- Descripción física del PJ:
El pelo rubio adornado y primorosamente peinado es la primera señal de que Galen no es un hombre cualquiera, rodea una cara bonita y varonil con unos profundos ojos brillantes que desarman a cualquiera que se fije demasiado en ellos. Siendo más alto que la mayoría de los hombres, sus rasgos atractivos y su armadura resplandeciente atrae miradas dondequiera que va. Su sonrisa suele hacer que la mayoría de hombres envidien las miradas que le echan las mozas, o muy a menudo que se unan a él en más de una forma.
- Deidad: Sune.
- Alineamiento: Caótico Bueno.
- Psicología:
Galen es hombre amigo de la diversión, que sigue las doctrinas de la Dama de los Cabellos de Fuego pero sin olvidar como pasárselo bien. La gente se sorprende agradablemente al encontrar que es tan rápido haciendo comentarios desenfadados sobre sus amigos como defendiendo lo que considera bello para el. No duda en ofrecer los servicios de su dama a cualquiera que los necesite de apariencia castigada.
Agradable y risueño, pero sobretodo desenfadado. Galen gusta de las buenas conversaciones cargadas de historia, en especial si encierran en los versos información sobre algún objeto digno para la iglesia sunita. Se cuida física y mentalmente, siendo objeto de atención más de lo que suele admitir. Proclama que el amor es libre y libre de costo. Para él, ser sunita va más allá de las frivolidades vistas por otros como fachada en la iglesia, va más allá de un traje, una gema preciosa o un baño perfumado, ni siquiera se ancla en los coqueteos y los romances que brotan a su paso como la hierba. Galen es un hombre arrojado, que va y viene adonde su corazón le guía, seguido por una brújula moral compleja, regada por un bien mayor, y presidida por la Dama de los Cabellos de Fuego.
- Breve historia:
Nacido de dos padres enamorados en Bosque Alto, Galen tuvo una infancia felizmente normal. Cuando perdió a sus padres en el auge del Castillo Puerta del infierno, incapaz de permanecer en su hogar lo abandonó todo y se aventuró a Argluna, cambiando su perspectiva del mundo para siempre. Siendo tan apuesto y joven, llamó la atención del clero sunita. Poco después le acogieron, le dieron trabajo y empezaron a instruirlo en la doctrina de la Dama de los Cabellos de Fuego de la manera más explosiva y habitual: con un amor joven. Varios años después, investido como sacerdote del clero aceptó la misión que todos acaban recibiendo tarde o temprano; salir para ayudar a la iglesia, a sí mismo, y a todo el que crea merecedor de una sonrisa de vuelta. Galen es un trotamundos. Sus pasos le han guiado fuera de La Marca Argéntea más de una vez, pasando por Aguas Profundas, Las Tierras de la Intriga en una búsqueda activa cuyo fin había llegado satisfactoriamente. ¿Por qué acabaría ahora en una villa pequeña atosigada con tantos peligros, en pleno noctal, con más de un metro de nieve sobre la tierra?
El ocaso no había llegado aún y el frío comenzaba a morderle la piel; atravesaba las placas de la armadura, calaba su camisa, subía desde las grebas por las calzas y suspiraba en su espina dorsal promesas de hipotermia cuando no de congelación.
Había estado caminando por los alrededores de la Bifurcación durante medio día, buscando al Gran Tarajá, que no al cargamento de vino que bien esparcido estaba por el camino. Tuvo que sortear a las bestias salvajes en más de una ocasión, otras no quedó más remedio que entablar combate, las condenadas se movían más rápido que él. ¡Que volviera a escuchar quejarse a cualquier sureño sobre los animales! Eso era, sin duda, porque no habían visto a la fauna del norte, a los lobos de pelaje espeso y dientes de marfil, a los osos de piel gruesa, casi tan robustos como un ogro y algunos tan grandes como un cobertizo. Mejor dejar a parte a los felinos de las montañas, que aunque eran preciosos, sus zarpas no tanto.
