser que no fuera un peligroso animal. Pronto llegué a un claro, el cuál estaba predominado por una bella cascada, de la que caían la más blanca y pura agua que jamás había visto, y que a día de hoy, no he vuelto a contemplar. Pero una vez más, me encontraba sólo, no había nadie a mi alrededor, suspiré amargamente, y me dirigí hacia la cascada, lavé mis sucias manos, repletas de barro, y dí un largo trago, aprovechando para llenar mi cantimplora.
“Maldita sea… moriré aquí sin remedio… “ pensé, desesperanzado me dejé caer sobre la hierba, colocando mis manos tras la nuca, y cerrando los ojos, esperando que el día pasara lo más rápido posible, con la esperanza que el día siguiente fuese mejor. En ese lugar no había nadie, nadie de los que alguna vez amé o aprecié, solo la más absoluta soledad me absorbía día tras día, y apagaba un poquito más la esperanza de poder cumplir las dos promesas que había hecho, y que con el paso del tiempo, veía en la lejanía su cumplimiento.
Un chasquido resonó por el claro, me incorporé de inmediato, llevando mi mano al estoque que Jëd’leràs me había concedido, coloqué mi pie derecho en una posición adelantada, mientras mi estoque se mantenía a la par con mi rostro, solo unos centímetros por delante.
- ¡¿Quién anda ahí?! – Grité, en una vana esperanza de que el chasquido lo hubiera producido un rastreador.
Una sombra comenzó a perfilarse entre el follaje de los arbustos que rodeaban el claro, la criatura, con un extraño negro pelaje, manchado con tonalidades rojas, que parecían sangre, me miraba amenazadoramente, moviéndose con cautela, se relamía, aguardando su próximo bocado. Mis piernas me temblaban, apenas podía sostener el estoque, que se balanceaba nerviosamente entre mis manos débiles. La pantera rugió, grito que resonó por todo el claro, e hizo alzar su vuelo nerviosamente a los pájaros que permanecían en los árboles del lugar, y tras ello, comenzó a acercarse, lentamente, como si analizara mis movimientos y reacciones. Conforme avanzaba, yo iba retrocediendo, hasta que me topé, casi cayendo, con el borde de la cascada, aferré con fuerza el estoque, y me coloqué en una torpe postura de ataque, dejando el estoque por debajo de mi cintura, como Jëd’leràs me había enseñado.
“Parece que aquí acaba… “pensé. La pantera comenzó su rauda carrera, a sabiendas de que dudosamente sería capaz de defenderme, moví mi estoque hacia arriba, ladeándolo de tal manera que quedara cruzado a su poderosa mandíbula, con la esperanza de frenar su ataque. Cerré los ojos con fuerza, esperando que mi plan poco elaborado funcionase.
- ¡Así no se hace, chico! –
Una voz resonó por el claro, abrí un ojo, justo para ver como una flecha atravesaba el cráneo de la pantera, haciéndola caer en el acto al suelo. Entorné los ojos, mirando atónito lo que había pasado, giré mi cabeza lentamente, sin abandonar la torpe postura que había adoptado, y miré hacia dónde provenía la voz. Un humano alto y corpulento sostenía un arco, me miraba sonriéndome y alzando una mano, se dirigió hacia mí.
- Chico, la postura que tienes es la perfecta para morir. ¿Te has perdido? – Me preguntó el extraño humano.
- ¿Un elfo perdiéndose en un bosque? Por favor… sé más coherente. - Dije, intentando ocultar la verdad, aunque mi apariencia, y el hecho de que aún temblaba todo mi cuerpo no decía mucho de mí.
- Vaya, eso es que sí ¿eh? Jajajajajaja. Me llamo Elastor, de la espada Dorada. – Dijo el humano, orgulloso, como si aquél nombre, Espada Dorada, debiera decirme algo.
- Eh… disculpad mi ignorancia de vuestros temas, humano Elastor… pero no conozco mucho de vuestras tradiciones. – Dije, algo más calmado.
- ¡Vaya! Si encima aparte miedica, es tonto. – Dijo riéndose Elastor, tratando quizá de aparentar tener sentido del humor.
Fruncí el ceño, y alzando mi estoque exclamé:
- ¡¿A quién llamáis tonto?! –
- Hey, hey, hey, calma, chico, recuerda que te he salvado la vida. Veamos… ¿Dónde te dirigías? – Respondió Elastor así a mi amenaza, quitándole importancia.
- ¿Eh? Bueno… yo… no sé exactamente dónde iba, pensé que el Bosque era más pequeño. –
- ¿Te has metido en el Bosque Rey sin un mapa? Chico, o estás loco, o estás desesperado, una de dos. Dime, ¿cómo te llamas?. – Bramó Elastor.
- Me llamo Da… - Interrumpí mi presentación, desvié la mirada hacia dónde estaba el cuerpo sin vida de la pantera, manteniéndome unos instantes así, Elastor me miró fijamente, expectante.
¿Daeron? Aquél nombre no me decía ya nada en aquellos momentos, como si de una vida ajena estuviera viviendo, veía los actos del elfo que respondía a ese nombre lejanos, como si no fueran los míos, decidí en ese momento, que aquél ser quedaría enterrado, un ser repleto de miedos, inseguridades, que no podría sobrevivir en la dura vida fuera de la arboleda. Con los años comprendí que aquél Daeron, debió morir aferrado así al último aliento de Alatáriël, y dejando solo una cuenca vacía, que hoy día permanece, un nuevo ser, un nuevo nombre.
- ¿Y bien? ¿Te llamas Da a secas? – Terminó por preguntar, haciendo gala de la poca paciencia que decían los libros antiguos que tenían los humanos.
- Puedes llamarme Göyth, directamente. – Dije al fin, convencido.
- ¿Göyth, eh? Los elfos y sus nombres… en fin, yo iba a Ínmermar, tengo un trabajo que hacer allí. ¿Quieres acompañarme? Saldrías de éste condenado entuerto de ramas y humedad. – Respondió Elastor, sonriéndome, en cierta parte, sabiendo que no me podría negar.
Asentí lentamente, en aquél momento era lo que más quería hacer, salir de aquél infierno. Ambos nos pusimos en marcha, Elastor, pese a ser humano, demostraba grandes dotes de rastreador, y junto con el detallado mapa que él entendía, ya que yo nunca he sido muy ducho en temas de orientación, logramos con facilidad encontrar una senda que nos llevaría directamente hacia aquél lugar dónde se dirigía Elastor.
Pronto logré observar el linde exterior del bosque, y pude contemplar con mis propios ojos el primer asentamiento humano de muchos que contemplaría a lo largo de mi vida, Ínmermar. Elastor se dirigió con paso ligero hacia la puerta del asentamiento, yo le seguía, pues al igual que en el Bosque, en las llanuras Cormytas estaba igual de perdido, y los humanos podían llegar a ser peor que una pantera. Cuando llegamos a la puerta, Elastor se giró hacia mí y con su particular tono de voz, ronca y fuerte me dijo:
- Chico, no puedes seguirme más, te meterías en problemas. Yo te dejo aquí, y todos felices. –
- Bien… gracias por todo. – Dije, no muy convencido, pues sabía que no podría moverme con soltura entre los lugares humanos.
Y mis palabras debieron transmitir la inseguridad que en aquellos momentos aún me afligía, pues Elastor me miró, compasivo, y posando una mano en mi hombro, con la otra mano dejó en la mía 50 monedas de oro.
- Chico, sigue el muro, y toparás con una posta, pide que te lleven a Suzail, y allí, pregunta por la Posada “La Garra de Malar”, y allí, hablas con Angus, dile que vas de mi parte, y buscas algo con lo que ganarte la vida ¿Sí? Venga, ¡Suerte chico! – Dijo Elastor, y como una exhalación, entró en la ciudad, solo Tempus sabe con qué misión.
