
ACTO I: Amargura, Perdición y Soledad.
El camino de la Amargura
Noche cerrada, noche de lobos. Un viento gélido, casi fantasmal, arropa con sus dedos a la pareja que se mantiene en pie frente a la salida de la villa. El rocío de la tormenta anterior apenas se había convertido en una fina capa de cristal sobre el manto del sendero y solo las huellas periódicas de la caravana comercial mostraban el color marrón de la tierra. Los dos embozados caminan alejándose por el camino principal con la única compañía que una yegua lozana de pelaje gris podía ofrecerles. Una voz femenina, cálida y risueña, se hace oír en la oscuridad.
- Damián, ¿a qué viene tanta prisa? Pensaba que Ranniah no volvería a Aguas Profundas hasta el próximo cuatrimestre. ¿Tan importante crees que es esa carta?
Otro silencio, una pausa más que deliberada por parte de la segunda figura. Izquierda y derecha... nada hay a su alrededor, nada que pueda delatar el gesto de preocupación oculto bajo su capucha. Por un instante sus ojos quedan fijos, fulminando con ellos el temblor de una rama cercana. Aún quedaban búhos dispuestos a hacerle suspirar, trasnochando como él en la oscuridad. Suspira y se apresura en arropar a su compañera con la propia capa que segundos antes llevaba puesta. Ella se vuelve a pronunciar.
- Cuida de los niños, mi amor. Estaré aquí antes de lo que crees, solo cierra los ojos y piensa en mí.
La unión, un beso que debía unir y, sin embargo, esa noche los iba a separar. De un salto al estribo la mujer se acomoda en la silla de su montura y endereza las riendas. Una última mirada al bardo antes de sacudirlas y salir al galope por el sendero del Oeste.
El sendero de la Perdición
Esta vez tenía distinto recorrido. Despedida una, aún quedaban tres asuntos de los que preocuparse. Y dos de ellos le estaban esperando ya en los palenques de la salida meridional de la villa: dos embozados que apenas levantaban cuatro pies del suelo. La voz infantil los descubría junto a una caravana cuyo cochero se encontraba en su puesto, fusta en mano, dispuesto a partir de inmediato.
Ahora es la voz más aguda la que le pregunta, no por su nombre, si no por un adjetivo que en los últimos años habíase acostumbrado a oír demasiado.

- Pero padre, ¿por qué...?
- Eala, Xiril te llevará a Cormyr. Espérame allí y haz caso a todo lo que te diga él.
El bardo sonríe. Incluso aquellos mohines silenciosos que veía en ella le recordaban a la mujer de su vida, a la cual había mentido y dejado marchar hace apenas unas horas. La pequeña mujercita se encamina hacia la puerta abierta del carruaje y pega la mejilla al cristal tras sentarse. Dos segundos más tarde los ojos de la niña pierden de vista a su progenitor. Aún le quedaban muchas horas soberanamente aburridas de camino.
- Padre... he ensillado al potrillo como me pediste. ¿Ocurre algo malo...?
Demasiada curiosidad para ser respondida por aquel nervioso elfo que, cada pocos minutos, no podía evitar echar la cabeza de un lado a otro para comprobar que nadie los observaba. Los ojos del bardo se vuelven hacia el único que le quedaba, aquel chiquillo cuyo rostro le hacía parecer un espejo a su lado. El muchacho recoge las bridas del potro y sube a él ayudadado por su padre.
- No. Tú solo cabalga, pronto encontrarás la caravana comercial que viaja a Sundabar. No te detengas pase lo que pase.
El chiquillo asiente, alentado por la falsa sonrisa que el mujeriego tanto acostumbraba a exhibir. Un juego, una carrera. Eso debía ser a ojos de tan inocente criatura. Palmea el trasero del potro, haciendo que éste emprenda la marcha hacia el oeste. No tarda ni diez segundos en desaparecer en la oscuridad, seguido del tintineo de la ropera familiar que siempre solía llevar el lengüilargo al cinto. Suspira. Soledad, bendita soledad. Solo le quedaba un asunto al que enfrentarse.