Cuando el manto estrellado comenzó a aparecer en el cielo desistió en su búsqueda. El comerciante, casi seguro, estaría muerto o en el estómago caliente de algún animal. ¿Cómo iba a decírselo a la muchacha que le había pedido ayuda? Recordaba su cara retorcida por la tristeza, el mentón tembloroso, los ojos brillantes y llenos de lágrimas, y aquel tono lastimero que se había clavado en lo más profundo de él. Galen era un buen hombre, o eso se repitió mientras tenía lidiar con tres lobos que le saltaron encima una vez más. Un muy buen hombre, se dijo.
Volvió a la posada de la Bifurcación y alquiló una habitación. Pidió una tina de agua caliente, encendió un par de velas aromáticas de cera de abeja y se sumergió por completo. La habitación apenas estaba iluminada por las llamas de los pábilos y reflejaban una luz hipnótica que danzaba sobre el cuerpo esculpido del sacerdote sunita. Dejó su mente divagar, volar lejos, con la mirada fija en el techo.
Se vio dejando Argluna, tomando rumbo al sur, varios años atrás. Se vio despidiéndose de Derek. Recordó la danza frenética bajo las sábanas. Escuchó sus palabras empapadas en la decepción, apenas cubiertas por una sonrisa: “Sois como una estación que va y viene. ¿Cuándo os volveré a ver?”. “¿No podéis ver mi futuro? No soy yo el que coquetea con la magia en una bola de cristal” Le contestó un Galen risueño. Sin embargo, al marcharse, sintió su corazón sacudirse. Dejaba algo atrás, esperara o no, y ponía un pie en un nuevo camino. Aquello no era obra de él solamente, estaba seguro de que lo que hacía complacía a Sune por alguna razón que no entendía, y ciegamente, siguió avanzando.
Cuando su estadía en las Tierras de la Intriga terminó, no volvió con las manos vacías. Había recuperado un cáliz de oro con incrustaciones de gemas preciosas que valía su peso en lunas. Estaba encantado, aunque aparentemente vacío, al posar los labios en ella se derramaba el licor más dulce e impresionante que uno podía probar, un siempreaguamiel élfico. Era un objeto preciado para la iglesia Sunita, algo digno de admiración, ya no por su utilidad, sino por su forma y brillo. Cuando volvió a Argluna sus más conocidos lo recibieron con vítores. Aquella noche hubo festejo, corrió el licor, aún escuchaba la música y el rasgar de los violines de los bardos, o las danzas alrededor de las tarimas de madera en la posada verde. Aún sentía los besos en la oscuridad, y también el golpe que recibió cuando se topó con un hombre conocido para él en el brillo fantasmagórico del Puente de la Luna. Estaba cogido del brazo de su esposa, engalanados y mirando los destellos de la luna en el río Rauvín bajo sus pies. “Sois como una estación que va y viene. ¿Cuándo os volveré a ver?” Recordó. Y fue, y vino. Y sonrió, felicitó el compromiso, y aquella noche bebió en solitario, hasta que Calara, devota del templo, se acercó a él y lo cubrió con sus brazos. Aquella noche hizo el amor con rabia, como si pudiera sacudirse aquel sentimiento de encima.
Volvió a la realidad. Las velas estaban a punto de consumirse y tenía las yemas de los dedos arrugadas. Miró el agua, vio su reflejo, y luego la imagen de la villa de Nevesmortas distorsionada moviéndose por las ondas. De nuevo la visión de Sune… De nuevo, una vez más.
Hasta que las velas se apagaron, aquella noche rezó en silencio.
El sunita mojó sus manos en el agua fresca y hundió sus dedos en su cabellera rubia, peinándose resultonamente. Se encontraba en la mansión de los Lanzagélida, en el recibidor, esperando en una pose tranquila y observando a su alrededor. La mansión era antigua, mas una verdadera belleza por dentro. Las alfombras eran de importación; motivos ensortijados representaban figuras extrañas a lo largo y ancho de un salón que podía ver desde el punto en el que esperaba. Los muebles brillaban por sus años, no como la moda emprendedora de Argluna, y sin embargo, tenían una elegancia sobria que, como pensó finalmente tras ser recibido por Arlheza Lanzagélida, iba acorde con la dama de la casa.