En aquél momento, miré las monedas, y luego, alzando la mirada hacia la Luna comprendí que un nuevo camino se abría ante mí, sonreí ampliamente, creyendo tener algo de suerte por fin, y me dirigí hacia la posta, para horas después, emprender mi viaje hacia Cormyr.
Con el tiempo me dí cuenta que Suzail no era el paraíso, ni yo mucho menos un ser puro, pero eso, es otra historia.
Última edición por Goyth el Mié Oct 28, 2009 9:56 pm, editado 1 vez en total.
Bravo!
Sin duda alguna el mejor relato que he leido en un foro.
Escribis como un profesional. Muy buena tantao la historia como la descripcion de los paisajes y personajes, y la estructura del texto en general. Parrafos bien divididos y estructurados y buena gramatica (yo nunca seria capaz de poner tantos acentos
).
Me gustaria proponer, no se si es algo que ya se hace, que se otorguen puntos de rol a las personas que desarrollan una historia tan "currada" para sus personajes. Estoy totalmente convencido que el trabajo que cuesta escribir algo asi es mucho mayor del que nos cuesta a todos rolear unos pocos personajes.
Yo por mi parte te daria 1000 puntitos sin dudarlo.
Bueno, segui escribiendo asi, esperare ansioso la continuacion!
Sin duda alguna el mejor relato que he leido en un foro.
Escribis como un profesional. Muy buena tantao la historia como la descripcion de los paisajes y personajes, y la estructura del texto en general. Parrafos bien divididos y estructurados y buena gramatica (yo nunca seria capaz de poner tantos acentos

Me gustaria proponer, no se si es algo que ya se hace, que se otorguen puntos de rol a las personas que desarrollan una historia tan "currada" para sus personajes. Estoy totalmente convencido que el trabajo que cuesta escribir algo asi es mucho mayor del que nos cuesta a todos rolear unos pocos personajes.
Yo por mi parte te daria 1000 puntitos sin dudarlo.
Bueno, segui escribiendo asi, esperare ansioso la continuacion!
Crónicas de un destierro: Ocaso y Resurgimiento.
Dicen que en los sueños de los hombres reside su esperanza, sus ilusiones, y a veces, sus sentimientos, y si hay un lugar dónde todos esos sueños se reunían, como si de un tornado atrayendo todo a su paso se tratase, ese lugar era Suzail. Conocida como "La Joya de Cormyr", es el puerto más importante de la costa norte de El Lago de los Dragones y es la capital del Reino, lo que hacía perfecto el lugar para empezar una nueva vida. Las actividades comerciales y gubernamentales la hacen una ciudad rica. La ciudad está cerrada, excepto en los muelles, por las murallas de las múltiples torres, que solo quedaba expuesta a la entrada por tres puertas.
La caravana, que había partido con el último aliento del sol frente a su batalla diaria a la Luna, llegaba con los nuevos rayos de un nuevo amanecer, la brisa era cálida y pronto sentí el característico olor a ciudad costera que impregnaba toda la extensión de la ciudad. Tenía cincuenta monedas, un nombre, y un objetivo, pero las ciudades humanas no tenían comparación con las pequeñas arboledas élficas que se alzaban en los frondosos bosques. Decidí, ya que no sabía dónde se emplazaba aquél lugar que Elastor me había nombrado, preguntar a alguno de los ciudadanos de la ciudad, pero como si de un bicho raro fuera, todos y cada uno con los que intentaba mantener una conversación me rehuían, dejándome con una sensación de vacío, ya acrecentada, claro está, por los innumerables días de soledad en el bosque.
Pronto la noche sucedió al día, pronto me encontré sin techo dónde dormir o lugar al que dirigirme, ¿Me habría mentido Elastor? ¿No existía la amabilidad en los humanos? Esas preguntas me las hacía noche tras noche, tras jornadas enteras de preguntas sin respuestas. El hambre se hacía latente, y yo, un simple elfo sin conocimientos previos sobre las ciudades humanas, lo único que podía hacer era cada día explorar una zona nueva, con la vana esperanza de encontrar lo que buscaba, y aquél día, con el despertar de un nuevo amanecer, lo encontré. Los muelles de la ciudad eran, cuanto menos, curiosos, los mercaderes se aglutinaban en sus alrededores dispuestos a realizar sus tratos, vender las pocas mercancías que tuvieran, y salir con unas pocas monedas, tan preciadas en la ciudad, acosada por la reciente muerte de Azoun IV, y aún recuperándose de las terribles secuelas que le propició la guerra.
Me acerqué con cautela a los cientos de puestos que tenían colocados alrededor de la zona portuaria, dónde aún habían algunos barcos, inmensas moles hechas de madera, descargando algunas cajas, suministros sin duda. El alboroto era generalizado, los ciudadanos se reunían en torno a los puestos, discutiendo sobre precios, y los mercaderes, movidos sin duda por esa curiosa afición humana a la codicia, promovían sus artículos, dejándolos más rebajados que sus contrarios, ofreciendo vanas ofertas que resultaban atractivas a simple vista, pero con el tiempo comprendí que no era oro todo lo que reluce, y aquello no era una excepción.
- ¡Eh! ¡Muchacho! ¡El de las orejas puntiagudas! – Gritó uno de los mercaderes, desde uno de los pocos puestos que estaban vacíos.
Me giré, atraído por sus gritos, ya que a simple vista alrededor de él no había nadie más, llevé mi mano izquierda al pecho, señalándome, mientras me acercaba con paso indeciso, en aquella época, lo único que podía hacer, mantenerme precavido.
- Sí, tú. ¿No quieres comprar algo? ¡Tengo de todo! ¿Quieres un amuleto que te libere de maldiciones? ¡Lo tengo! ¿O prefieres una bonita capa que hará que las mujeres caigan ante ti? ¡También lo tengo! - Decía el mercader con ilusión.
- Eh… me temo que no tengo oro con el que pagaros… pero… ¿Podría decirme dónde está la “Garra de Malar”? – Repliqué en voz baja, con cierto cariz de timidez.
- ¿Qué? ¿Encima que no vas a comprar nada me preguntas? Maldita sea… ¡Tymora me ha abandonado parece! – Se lamentó el mercader, movido por la mala suerte que sin duda habría tenido éstos días o incluso estas semanas.
Desvié mi vista hacia el agua, que estaba a escasos pasos del puesto del desafortunado mercader, y me dispuse a marcharme, mientras el mercader continuaba soltando improperios hacia su desdicha, pero antes de que pudiera dar el primer paso, una mano me agarró de la chaquetilla que acompañaba a mi Hakama, tirando con fuerza hacia atrás, haciéndome casi caer. Solo pude llevar una mano al viejo estoque que me acompañaba, pero nada más hacerlo, otra mano, enguantada con un fino guante de lo que parecía ser seda se posó junto la mía, evitando que pudiera desenvainar.
- ¡Quién va! ¡Qué hacéis! – Grité alterado, no creo que haya persona sobre la faz de Faerun que le agrade ser asaltado así, y yo no era una excepción.
- ¿Buscas la Garra de Malar, pequeñajo? – Respondió una voz suave, pero que, ya fuera por su tono de voz, o por la forma de atraer mi atención, imponía respeto.
Tras sus palabras, sus manos dejaron de agarrarme, pudiendo así girarme para contemplar al hombre que me había asaltado, y si su voz imponía, su aspecto lo hacía aún más. Aquél humano, medía más de dos metros, su rostro era dominado por una gran y característica nariz, de pómulos bien marcados, el hombre parecía de ascendencia nórdica, sus hombros eran cubiertos por una inmensa cota de piel de algún animal blanco, dejando el pecho al aire, y solo cubierto tras ello con un gran calzón de cuero curtido. A su espalda descansaba una gran hacha de combate, manchada de sangre, y con la hoja ligeramente mellada, sin duda por el intenso uso, luego entendí que aquél hombre era un hombre del norte, bárbaro, seres que viven al borde de la civilización y la naturaleza.
Abrí la boca sorprendido por la imponente figura de aquél humano, el mercader, que hasta hace unos instantes había seguido espetando improperios, calló de manera inmediata al ver que aquél hombre lo miraba de reojo, incomodado por el griterío cansino del comerciante.
- Eh… yo… sí… estoy buscando… eso. – Balbuceé nerviosamente.
- ¿Y qué se le ha perdido a una rata élfica como tú, temerosa y joven, en un tugurio como ese? – Preguntó el bárbaro, mientras con la mano derecha se hurgaba la nariz de manera distraída.
- Elastor me dijo que… - El bárbaro no me dejó terminar, pues me sujetó por ambos hombros, zarandeándome de manera brusca.
- ¡¿Elastor te ha dicho que vayas allí?! JAJAJAJAJAJA, viejo loco… ¿Es que quiere matarte? ¿O te ha visto muy desesperado? Debe ser lo segundo… - Respondió efusivamente aquél hombre, extraño para mí, como cada recoveco de la ciudad.
El hombre volvió a soltarme, girándose sobre sus talones rápidamente, y haciéndome un gesto con la mano, me indicó que le siguiera. Asentí sin rechistar, en parte porque sabía que me llevaría hasta el lugar dónde Elastor me había indicado que me dirigiera, y por otra parte, porque dudaba que hubiera humano en la ciudad con el suficiente coraje para llevarle la contraria a aquél ser.
- Por cierto, me llamo Greenwald, pero todos me llaman aquí Hacha mellada. – Dijo el hombre con orgullo, antes de ponernos en marcha.
En ese momento no supe el por qué de su apodo, aunque con el tiempo, comprendí que lo tenía más que merecido.
Caminamos entre callejuelas que eran desconocidas para mí, habíamos abandonado la ostentosidad del gran Paseo de Suzail, el cuál rodeaba su zona gubernamental, y nos habíamos adentrado en su corazón, el cuál palpitaba con fuerza, en mayor medida por asuntos turbios e ilegales que las autoridades no podían controlar en su totalidad. Pronto llegamos a una plazoleta, dominada por una gran estatua de algún guerrero de renombre de la ciudad. La plazoleta estaba habitada por seres cuanto menos curiosos, todos ellos encapuchados y portando trajes oscuros como el más puro ébano, manteniendo siempre una mano oculta, y una mirada vivaz en el camino, en un principio no comprendí la extraña actitud de aquellos hombres, aunque con el paso del tiempo se me hizo muy familiar. Greenwald me guió a través de la plazoleta, alejando a los pocos que se atrevían a acercarse a la mole de músculo que hacía de guía, y al llegar a una tosca y vieja puerta de madera, frenó en seco.
- Bueno muchacho, aquí es. Seguramente el viejo Elastor te habrá dicho que hables con Angus, así que sigue hasta el mostrador, te aconsejo que no te pares, y no alces la vista hacia nadie. – Dijo Greenwald, a modo de advertencia, y sin darme tiempo a responder siquiera, abrió con la mano derecha la puerta, y con la izquierda tiró de mi chaquetilla una vez más, tirándome dentro.
La posada estaba sumida en un clima turbio, el humo era latente, y el olor a especias se hacía común conforme pasaba tiempo dentro, el griterío era generalizado, y el sonido metálico de espadas al chocar era cercano, e intermitente. Alcé la vista alrededor, presenciando una taberna bastante amplia, las mesas se arremolinaban alrededor de un círculo bastante amplio, que albergaba unas improvisadas gradas a modo de escalón, y en el centro de aquél inmenso círculo se podía ver una gran estructura metálica en forma de jaula cuadrada, la gente permanecía en torno a ella, gritando como poseídos por algún demonio de Baator. Algunos de ellos mantenían en sus manos grandes puñados de oro, otros grandes jarras de solo Tempus sabe qué licor, en general, parecían divertirse. Los insultos eran casi obligados en aquél lugar, ya que quién más quién menos, maldecía a alguien por su mala suerte en lo que aquella jaula se disputaba.
Me acerqué con la curiosidad propia del ser que vislumbra algo nuevo, y al abrirme paso entre el inmenso gentío contemplé lo que más tarde se me haría familiar. La Jaula contenía un gran foso, que ahondaba aún más en profundidad al círculo, llena de arena blanca, como si de una playa se tratase, con dos únicas salidas, enfrentadas entre sí en línea recta. La arena blanca permanecía manchada con grandes charcos de sangre, las armas estaban desperdigadas en toda la extensión de la arena, había armas rotas sin duda por algún intenso combate, algunas oxidadas por la sangre que las manchaba, y la limpieza brillaba por su ausencia. Dos hombres luchaban dentro de aquella jaula, poniéndolo todo para poder sobrevivir.
Aquellos hombres no luchaban con disciplina, su estilo era errático y caótico, no lo que tenia acostumbrado a ver de Jëd’leràs o los grandes Protectores de la Arboleda, y parecían luchar más por su vida, que por cualquier otra causa. Pretendía quedarme allí, hasta que una mano con fuerza apretó mi hombro izquierdo y sin dejarme margen de reacción, me dirigió a través del gentío, que se abría paso rápidamente, con gesto atemorizado.
- Te dije que no te pararas renacuajo, los que no me hacen caso no suelen durar mucho. – Replicó una voz que ya se me hacía familiar, Greenwald.
- Eh… ¿Qué se supone que es esto? – Pregunté, refiriéndome a la gran jaula metálica.
- Angus te lo explicará, no voy a perder más tiempo contigo, tengo trabajo que hacer. – Dijo Greenwald antes de volver a empujarme, ésta vez contra la barra.
El impulso del empujón me llevó irremediablemente contra la barra, propinándome un golpe seco en el pecho, me giré rápidamente con gesto enfadado, pero Greenwald ya se había alejado, gracias en parte a que la gente le dejaba su camino libre, procurando no molestarle o enfadarle.
- ¿Es simpático, verdad? – Dijo una voz desde la barra.
- Simpático no es la palabra que yo usaría para denominar a la gente de aquí… - Respondí mientras me giraba, aún dolorido por el golpe.
- Quién más, quién menos, en esta ciudad vive su desgracia, así que… no lo tendría muy en cuenta. Me llamo Angus. ¿Qué te trae aquí? – Respondió el tabernero.
- ¿Angus? Por fin… Elastor me dijo que debía venir aquí, busco ganarme la vida de algún modo. –
Angus me miró de arriba abajo, a lo que yo imité. Aún llevaba la Hakama y la chaquetilla que Jëd’leràs me había regalado, provenientes de Kara – Tur, no eran comunes en Cormyr, y mucho menos en una taberna de mala muerte dónde lo más ostentoso que podía verse era la plata que recubría la jaula metálica. El tabernero frunció el ceño, sin duda, no era común ver a un elfo buscando trabajo en un lugar como aquél, y sin duda, la taberna exigía otro tipo de hombres, pero quizá porque así estaba escrito en las tablas del destino, o porque los Dioses tienen sentido del humor, el tabernero asintió cansinamente, mientras se rascaba la nuca.
- Tendremos que hacer algo con tu ropa, con eso tienes pinta rara… pero déjame decirte una cosa… aquí solo hay un trabajo disponible, luchador. – Dijo Angus, señalando la jaula metálica. – Aquí se lucha para divertir a la gente, tú luchas, y si sobrevives, te pagaré en base a las apuestas. ¿Queda claro? –
- ¿Se luchar por diversión? ¿Y dónde queda el honor de un duelo? –Pregunté, movido por los ideales que Jëd’leràs me había inculcado.
- Chico, el honor no te servirá para comer, el oro sí. ¿Aceptas o qué? Bastante tengo ya haciéndole el favor a Elastor de meter un elfo en mi espectáculo. – Respondió de mala manera el tabernero, igual de simpático que los demás humanos de la ciudad.