Como venía siendo costumbre, el clérigo sunita solía entregar periódicamente una remesa de ungüentos, tónicos y consejos para el cuidado personal cada vez que penetraba en la vieja mansión. Se había hecho un hueco rápidamente entre esas gentes, y sus actos y susurros se habían vuelto promesas de brillantez y mejoría para la mayoría de ellos. El frío cortaba demasiado la piel, dijo con una amplia sonrisa a la muchacha de cabellos negros, coqueto.
—Querido Galen, ¿qué tenéis hoy para mí? —Preguntó Koren Datter. La mujer tenía un cabello largo y tan oscuro como el cielo de noche, a la par que brillante como los reflejos de la luna sobre el río Lanzagélida. Se acercó al sunita con picardía, tirando ligeramente de uno de los cordones que unía las dos lenguas de tela sobre su busto.
Galen esbozó una sonrisa y se inclinó ligeramente acorde a la etiqueta de la nobleza, la mar de cortés.
—¿Qué podría tener para la mujer más bella de estos lares? —Galen dio un par de pasos hacia ella y, divertido, se cubrió parcialmente la mitad del rostro y su boca susurrándole—. Agua de rosas y una resolución para la Dama Lanzagélida.
Koren parpadeó sin comprender al sunita, pero sonrió igualmente al escuchar de la mercancía. Cada vez que lo veía se lo comía con la mirada, cosa que el rubio sabía y disfrutaba.
—Es un regalo. Aceptadlo sin miramientos. Ahora, no diré que no a la información sobre aquel tomo, ya sabéis.
Galen se acomodó la camisa de mangas rojas y dio un repaso por los salones. La Dama Lanzagélida entraba y salía tan apresurada que su secretario apenas podía alcanzarla. Cada vez que ella entraba a su despacho se topaba con él, siguiéndola. La capitana de la guardia, Rivha Stormevik, se movía inquieta con las manos entrelazadas tras su espalda. Ni si quiera la pianista que tocaba tranquilamente una canción dulce conseguía calmar los ánimos de la aristócrata. Lanzagélida era la única noble de Nevesmortas, por lo tanto, también la única en acoger todas las responsabilidades de la villa.
—¡Cómo sois! Está bien. Se lo llevó mi prima a Fuerte Nuevo.
—¿A Fuerte Nuevo? —Galen alzó las cejas, torciendo ligeramente los labios—. ¿Qué se supone que hace en ese fuerte? No veía a vuestra prima en un lugar así.
—Ni yo tampoco —Se encogió de hombros la mujer—. No tengo control sobre ella, pero al pedírmelo así, tuve que prestárselo. Sabréis como somos entre familia.
Galen asintió, medio sonriendo. Nada más lejos de la realidad; no, no sabía cómo era. Hacía mucho tiempo que viajaba solo.
—¿Procedemos? —Galen se llevó las manos a la cintura y volvió a mirar a la mujer, que cacharreaba observando el vial de agua rosa frente al candelabro con velas prendidas.
Koren asintió, bajando la mano con el vial de agua fresca y guiando al sunita hacia sus aposentos en el segundo piso de la mansión. Cuando llegaron allí, cerró la puerta tras él, sonriéndole. Galen se acercó a la mesita de noche y sacó varios botes con líquidos aromáticos, igual que dos o tres velas de cera tintadas de una fuerte tonalidad carmesí. Mientras procedía con los preparativos escuchó la ropa al deslizarse por el cuerpo de la mujer, cayendo poco después al suelo. Se dio media vuelta y la observó en toda su desnudez tumbada boca abajo en la cama de sábanas limpias y frescas. Tenía un cuerpo bonito, con curvas pronunciadas y un busto lo suficientemente prominente como para que le levantara ligeramente el torso.
Galen mojó sus manos con el aceite de camomila y vertió el líquido espeso sobre la espalda de Koren. La mujer gimió entrecortadamente al sentir el líquido frío.
Mientras el sunita movía sus manos con maestría por la piel de la muchacha, estuvieron conversando sobre la situación actual de Nevesmortas y sobre los muchos viajes que realizaba ella cuando finalizaba con sus deberes; deberes que, en realidad, no distaban mucho de atender la cámara de la Dama. Galen se limitaba a asentir, con tranquilidad, y reír cuando ella gastaba alguna broma, o le contaba sobre los escarceos y encontronazos amorosos que había mantenido en sus muchos viajes. Era un alma libre. En eso, le recordaba a él.