Medité durante unos instantes, el hambre cada vez era mayor, y pronto no tendría la oportunidad de siquiera dar un paso, y cuando una persona se ve en una situación así, lo único latente en ella son sus instintos, y aceptar parecía la solución más sencilla. Luchar para divertir a la gente no era honorable según las enseñanzas de Jëd’leràs, pero luchar por la supervivencia es una de las principales causas de las técnicas de lucha, así que asentí a Angus con firmeza, con la convicción propia de los paladines.
- Bien, bien… te daré el consejo del triunfo aquí. Los mejores mercenarios que ahora pululan por la Costa de la Espada han venido aquí alguna vez a demostrar sus habilidades, dale a la gente lo que quiere ver; espectáculo y sangre, y te aclamarán. Lo demás… llegará con el tiempo. – Susurró Angus, reclinándose hacia mí para que solo lo que tuviera que decir lo oyeran mis oídos.
Asentí lentamente, en aquél momento lo único que podía pensar era en salir victorioso y obtener las suficientes monedas como para poder llevarme algo a la boca. Angus salió de la barra, dejando al cargo a su mujer, una humana de bellos rasgos que causaba sensación entre los borrachos que permanecían más atentos a sus sinuosas curvas que a la masacre que se ofrecía en la arena. Angus me llevó a través de un pasadizo que ocultaba una improvisada estantería repleta de licores. El frío y oscuro pasadizo solo era alumbrado por una tosca antorcha que Angus mantenía a la entrada del mismo, y mientras recorríamos el pasadizo, comenzó a explicarme todo lo relacionado con la arena.
- Chico… serás un gladiador, cuando oigas un pitido, deberás correr hacia el interior, dónde te estoy llevando ahora mismo, significa que viene la guardia, pues esto es ilegal. –
- ¿Significa eso que me encerrarían? – Pregunté, ya acostumbrado a ser acusado de crímenes.
- ¿Encerrarte…? Si sólo fuera eso… sería una buena perspectiva. – Respondió Angus entre risas. – Te daré una armadura, veo que tienes arma, algo que me ahorras… ah, y por cierto, tendrás cama lo que dures aquí vivo. Si eres bueno, alguien te contratará como mercenario y quizá, solo quizá, puedas vivir por tu propia cuenta y riesgo. ¿Queda claro? –
- Sí, por supuesto. – Respondí airado, recuerdo que me resultaban cansinas las explicaciones de los humanos, puesto que una vez empiezan a hablar, no paran, y si algo me distinguía a mí, era mi carencia de conversación.
Pronto llegamos al final del pasadizo, que estaba cerrado por lo que parecía aparentemente un muro de dura piedra. Angus dejó la antorcha en el suelo, y llevó su mano a una baldosa en particular del muro de piedra, haciendo que éste se abriera, dejando paso a una sala inmensa, repleta de polvo en suspensión, sin duda debido a la arenilla que había por suelo.
- Aquí hay gente de todo tipo, antiguos soldados caídos en desgracia, esclavos de nobles que luchan aquí por su diversión, gentes libres que luchan para sentirse vivos, es decir… hay mucha diversidad, con un único objetivo, sobrevivir a la siguiente lucha. – Decía Angus mientras entrábamos a la estancia.
La estancia estaba dominada en el centro con una inmensa mesa que se extendía a lo largo del lugar, la cuál estaba adornada en su superficie por un inmenso arsenal de todo tipo de armas marciales, cualquier arma que existiera en Faerun, estaba sobre aquella antigua mesa repleta de arena. A cada lado de la mesa permanecían encajados en la pared y sujetos por cadenas al techo, los bancos que servían de improvisada cama a los gladiadores de la arena. El techo estaba parcialmente abierto que servía como improvisado respiradero, del cuál caía de vez en cuando arena, denotando que aquél lugar estaba bajo la misma arena.
Mientras avanzaba detrás de Angus, eché un vistazo hacia los guerreros que allí permanecían a la espera. En los ojos de aquellos hombres se podía leer los sentimientos de cada uno. Algunos, los más veteranos, permanecían serenos, su vista denotaba la indiferencia que le había proporcionado los horrores de la batalla que habían vivido a lo largo de su carrera como gladiador o Tempus sabe qué trabajo. Otros, sin embargo, permanecían nerviosos, sobresaltándose con cada grito que la gente producía desde la arena, sus ojos eran un fiel reflejo del nerviosismo propio de aquél que lucha por primera vez y debe resignarse a morir o lo que es peor, asumir una vida con una muerte a la espalda.
Angus llegó hasta el fondo de la estancia, llevó ambas manos hasta uno de los estantes que decoraban la pared del fondo, cogiendo una de las antiguas y oxidadas cotas de mallas que guardaba.
- Toma esto, servirá de mejor protección que eso que llevas. Serás el siguiente en salir. – Me dijo mientras me lanzaba la cota de mallas.
- ¿El… el siguiente decís? – Respondí a duras penas mientras evitaba que la cota de mallas cayera al suelo, nunca me había pertrechado con una.
- ¿Tienes miedo? Mejor abandónalo, o serás rápido en caer. – Dijo Angus, mientras echaba andar hacia la salida del barracón de gladiadores. – Recuerda esto, chico, sólo debes ser más rápido que tu adversario, diviérteme. –
Recuerdo aquellos momentos, dicen que la primera vez siempre queda marcada a fuego en la mente del guerrero, y en aquellos momentos, mi mente recorría miles de sentimientos de diferentes tipos. El miedo se hacía latente, el nerviosismo se alzaba sobre él, y una curiosa sensación me pedía a gritos alzar mi estoque y comenzar de inmediato la liturgia de la guerra entre dos hombres.
Coloqué la cota de mallas sobre el pecho, retirando la Hakama y la chaquetilla que portaba. Ajusté con firmeza las correas de cuero que hacían que la malla quedara fijada al torso. Casi no había hecho más que terminar cuando el grito general del público advertía que el combate había terminado, y siguiendo el silencio sepulcral, un cuerpo sin vida cayó desde las escalerillas que llevaban a la arena, y tras él un hombre corpulento, haciéndome un gesto me invitó a acercarme a lo que obedecí de inmediato, en parte acongojado por todo lo que había sucedido en un breve espacio de tiempo, de hombre libre a gladiador, no era una expectativa muy alentadora para ningún hombre.
- Tú debes de ser el nuevo, un elfo, eso gustará, desde luego. ¿Cómo te llamas? – Preguntó el hombre.
- Göyth, mi nombre es Göyth. – Respondí con la voz entrecortada, intentando ver a través de él el lugar dónde debatiría mi vida o mi muerte.
- ¿Göyth? – Dijo el hombre, mientras su mirada recorría mi cuerpo buscando algo en particular y soltando una sonora carcajada concluyó. – de igual manera, dudo que sobrevivas a éste encuentro, sube ya, no conviene hacer esperar a los nobles. –
El hombre se echó a un lado, dejándome paso. En aquellos momentos sentía como si mis pies no tocaran el suelo que realmente pisaban, mis manos se mantenían nerviosas, toqueteando el estoque que Jëd’leràs me había proporcionado, mientras subía cada uno de los peldaños sentía como mi corazón aumentaba la frecuencia de sus latidos, oh, de los recuerdos, aquellos que quedan grabados a fuego como el más puro metal abrasador son los que crean el carácter de una persona, una maldición, o un sueño, que no hace más que repetirse en la mente de aquél agraciado o desdichado que ha pasado por ello.
Pisé indeciso la arena. Sentí la corriente de aire propia de la taberna, la gente coreaba a gritos varias canciones que no conocía, ante mí se alzaba un corpulento hombre, armado con una única lanza que interponía diagonalmente entre su torso y el suelo. En su rostro permanecía dibujada una sonrisita socarrona, al ver que su rival parecía ser una simple caja de miedos y dudas.
Eché un vistazo alrededor, podía sentir las miradas de aquellos nobles y plebeyos, olvidando sus diferencias sociales, clavarse en mí, esperando a que el entretenimiento fuera digno del renombre de la taberna. Angus había dejado la barra para colocarse en el palco junto a los nobles más destacados, alzó el pulgar hacia arriba sonriéndome. Quizá eso me dio seguridad, o quizá he nacido para ello y mí sino es luchar eternamente, pero sentía como poco a poco la calma volvía apoderarse de mí, como si de un lago azotado por la tormenta volviera a la serenidad. Era curioso, aunque ya Jëd’leràs me lo había avisado.
Desenvainé mi estoque, colocándolo frontalmente ante mí, a escasos centímetros de mi rostro, retrasé un pie e incliné mi cuerpo hacia abajo, adoptando la clásica postura que Jëd’leràs me había enseñado y que dominaba con cierta pericia. Las dudas habían desaparecido, solo sentía la necesidad de alzarme victorioso sobre mi rival, el miedo, latente, servía como una irónica inspiración, y como si de las letras al bardo fueran, a mí me servía para mantenerme erguido y desafiante ante aquél humano.
El gong resonó por toda la taberna, dando así el comienzo al duelo. El hombre comenzó a moverse en círculo, a lo que yo respondí imitando el gesto, aquellos segundos parecían eternos, ambos estudiábamos los posibles puntos débiles de cada uno, buscando una abertura fácil por la que atacar, la gente coreaba con más fuerza, esperando que alguno de nosotros se aventurara a dar el primer ataque, que marcaría el inicio real del duelo, y así ocurrió.
El hombre alzó su lanza por encima de su cabeza, y mientras daba varias largas zancadas, bajó rápidamente la lanza, y con un movimiento de impulso trató de asestarme un golpe a la altura del pecho, sin embargo, a pesar de estar bien dirigida, la rapidez no era uno de sus puntos brillantes, así que pude rodar por el suelo evitando la que sin duda hubiera sido una herida mortal, me giré con rapidez, y avanzando hacia él descargué mi estoque en un movimiento ascendente, seguido de un pequeño salto para volver a golpear desde arriba. El hombre, sorprendido por el movimiento que Jëd’leràs me había enseñado, interpuso su lanza para evitar el primer golpe, siendo rota ésta, y a duras penas pudo esquivar el segundo golpe, dejándose caer hacia atrás y rodando entre la arena de la jaula del horror, lo que siguió a un gran clamor del público, parecía que se lo estaban pasando bien.
El hombre miró alrededor nerviosamente, topándose en su mirar con una espada larga de las muchas que inundaban la arena, reptó hasta ella, cogiéndola mientras daba un pequeño salto para incorporarse.
- ¡Ahora verás, muere! – Gritó el hombre mientras cargaba contra mí a una velocidad alarmante.
Si algo me enseñó Jëd’leràs es que los combates nunca pueden alargarse más de lo debido, así que decidí que ese sería el golpe que bajaría el telón, siendo cuál fuere el resultado. Coloqué ambas manos en mi estoque, retrasándolo unos centímetros y colocándolo bajo mi cintura mientras echaba a correr hacia el humano. El hombre avanzaba hacia mí con furia, su gesto era claro ejemplo de su odio contenido que en cada batalla soltaba. Cuando solo quedaban seis escasos pasos para que nuestros cuerpos se encontraran, realicé un movimiento hacia la izquierda, fingiendo que mi ataque sería por ese flanco, el hombre cayó de lleno en el engaño, moviendo su espada larga hacia el lado derecho para poder atravesar mi desprotegido flanco, y en el último momento, dí una larga zancada hacia la derecha, realizando un corte transversal ayudándome del propio movimiento que realizaba. Sentí el acero del hombre clavarse en mi cintura, y también mi estoque impactar de lleno en alguna parte que no alcancé a ver en esos momentos de confusión.
Nos separamos unos metros, el público guardó silencio esperando el resultado de aquél cruce de armas. Podía sentir ríos de rojo brillante caer entre el tosco metal de la malla que me cubría, pensé que todo acabaría en un vano intento de asemejarme a Jëd’leràs, sin embargo, oí un golpe seco, seguido del griterío general del público, miré hacia atrás, viendo como el hombre que minutos antes sonreía ante lo que parecía su inminente victoria ahora yacía sin vida en la fina arena. Con una mezcolanza entre confusión y orgullo, solo pude alzar mi estoque, ensangrentado, ante el público que gritaba ensordecedoramente.
Aquél día, siempre quedó grabado en mi mente, no sólo significaba el comienzo de una etapa. Significaba el comienzo de toda una vida. Aquél desterrado que un día decidió marchar en pos de venganza, parecía haber encontrado el crisol dónde forjarse para la tarea que deseaba llevar a cabo.
Lo que no supe ver, fue el hecho de que incluso cuando un hombre cree superar su destino, éste le alcanza, abrumándole, y devolviéndole a su lugar anterior, pero eso será otra historia.
// Aclaración: Hakama es una prenda típica japonesa, se asemeja a un pantalón ancho que en forma de descanso se asemeja a una falda, sin serlo, suele ser la prenda de entrenamiento de artes como Aikido o Ninjutsu, lo dicho, espero que os haya gustado
Dicen que en los sueños de los hombres reside su esperanza, sus ilusiones, y a veces, sus sentimientos, y si hay un lugar dónde todos esos sueños se reunían, como si de un tornado atrayendo todo a su paso se tratase, ese lugar era Suzail. Conocida como "La Joya de Cormyr", es el puerto más importante de la costa norte de El Lago de los Dragones y es la capital del Reino, lo que hacía perfecto el lugar para empezar una nueva vida. Las actividades comerciales y gubernamentales la hacen una ciudad rica. La ciudad está cerrada, excepto en los muelles, por las murallas de las múltiples torres, que solo quedaba expuesta a la entrada por tres puertas.
La caravana, que había partido con el último aliento del sol frente a su batalla diaria a la Luna, llegaba con los nuevos rayos de un nuevo amanecer, la brisa era cálida y pronto sentí el característico olor a ciudad costera que impregnaba toda la extensión de la ciudad. Tenía cincuenta monedas, un nombre, y un objetivo, pero las ciudades humanas no tenían comparación con las pequeñas arboledas élficas que se alzaban en los frondosos bosques. Decidí, ya que no sabía dónde se emplazaba aquél lugar que Elastor me había nombrado, preguntar a alguno de los ciudadanos de la ciudad, pero como si de un bicho raro fuera, todos y cada uno con los que intentaba mantener una conversación me rehuían, dejándome con una sensación de vacío, ya acrecentada, claro está, por los innumerables días de soledad en el bosque.
Pronto la noche sucedió al día, pronto me encontré sin techo dónde dormir o lugar al que dirigirme, ¿Me habría mentido Elastor? ¿No existía la amabilidad en los humanos? Esas preguntas me las hacía noche tras noche, tras jornadas enteras de preguntas sin respuestas. El hambre se hacía latente, y yo, un simple elfo sin conocimientos previos sobre las ciudades humanas, lo único que podía hacer era cada día explorar una zona nueva, con la vana esperanza de encontrar lo que buscaba, y aquél día, con el despertar de un nuevo amanecer, lo encontré. Los muelles de la ciudad eran, cuanto menos, curiosos, los mercaderes se aglutinaban en sus alrededores dispuestos a realizar sus tratos, vender las pocas mercancías que tuvieran, y salir con unas pocas monedas, tan preciadas en la ciudad, acosada por la reciente muerte de Azoun IV, y aún recuperándose de las terribles secuelas que le propició la guerra.
Me acerqué con cautela a los cientos de puestos que tenían colocados alrededor de la zona portuaria, dónde aún habían algunos barcos, inmensas moles hechas de madera, descargando algunas cajas, suministros sin duda. El alboroto era generalizado, los ciudadanos se reunían en torno a los puestos, discutiendo sobre precios, y los mercaderes, movidos sin duda por esa curiosa afición humana a la codicia, promovían sus artículos, dejándolos más rebajados que sus contrarios, ofreciendo vanas ofertas que resultaban atractivas a simple vista, pero con el tiempo comprendí que no era oro todo lo que reluce, y aquello no era una excepción.