—Entonces me encontré con aquel elfo tan brillante… ¿Sabéis? —Koren ladeó la cabeza para mirar a duras penas al sunita moviéndose sobre su espalda—. Era un encanto, una figura delgada que se movía como si fuera de puntillas.
—La belleza élfica siempre ha sido así —comentó el sunita hundiendo sus dedos en la piel de sus hombros.
—No, no, querido. Ese elfo no era otro más que un guardia de los Silmarure, la escolta personal de la Vidente del Cielo —soltó ella retorciéndose ante el toque del hombre.
Galen se detuvo, observando la cabellera negra de la mujer desparramada por la almohada.
—¿Habéis dicho Silmarure?
Koren respondió con un monosílabo y una queja ante el cese del movimiento del sunita sobre ella. Entonces continuó con el masaje, pensativo.
—Casualmente se encontraban en Sundabar… ¿sabéis para qué? Contrataban aventureros para buscar un arco. Dicen que es un arco legendario; Destino Último. Y partirían hacia Argluna poco después…
—Había escuchado su nombre —Galen se sentó en la cama limpiándose las manos con un paño de tela humedecido—. Así que Destino Último… No es algo que se vea muy a menudo por aquí. Qué curioso… y extraño.
—¿El qué? —Koren se levantó cubriéndose los pechos con un brazo y cruzó las piernas mirándole. No parecía que le diera especial vergüenza su desnudez frente a él.
—Los Silmarure son una de las familias nobles más antiguas del Gran Valle. Escuché de ellos hace años en Argluna. Aunque ahora no consigo recordar exactamente cómo, es posible que estén vinculados con la Joya del Norte.
Galen lo creía así ciertamente. Estrujaba su cerebro para intentar encontrar unas respuestas que hacía mucho tiempo yacían en lo más profundo de sus memorias. Rara vez encontraba problemas para recordar, todo fuera dicho. Quizás, simplemente, no había coincidido con un Silmarure; pero aquello no quitaba el hecho de que supiera de su presencia antaño en Argluna.
Se levantó con un sentimiento de interés arraigado en su pecho, pero Koren le cogió de la mano tirando suavemente hacia ella.
—¿No podéis quedaros esta noche? —Preguntó con un ronroneo.
El sunita sonrió levemente. Se dio media vuelta y le dio un beso en la punta de la nariz.
—No, hoy no. Ya han pasado las dos semanas de cortesía en la mansión. Me marcharé a Argluna.
Koren hizo un mohín y le dio un manotazo, disgustada. Sin embargo, al ver la sonrisa que el rubio tenía en el rostro, su enfado se difuminó tan rápido como Galen la cubrió con la seda de su vestido azul.
—Os voy a echar de menos. Si tanto predicáis sobre el amor, ¿por qué no lo hacéis conmigo?
Galen ya se había plantado frente a la puerta, con la mano en el pomo, cuando la escuchó y ladeó el rostro.
—El amor es un sentimiento que nace de improviso. No es algo que podamos forzar, Koren.
Le guiñó un ojo y cerró la puerta tras él cuando salió. Ahora tenía algo más importante en mente. Hacía tiempo que no le picaba la curiosidad. El arco legendario, los Silmarure en Sundabar… No, los Silmarure en Argluna. La esplendorosa Lunargéntea había sido su hogar desde que era un chiquillo joven. La conocía como a la palma de su mano. Solía enterarse de los chismorreos más pronto que tarde cuando paseaba por las calles; se apoyaba, también, en su apariencia y labia.
La caravana ya avanzaba en un silencio sólo roto por los caballos al relinchar, tirando de ella. El Valle de Sundabar se abría en un manto de verdes y nieve frente al sunita, pero éste no se fijaba en aquello, recordaba su vida en Argluna, y más aún, lo que había dejado atrás.
Sintió un pinchazo en el corazón al recordar la imagen del Puente de la Luna con su brillo azul fantasmagórico, y aquella pareja cogida de la mano con una sonrisa. Que Sune le retorciera el corazón. La imagen de Derek desposado le perseguía dondequiera que fuera. Pasara lo que pasara, no deseaba encontrárselo en Lunargéntea. Después de todo, sí, tenía miedo.
El enorme jardín floral de Ciudad Nueva se abría con una infinidad de aromas y olores ante Galen. La noche apenas comenzaba a raspar los colores anaranjados del crepúsculo y todavía proyectaba haces de luz etérea, o eso es lo que se vislumbraba estando en Argluna. Aquella visión siempre le había encantado al sunita; era bella, hermosa, pero sobre todo tranquila y le ayudaba a ordenar sus pensamientos con mucha tranquilidad. No importaba que el gentío y el bullicio se encontrara fuera de los pequeños muros del jardín, mientras él estuviera bajo los fresnos y los mantos de caléndulas, amapolas y rosas, podía concentrarse.
Estiró las piernas, sentado sobre el tocón. Delante de él tenía una fuente con una escultura de Alústriel Manoargéntea que lloraba el agua con una eterna parsimonia. Hilos acuosos se escurrían por su largo cuerpo hasta alcanzar un lecho profundo desde el cual se atisbaba un fondo musgoso.
—¿Estáis bien, Galen? —Preguntó Ayala—. Os noto distraído.
Galen parpadeó lentamente y ladeó la cabeza. Allí se encontraba la siempre preciosa Ayala, una sacerdotisa de la Dama de los Cabellos de Fuego, como él. La conocía desde hacía mucho tiempo, quizás demasiado, porque se había dado cuenta de que la confianza confería cierta repulsa cuando mostraba gratuitamente los sentimientos del otro sin mediar palabra.
—Muy observadora —sonrió levemente—. Sólo tengo mucho en mente.
—¿Puedo preguntar el qué? —Ayala pasó un mechón de cabello cobrizo tras su oreja y observó con sus ojos verdes como la hierba al hombretón.
—Tenemos un voto de secreto y confianza, ¿no es así? —Preguntó Galen.
Ayala sonrió levemente, asintiendo.
—En ese caso os hablaré sobre lo que ha estado sucediendo últimamente, y lo que deseo hacer.
—¿Es sobre Derek? —Preguntó repentinamente la mujer.
Galen alzó las cejas y abrió los ojos repentinamente, sorprendido. En ningún momento había hablado con Ayala sobre su ex amante, sobre aquel hombre que había conseguido arrebatarle el corazón y, de algún modo, todavía lo poseía.
—¿Cómo sabéis sobre él?
Ayala se cruzó de piernas, apoyando sus manos sobre sus rodillas con elegancia.
—Estáis hablando con Ayala Roserín. Y somos amigos desde hace muchos inviernos. ¿Creíais que iba a pasar desapercibido vuestro semblante triste? Puedo veros incómodo todavía estando en Argluna. Sé que estáis molesto y enfadado al saber el enlace del Guardia Sortílega con aquella mujer.
Galen entornó los ojos y apartó al mirada molesto hacia la estatua de la fuente de Alústriel. Se fijó en sus ojos, que lloraban las aguas que llenaban la misma.
—No, no se trata sobre Derek ni su esposa.
—Deberíais hacer algo al respecto —susurró la otra.
—No sois nadie para decirme eso.
Aylala esbozó una sonrisa observándolo.
—¿Ah, no? El amor y el desamor es competencia nuestra. Entiendo que estéis molesto, pero, por el amor de Sune, ¡pensad lo que vais a decir antes de decirlo!
Galen se rascó la cabeza, desesperado.
—¡Está bien, maldita sea! Tenéis razón. Estoy nervioso por si vuelvo a encontrármelo, es cierto. Pero no se trata de eso, no esta vez.
—¿Entonces qué os preocupa, amor? —Ayala cogió del brazo al sunita y se acercó a él, confidente.
—Es algo que he descubierto. Llevo tiempo con una investigación y lo cierto es que no es algo que me ayude a descansar por las noches.
Galen suspiró, mirándose las puntas de las botas de piel de zorro rojo.
—Hace tiempo que seguía a la familia Silmarüre... Buscan Destino Último. ¿Sabéis lo que es?