- ¡Eh! ¡Muchacho! ¡El de las orejas puntiagudas! – Gritó uno de los mercaderes, desde uno de los pocos puestos que estaban vacíos.
Me giré, atraído por sus gritos, ya que a simple vista alrededor de él no había nadie más, llevé mi mano izquierda al pecho, señalándome, mientras me acercaba con paso indeciso, en aquella época, lo único que podía hacer, mantenerme precavido.
- Sí, tú. ¿No quieres comprar algo? ¡Tengo de todo! ¿Quieres un amuleto que te libere de maldiciones? ¡Lo tengo! ¿O prefieres una bonita capa que hará que las mujeres caigan ante ti? ¡También lo tengo! - Decía el mercader con ilusión.
- Eh… me temo que no tengo oro con el que pagaros… pero… ¿Podría decirme dónde está la “Garra de Malar”? – Repliqué en voz baja, con cierto cariz de timidez.
- ¿Qué? ¿Encima que no vas a comprar nada me preguntas? Maldita sea… ¡Tymora me ha abandonado parece! – Se lamentó el mercader, movido por la mala suerte que sin duda habría tenido éstos días o incluso estas semanas.
Desvié mi vista hacia el agua, que estaba a escasos pasos del puesto del desafortunado mercader, y me dispuse a marcharme, mientras el mercader continuaba soltando improperios hacia su desdicha, pero antes de que pudiera dar el primer paso, una mano me agarró de la chaquetilla que acompañaba a mi Hakama, tirando con fuerza hacia atrás, haciéndome casi caer. Solo pude llevar una mano al viejo estoque que me acompañaba, pero nada más hacerlo, otra mano, enguantada con un fino guante de lo que parecía ser seda se posó junto la mía, evitando que pudiera desenvainar.
- ¡Quién va! ¡Qué hacéis! – Grité alterado, no creo que haya persona sobre la faz de Faerun que le agrade ser asaltado así, y yo no era una excepción.
- ¿Buscas la Garra de Malar, pequeñajo? – Respondió una voz suave, pero que, ya fuera por su tono de voz, o por la forma de atraer mi atención, imponía respeto.
Tras sus palabras, sus manos dejaron de agarrarme, pudiendo así girarme para contemplar al hombre que me había asaltado, y si su voz imponía, su aspecto lo hacía aún más. Aquél humano, medía más de dos metros, su rostro era dominado por una gran y característica nariz, de pómulos bien marcados, el hombre parecía de ascendencia nórdica, sus hombros eran cubiertos por una inmensa cota de piel de algún animal blanco, dejando el pecho al aire, y solo cubierto tras ello con un gran calzón de cuero curtido. A su espalda descansaba una gran hacha de combate, manchada de sangre, y con la hoja ligeramente mellada, sin duda por el intenso uso, luego entendí que aquél hombre era un hombre del norte, bárbaro, seres que viven al borde de la civilización y la naturaleza.
Abrí la boca sorprendido por la imponente figura de aquél humano, el mercader, que hasta hace unos instantes había seguido espetando improperios, calló de manera inmediata al ver que aquél hombre lo miraba de reojo, incomodado por el griterío cansino del comerciante.
- Eh… yo… sí… estoy buscando… eso. – Balbuceé nerviosamente.
- ¿Y qué se le ha perdido a una rata élfica como tú, temerosa y joven, en un tugurio como ese? – Preguntó el bárbaro, mientras con la mano derecha se hurgaba la nariz de manera distraída.
- Elastor me dijo que… - El bárbaro no me dejó terminar, pues me sujetó por ambos hombros, zarandeándome de manera brusca.
- ¡¿Elastor te ha dicho que vayas allí?! JAJAJAJAJAJA, viejo loco… ¿Es que quiere matarte? ¿O te ha visto muy desesperado? Debe ser lo segundo… - Respondió efusivamente aquél hombre, extraño para mí, como cada recoveco de la ciudad.
El hombre volvió a soltarme, girándose sobre sus talones rápidamente, y haciéndome un gesto con la mano, me indicó que le siguiera. Asentí sin rechistar, en parte porque sabía que me llevaría hasta el lugar dónde Elastor me había indicado que me dirigiera, y por otra parte, porque dudaba que hubiera humano en la ciudad con el suficiente coraje para llevarle la contraria a aquél ser.
- Por cierto, me llamo Greenwald, pero todos me llaman aquí Hacha mellada. – Dijo el hombre con orgullo, antes de ponernos en marcha.
En ese momento no supe el por qué de su apodo, aunque con el tiempo, comprendí que lo tenía más que merecido.
Caminamos entre callejuelas que eran desconocidas para mí, habíamos abandonado la ostentosidad del gran Paseo de Suzail, el cuál rodeaba su zona gubernamental, y nos habíamos adentrado en su corazón, el cuál palpitaba con fuerza, en mayor medida por asuntos turbios e ilegales que las autoridades no podían controlar en su totalidad. Pronto llegamos a una plazoleta, dominada por una gran estatua de algún guerrero de renombre de la ciudad. La plazoleta estaba habitada por seres cuanto menos curiosos, todos ellos encapuchados y portando trajes oscuros como el más puro ébano, manteniendo siempre una mano oculta, y una mirada vivaz en el camino, en un principio no comprendí la extraña actitud de aquellos hombres, aunque con el paso del tiempo se me hizo muy familiar. Greenwald me guió a través de la plazoleta, alejando a los pocos que se atrevían a acercarse a la mole de músculo que hacía de guía, y al llegar a una tosca y vieja puerta de madera, frenó en seco.
- Bueno muchacho, aquí es. Seguramente el viejo Elastor te habrá dicho que hables con Angus, así que sigue hasta el mostrador, te aconsejo que no te pares, y no alces la vista hacia nadie. – Dijo Greenwald, a modo de advertencia, y sin darme tiempo a responder siquiera, abrió con la mano derecha la puerta, y con la izquierda tiró de mi chaquetilla una vez más, tirándome dentro.
La posada estaba sumida en un clima turbio, el humo era latente, y el olor a especias se hacía común conforme pasaba tiempo dentro, el griterío era generalizado, y el sonido metálico de espadas al chocar era cercano, e intermitente. Alcé la vista alrededor, presenciando una taberna bastante amplia, las mesas se arremolinaban alrededor de un círculo bastante amplio, que albergaba unas improvisadas gradas a modo de escalón, y en el centro de aquél inmenso círculo se podía ver una gran estructura metálica en forma de jaula cuadrada, la gente permanecía en torno a ella, gritando como poseídos por algún demonio de Baator. Algunos de ellos mantenían en sus manos grandes puñados de oro, otros grandes jarras de solo Tempus sabe qué licor, en general, parecían divertirse. Los insultos eran casi obligados en aquél lugar, ya que quién más quién menos, maldecía a alguien por su mala suerte en lo que aquella jaula se disputaba.
Me acerqué con la curiosidad propia del ser que vislumbra algo nuevo, y al abrirme paso entre el inmenso gentío contemplé lo que más tarde se me haría familiar. La Jaula contenía un gran foso, que ahondaba aún más en profundidad al círculo, llena de arena blanca, como si de una playa se tratase, con dos únicas salidas, enfrentadas entre sí en línea recta. La arena blanca permanecía manchada con grandes charcos de sangre, las armas estaban desperdigadas en toda la extensión de la arena, había armas rotas sin duda por algún intenso combate, algunas oxidadas por la sangre que las manchaba, y la limpieza brillaba por su ausencia. Dos hombres luchaban dentro de aquella jaula, poniéndolo todo para poder sobrevivir.
Aquellos hombres no luchaban con disciplina, su estilo era errático y caótico, no lo que tenia acostumbrado a ver de Jëd’leràs o los grandes Protectores de la Arboleda, y parecían luchar más por su vida, que por cualquier otra causa. Pretendía quedarme allí, hasta que una mano con fuerza apretó mi hombro izquierdo y sin dejarme margen de reacción, me dirigió a través del gentío, que se abría paso rápidamente, con gesto atemorizado.
- Te dije que no te pararas renacuajo, los que no me hacen caso no suelen durar mucho. – Replicó una voz que ya se me hacía familiar, Greenwald.
- Eh… ¿Qué se supone que es esto? – Pregunté, refiriéndome a la gran jaula metálica.
- Angus te lo explicará, no voy a perder más tiempo contigo, tengo trabajo que hacer. – Dijo Greenwald antes de volver a empujarme, ésta vez contra la barra.
El impulso del empujón me llevó irremediablemente contra la barra, propinándome un golpe seco en el pecho, me giré rápidamente con gesto enfadado, pero Greenwald ya se había alejado, gracias en parte a que la gente le dejaba su camino libre, procurando no molestarle o enfadarle.
- ¿Es simpático, verdad? – Dijo una voz desde la barra.
- Simpático no es la palabra que yo usaría para denominar a la gente de aquí… - Respondí mientras me giraba, aún dolorido por el golpe.
- Quién más, quién menos, en esta ciudad vive su desgracia, así que… no lo tendría muy en cuenta. Me llamo Angus. ¿Qué te trae aquí? – Respondió el tabernero.
- ¿Angus? Por fin… Elastor me dijo que debía venir aquí, busco ganarme la vida de algún modo. –
Angus me miró de arriba abajo, a lo que yo imité. Aún llevaba la Hakama y la chaquetilla que Jëd’leràs me había regalado, provenientes de Kara – Tur, no eran comunes en Cormyr, y mucho menos en una taberna de mala muerte dónde lo más ostentoso que podía verse era la plata que recubría la jaula metálica. El tabernero frunció el ceño, sin duda, no era común ver a un elfo buscando trabajo en un lugar como aquél, y sin duda, la taberna exigía otro tipo de hombres, pero quizá porque así estaba escrito en las tablas del destino, o porque los Dioses tienen sentido del humor, el tabernero asintió cansinamente, mientras se rascaba la nuca.
- Tendremos que hacer algo con tu ropa, con eso tienes pinta rara… pero déjame decirte una cosa… aquí solo hay un trabajo disponible, luchador. – Dijo Angus, señalando la jaula metálica. – Aquí se lucha para divertir a la gente, tú luchas, y si sobrevives, te pagaré en base a las apuestas. ¿Queda claro? –
- ¿Se luchar por diversión? ¿Y dónde queda el honor de un duelo? –Pregunté, movido por los ideales que Jëd’leràs me había inculcado.
- Chico, el honor no te servirá para comer, el oro sí. ¿Aceptas o qué? Bastante tengo ya haciéndole el favor a Elastor de meter un elfo en mi espectáculo. – Respondió de mala manera el tabernero, igual de simpático que los demás humanos de la ciudad.
Medité durante unos instantes, el hambre cada vez era mayor, y pronto no tendría la oportunidad de siquiera dar un paso, y cuando una persona se ve en una situación así, lo único latente en ella son sus instintos, y aceptar parecía la solución más sencilla. Luchar para divertir a la gente no era honorable según las enseñanzas de Jëd’leràs, pero luchar por la supervivencia es una de las principales causas de las técnicas de lucha, así que asentí a Angus con firmeza, con la convicción propia de los paladines.
- Bien, bien… te daré el consejo del triunfo aquí. Los mejores mercenarios que ahora pululan por la Costa de la Espada han venido aquí alguna vez a demostrar sus habilidades, dale a la gente lo que quiere ver; espectáculo y sangre, y te aclamarán. Lo demás… llegará con el tiempo. – Susurró Angus, reclinándose hacia mí para que solo lo que tuviera que decir lo oyeran mis oídos.
Asentí lentamente, en aquél momento lo único que podía pensar era en salir victorioso y obtener las suficientes monedas como para poder llevarme algo a la boca. Angus salió de la barra, dejando al cargo a su mujer, una humana de bellos rasgos que causaba sensación entre los borrachos que permanecían más atentos a sus sinuosas curvas que a la masacre que se ofrecía en la arena. Angus me llevó a través de un pasadizo que ocultaba una improvisada estantería repleta de licores. El frío y oscuro pasadizo solo era alumbrado por una tosca antorcha que Angus mantenía a la entrada del mismo, y mientras recorríamos el pasadizo, comenzó a explicarme todo lo relacionado con la arena.
- Chico… serás un gladiador, cuando oigas un pitido, deberás correr hacia el interior, dónde te estoy llevando ahora mismo, significa que viene la guardia, pues esto es ilegal. –
- ¿Significa eso que me encerrarían? – Pregunté, ya acostumbrado a ser acusado de crímenes.
- ¿Encerrarte…? Si sólo fuera eso… sería una buena perspectiva. – Respondió Angus entre risas. – Te daré una armadura, veo que tienes arma, algo que me ahorras… ah, y por cierto, tendrás cama lo que dures aquí vivo. Si eres bueno, alguien te contratará como mercenario y quizá, solo quizá, puedas vivir por tu propia cuenta y riesgo. ¿Queda claro? –
- Sí, por supuesto. – Respondí airado, recuerdo que me resultaban cansinas las explicaciones de los humanos, puesto que una vez empiezan a hablar, no paran, y si algo me distinguía a mí, era mi carencia de conversación.
Pronto llegamos al final del pasadizo, que estaba cerrado por lo que parecía aparentemente un muro de dura piedra. Angus dejó la antorcha en el suelo, y llevó su mano a una baldosa en particular del muro de piedra, haciendo que éste se abriera, dejando paso a una sala inmensa, repleta de polvo en suspensión, sin duda debido a la arenilla que había por suelo.
- Aquí hay gente de todo tipo, antiguos soldados caídos en desgracia, esclavos de nobles que luchan aquí por su diversión, gentes libres que luchan para sentirse vivos, es decir… hay mucha diversidad, con un único objetivo, sobrevivir a la siguiente lucha. – Decía Angus mientras entrábamos a la estancia.
La estancia estaba dominada en el centro con una inmensa mesa que se extendía a lo largo del lugar, la cuál estaba adornada en su superficie por un inmenso arsenal de todo tipo de armas marciales, cualquier arma que existiera en Faerun, estaba sobre aquella antigua mesa repleta de arena. A cada lado de la mesa permanecían encajados en la pared y sujetos por cadenas al techo, los bancos que servían de improvisada cama a los gladiadores de la arena. El techo estaba parcialmente abierto que servía como improvisado respiradero, del cuál caía de vez en cuando arena, denotando que aquél lugar estaba bajo la misma arena.
Mientras avanzaba detrás de Angus, eché un vistazo hacia los guerreros que allí permanecían a la espera. En los ojos de aquellos hombres se podía leer los sentimientos de cada uno. Algunos, los más veteranos, permanecían serenos, su vista denotaba la indiferencia que le había proporcionado los horrores de la batalla que habían vivido a lo largo de su carrera como gladiador o Tempus sabe qué trabajo. Otros, sin embargo, permanecían nerviosos, sobresaltándose con cada grito que la gente producía desde la arena, sus ojos eran un fiel reflejo del nerviosismo propio de aquél que lucha por primera vez y debe resignarse a morir o lo que es peor, asumir una vida con una muerte a la espalda.
Angus llegó hasta el fondo de la estancia, llevó ambas manos hasta uno de los estantes que decoraban la pared del fondo, cogiendo una de las antiguas y oxidadas cotas de mallas que guardaba.
- Toma esto, servirá de mejor protección que eso que llevas. Serás el siguiente en salir. – Me dijo mientras me lanzaba la cota de mallas.
- ¿El… el siguiente decís? – Respondí a duras penas mientras evitaba que la cota de mallas cayera al suelo, nunca me había pertrechado con una.