Ayala negó lentamente.
—Es un arma legendaria. Escuché de ella por aquí y allá. Volví a Argluna precisamente buscándolos. Recibí información de que habían contratado aventureros en la ciudadela de Sundabar y que, poco después, habían partido hacia la Joya del Norte. Sin embargo, al poner un pie aquí yo, ya era tarde, habían marchado hacia Eternlund.
—¿Por eso os perdisteis el festival? —Ayala se separó ligeramente de él. Se pasó el largo cabello cobrizo a un lado de su rostro y observó al atractivo sunita.
—En realidad… no deseaba venir a Argluna por si…
—Por si os encontrabais con Derek —finalizó la frase de Galen la mujer—. Entiendo.
—Fuera como fuese —carraspeó Galen—. Sabéis que pasé a saludaros y volví a retomar contacto con vosotros.
—¡Ya era hora! —Exclamó ella—. ¡Hacía más de un invierno de que me enteré de que habíais vuelto de Tezhyr y todavía no os habíais dignado a pasaros por Argluna!
—¡No es que no quisiera! —contestó el otro.
—Pero no lo hicisteis.
Galen no supo rebatirle el argumento a la mujer. Simplemente guardó silencio, levantando la mirada hacia el cielo recortado por las largas ramas y hojas de los fresnos que cubrían el siempre precioso jardín de Ciudad Nueva de Argluna. Quedaron un largo minuto en silencio. No necesitaban decir nada, o al menos, el rubio no creyó que fuera necesario. Cuando reunió la información en su interior, decidió decirla en voz alta.
—Cuando llegué a Eternlund busqué activamente información sobre Norfín Edranor, y sabía que no podía hallarse en otro lugar más que en La Torre Brilunar. Ese castillo de piedra negra brillante es magnificente y sus cuatro torres cilíndricas son dignas de admiración.
Ayala asintió de nuevo.
—Preguntando por la ciudad de las caravanas me enteré de que el Valle del Rauvin está siendo hostigado por numerosos trolls organizados al sur, y que los reptilianos Garra Oscura al oeste parecen mejor pertrechados —Galen ladeó la cabeza, mirando a la mujer—. Por lo visto Eternlund está sufriendo de un cese del comercio, abarca desde la tierra a las rutas comerciales del río Rauvin.
—Eso es preocupante. Eternlund es el primer punto por el que pasan las caravanas y mercancías desde el sur —comentó ella prestándole atención.
—Efectivamente. Si bien al principio me movió la curiosidad de los motivos de los Silmarüre respecto a su búsqueda activa de Destino Último, empecé a empaparme de las preocupaciones de las gentes de la ciudad. Hablé con la guardia y les sonsaqué lo sucedido. Al final, acabé encontrándome con un genasí de fuego, Zaph. Kossut —dijo él.
—Ardiente, me gusta —Ayala se cruzó de piernas, escuchando.
—Ambos estábamos interesados en los sucesos de la ciudad… Y al final, nuestros caminos acabaron cruzándose con el de otros conocidos que, curiosamente, tenían un contrato con el noble elfo que buscaba.
—¿Norfín?
—El mismo —asintió Galen.
El crepúsculo estaba a punto de desaparecer completamente. Ya se vislumbraba la miríada de estrellas en el firmamento y la preciosa y plateada Selûne en el cielo nocturno como un faro en el mar nocturno.
—Ese grupo peculiar entre el que se encontraba Krönn, un enano guerrero que no querríais ver en vuestra vida, había realizado un contrato con Norfín para encontrar Destino Último, el arco legendario. Todavía desconozco el por qué, pero puedo imaginarme los motivos de la búsqueda de los Silmarüre.
—¿Por qué? —Preguntó, más larga que ancha la sacerdotisa.
—Por egoísmo. Independientemente del fin posterior, es egoísmo. Pude verlo en el rostro del elfo en la torre. También, sin embargo, intuyo que planean encontrarlo para usarlo contra alguien o algo, y empiezo a atar cabos.
Ayala se cruzó de brazos, bajo sus pechos, levantando su escote prominente.
—Siempre fuisteis muy preceptivo, dulzura.