- ¿Tienes miedo? Mejor abandónalo, o serás rápido en caer. – Dijo Angus, mientras echaba andar hacia la salida del barracón de gladiadores. – Recuerda esto, chico, sólo debes ser más rápido que tu adversario, diviérteme. –
Recuerdo aquellos momentos, dicen que la primera vez siempre queda marcada a fuego en la mente del guerrero, y en aquellos momentos, mi mente recorría miles de sentimientos de diferentes tipos. El miedo se hacía latente, el nerviosismo se alzaba sobre él, y una curiosa sensación me pedía a gritos alzar mi estoque y comenzar de inmediato la liturgia de la guerra entre dos hombres.
Coloqué la cota de mallas sobre el pecho, retirando la Hakama y la chaquetilla que portaba. Ajusté con firmeza las correas de cuero que hacían que la malla quedara fijada al torso. Casi no había hecho más que terminar cuando el grito general del público advertía que el combate había terminado, y siguiendo el silencio sepulcral, un cuerpo sin vida cayó desde las escalerillas que llevaban a la arena, y tras él un hombre corpulento, haciéndome un gesto me invitó a acercarme a lo que obedecí de inmediato, en parte acongojado por todo lo que había sucedido en un breve espacio de tiempo, de hombre libre a gladiador, no era una expectativa muy alentadora para ningún hombre.
- Tú debes de ser el nuevo, un elfo, eso gustará, desde luego. ¿Cómo te llamas? – Preguntó el hombre.
- Göyth, mi nombre es Göyth. – Respondí con la voz entrecortada, intentando ver a través de él el lugar dónde debatiría mi vida o mi muerte.
- ¿Göyth? – Dijo el hombre, mientras su mirada recorría mi cuerpo buscando algo en particular y soltando una sonora carcajada concluyó. – de igual manera, dudo que sobrevivas a éste encuentro, sube ya, no conviene hacer esperar a los nobles. –
El hombre se echó a un lado, dejándome paso. En aquellos momentos sentía como si mis pies no tocaran el suelo que realmente pisaban, mis manos se mantenían nerviosas, toqueteando el estoque que Jëd’leràs me había proporcionado, mientras subía cada uno de los peldaños sentía como mi corazón aumentaba la frecuencia de sus latidos, oh, de los recuerdos, aquellos que quedan grabados a fuego como el más puro metal abrasador son los que crean el carácter de una persona, una maldición, o un sueño, que no hace más que repetirse en la mente de aquél agraciado o desdichado que ha pasado por ello.
Pisé indeciso la arena. Sentí la corriente de aire propia de la taberna, la gente coreaba a gritos varias canciones que no conocía, ante mí se alzaba un corpulento hombre, armado con una única lanza que interponía diagonalmente entre su torso y el suelo. En su rostro permanecía dibujada una sonrisita socarrona, al ver que su rival parecía ser una simple caja de miedos y dudas.
Eché un vistazo alrededor, podía sentir las miradas de aquellos nobles y plebeyos, olvidando sus diferencias sociales, clavarse en mí, esperando a que el entretenimiento fuera digno del renombre de la taberna. Angus había dejado la barra para colocarse en el palco junto a los nobles más destacados, alzó el pulgar hacia arriba sonriéndome. Quizá eso me dio seguridad, o quizá he nacido para ello y mí sino es luchar eternamente, pero sentía como poco a poco la calma volvía apoderarse de mí, como si de un lago azotado por la tormenta volviera a la serenidad. Era curioso, aunque ya Jëd’leràs me lo había avisado.
Desenvainé mi estoque, colocándolo frontalmente ante mí, a escasos centímetros de mi rostro, retrasé un pie e incliné mi cuerpo hacia abajo, adoptando la clásica postura que Jëd’leràs me había enseñado y que dominaba con cierta pericia. Las dudas habían desaparecido, solo sentía la necesidad de alzarme victorioso sobre mi rival, el miedo, latente, servía como una irónica inspiración, y como si de las letras al bardo fueran, a mí me servía para mantenerme erguido y desafiante ante aquél humano.
El gong resonó por toda la taberna, dando así el comienzo al duelo. El hombre comenzó a moverse en círculo, a lo que yo respondí imitando el gesto, aquellos segundos parecían eternos, ambos estudiábamos los posibles puntos débiles de cada uno, buscando una abertura fácil por la que atacar, la gente coreaba con más fuerza, esperando que alguno de nosotros se aventurara a dar el primer ataque, que marcaría el inicio real del duelo, y así ocurrió.
El hombre alzó su lanza por encima de su cabeza, y mientras daba varias largas zancadas, bajó rápidamente la lanza, y con un movimiento de impulso trató de asestarme un golpe a la altura del pecho, sin embargo, a pesar de estar bien dirigida, la rapidez no era uno de sus puntos brillantes, así que pude rodar por el suelo evitando la que sin duda hubiera sido una herida mortal, me giré con rapidez, y avanzando hacia él descargué mi estoque en un movimiento ascendente, seguido de un pequeño salto para volver a golpear desde arriba. El hombre, sorprendido por el movimiento que Jëd’leràs me había enseñado, interpuso su lanza para evitar el primer golpe, siendo rota ésta, y a duras penas pudo esquivar el segundo golpe, dejándose caer hacia atrás y rodando entre la arena de la jaula del horror, lo que siguió a un gran clamor del público, parecía que se lo estaban pasando bien.
El hombre miró alrededor nerviosamente, topándose en su mirar con una espada larga de las muchas que inundaban la arena, reptó hasta ella, cogiéndola mientras daba un pequeño salto para incorporarse.
- ¡Ahora verás, muere! – Gritó el hombre mientras cargaba contra mí a una velocidad alarmante.
Si algo me enseñó Jëd’leràs es que los combates nunca pueden alargarse más de lo debido, así que decidí que ese sería el golpe que bajaría el telón, siendo cuál fuere el resultado. Coloqué ambas manos en mi estoque, retrasándolo unos centímetros y colocándolo bajo mi cintura mientras echaba a correr hacia el humano. El hombre avanzaba hacia mí con furia, su gesto era claro ejemplo de su odio contenido que en cada batalla soltaba. Cuando solo quedaban seis escasos pasos para que nuestros cuerpos se encontraran, realicé un movimiento hacia la izquierda, fingiendo que mi ataque sería por ese flanco, el hombre cayó de lleno en el engaño, moviendo su espada larga hacia el lado derecho para poder atravesar mi desprotegido flanco, y en el último momento, dí una larga zancada hacia la derecha, realizando un corte transversal ayudándome del propio movimiento que realizaba. Sentí el acero del hombre clavarse en mi cintura, y también mi estoque impactar de lleno en alguna parte que no alcancé a ver en esos momentos de confusión.
Nos separamos unos metros, el público guardó silencio esperando el resultado de aquél cruce de armas. Podía sentir ríos de rojo brillante caer entre el tosco metal de la malla que me cubría, pensé que todo acabaría en un vano intento de asemejarme a Jëd’leràs, sin embargo, oí un golpe seco, seguido del griterío general del público, miré hacia atrás, viendo como el hombre que minutos antes sonreía ante lo que parecía su inminente victoria ahora yacía sin vida en la fina arena. Con una mezcolanza entre confusión y orgullo, solo pude alzar mi estoque, ensangrentado, ante el público que gritaba ensordecedoramente.
Aquél día, siempre quedó grabado en mi mente, no sólo significaba el comienzo de una etapa. Significaba el comienzo de toda una vida. Aquél desterrado que un día decidió marchar en pos de venganza, parecía haber encontrado el crisol dónde forjarse para la tarea que deseaba llevar a cabo.
Lo que no supe ver, fue el hecho de que incluso cuando un hombre cree superar su destino, éste le alcanza, abrumándole, y devolviéndole a su lugar anterior, pero eso será otra historia.
// Aclaración: Hakama es una prenda típica japonesa, se asemeja a un pantalón ancho que en forma de descanso se asemeja a una falda, sin serlo, suele ser la prenda de entrenamiento de artes como Aikido o Ninjutsu, lo dicho, espero que os haya gustado

Última edición por Goyth el Mié Oct 28, 2009 9:58 pm, editado 1 vez en total.