Galen esbozó una sonrisa arrebatadora, cosa que hizo que la mujer se acercara y le diera un beso en la mejilla.
—Fuera como fuese… El grupo y nosotros penetramos en la torre Brilunar en pos de dialogar con el señor Edranor y, durante la espera… la conversación se sucedió entre nosotros. Krönn, Zaph, y tres hombres. Aparentemente hicieron una expedición en el desierto del Anaurokh y encontraron una alabarda con una simbología extraña… Dicha simbología se corresponde a… Bueno, prefiero comentarlo después. Diré que los zhentarim están involucrados en esto.
El semblante hasta el momento dulce y risueño de Ayala se quebró en una mueca seria. En aquel momento, Galen supo que había ganado su completa atención.
Mientras el sunita conversaba no se percató de las personas que entraban y salían del jardín observándolos con cierta admiración. Allí, bajo la luna y el reflejo de la luz en la fuente, que proyectaba pequeños chorros de luz hacia los cuerpos del sunita y Ayala, otorgaba una visión arrebatadoramente bella.
—Nos recibió Norfín. Y entonces llegó una sucesión de desdichas hechas palabras. No culpo al elfo por ser prepotente, sabéis de sobra, Ayala, que conocemos a los elfos, su edad y su actitud regular. Más si ha estudiado en la prestigiosa universidad de Argluna y conoce su poder mejor que nadie —Galen apoyó las manos sobre el tocón y estiró las piernas de nuevo—. Después de un diálogo exhaustivo y agotador a partes iguales, conseguimos sonsacarle lo que realmente sucedía en el norte.
»Un dragón negro, Ayala. Un dragón negro está detrás de todo o, al menos, una parte. Creo firmemente que está involucrado con los Garra Oscura, esos reptilianos asquerosos que han mejorado notablemente su armamento. No es casualidad. Igual que… bueno, aquel zhentarim. Desapareció un maestro zhentarim en Cumbre… y curiosamente, después me enteré de que el grupo de Krönn interceptó una caravana zhentarim en Anaurokh cargada de titanio, mismo material del que estaba hecha aquella alabarda con simbología extraña que encontraron después. ¿Es casualidad? No lo creo. Sabéis que suelo atar cabos rápido.
Ayala posó su mano sobre la del sunita suavemente. Aquel gesto hizo que el hombre sintiera apoyo y fuerza. No es que sintiera que era su responsabilidad todo aquello, porque cierta y verdaderamente no lo era. Pero había algo que Galen sabía a ciencia cierta, y era que había muchas cosas por las que merecía la pena luchar en el norte. Había criaturas que podían causar mucho mal, mucho caos, mucha muerte… Lo sabía, podía olerlo y notarlo en su fuero interno. Galen sentía un tirón innecesariamente fuerte hacia lo correcto, pero lo correcto era personal para él, por lo que había tomado todo aquello como un móvil y lo relacionaba extrañamente con el mandato de la Dama de los Cabellos de Fuego. Asumía, después de todo, la responsabilidad de hacer que prevaleciera lo más bello en el norte, y eso implicaba muchas cosas aunque no estuviera dispuesto a explicarlas.
—¿Qué pretendéis hacer entonces? Parece que falta información ahí, ¿qué haréis? —Preguntó Ayala.
Galen se volvió para observar el rostro pálido de la mujer.
—Buscaré al zhentarim en Cumbre para reafirmar ciertas teorías. Puede que el mismo fuera capturado por el dragón negro y obligado a trabajar para él, en pos de pertrechar a sus tropas…
—¿Con qué fin? —Preguntó ella.
—Probablemente con el fin de asaltar Eternlund, tomar el Valle del Rauvín, o abrirse paso por el norte.
Ayala negó lentamente con la cabeza, preocupada.
—Galen, llevad cuidado, por favor…
El sunita estrechó la mano de la mujer con fuerza, sonriendo, risueño como solía ser él.
—No os preocupéis por mí.
Pero Ayala sabía que había mucho por lo que preocuparse. Se limitó a sonreírle de vuelta con un semblante de preocupación reflejado en su rostro.
—Sune vela por sus siervos —contestó él con voz aterciopelada.