TRASFONDO: EL HILAVIENTOS
DRAMATIS PERSONAE:
(Información de utilidad si alguien quiere usarlos en tramas)
Tusanna Tashakur:
Maga roja de Thay, especialista en Encantamiento. Ambiciosa, antigua esclava que mejoró su posición social a base de puro talento y falta de escrúpulos… Como corresponde a una buena Thayna. Dentro de los Magos apoya la facción que busca conquistar Faerun a través del comercio y la diplomacia, no sólo las armas. Es su intención convertirse en una figura influyente en Thay, y por ende está continuamente buscando aprendices. En teoría Earil debía convertirse en el mejor de sus estudiantes... Como puede imaginarse, no está contenta con la huida de su retoño.
Earil admira su resistencia y talento mágico, pero le disgustan sus objetivos y lo que ha estado dispuesta a hacer (más aún conforme ha vivido fuera de Thay y sido expuesto a otras formas de entender la magia). Lo más importante: la teme. Al verla, su primera reacción sería salir corriendo.
Personalidad: Carismática e iracunda. Prefiere la intimidación a la sutileza. Los que no se doblegan a sus palabras lo hacen bajo sus hechizos. Habla con una dicción perfectamente controlada y un vocabulario de lo más erudito, intentando ocultar así su origen bajo.
Xi’lin de Tashakur:
Esclava traída de Kara-tur, de donde al parecer fue exiliada por asesinar a alguien de importancia. Oficialmente, mayordoma y ama de llaves de la casa de Tashakur. Abiertamente amante de Tusanna. Extraoficialmente, asesina y maestra de espías para su señora.
Earil siente resquemor hacia ella, pero no ha visto sus habilidades y no está seguro de a qué atenerse. Sospecha que para cuando llegara a verla sería demasiado tarde, así que su mejor protección es viajar lejos, mantenerse en movimiento y no dejarse encontrar.
Personalidad: Calculadora, serena y tranquila, deliberada en sus movimientos y acciones. Firme creyente en la idea de que “una daga vale más que mil palabras”. Se comunica a menudo con monosílabos.
Wydachan de Tashakur
De origen Rashemí, esclavo-consorte de Tusanna y padre de Earil. Es la principal influencia positiva en la vida del hilavientos, y la más probable razón de que no se convirtiera en otro Mago Rojo. Wy es un hombre pacífico y atractivo, hijo de esclavos y completamente resignado a su sino. Se siente agradecido a Tusanna (quien, dentro de lo que cabe, no lo trata mal) y no puede entender que su hijo haya querido escapar en lugar de aceptar, como debe, que la “señora Tashakur” sabe lo que es mejor”.
Earil lo adoró durante toda su infancia, pero a estas alturas tiene unos sentimientos más encontrados hacia su padre. Sospecha que sólo ha podido mantener su bondad e inocencia a base de quedarse anclado y de no darse cuenta (muy deliberadamente) de lo abusivo de su situación. Aun así, si hay una persona por la que Earil volvería a Thay, es él.
Personalidad: sereno, deferente, nunca habla si no se le habla primero. Le encantan los niños, con quienes es extremadamente cariñoso.
Sirro, Pasoceleste de Shóndakul
Clérigo de Shóndakul de origen sembio. Se encontraba en Rashemen hacia el tiempo en que Earil escapó de su casa y Shóndakul los llevó a encontrarse. Se convirtió en su mentor y maestro, avivando la fe del joven y, eventualmente, ungiéndolo como miembro del clero. Aunque sus caminos se han separado, Earil se mantiene en contacto con él regularmente a través de medios mágicos. Este tipo de relaciones son, al fin y al cabo, la única fuente de contacto entre la mayoría de clérigos de la Mano Amiga.
Earil lo admira sin tapujos… En parte porque no lo conoce lo suficiente. Sirro es un clérigo mucho más interesado en la idea de explorar y poner su pie en nuevas tierras que en la de ayudar a aquellos con los que se cruza. Tiene a sus espaldas una ristra de corazones rotos, hijos bastardos y aventureros timados por quienes no se preocupa en lo más mínimo.
Personalidad: Entusiasta, de palabra rápida y pie aún más veloz. Su primera prioridad es su propia supervivencia, seguida de lealtades caprichosas y variables, pero donde sus hermanos en la fe siempre están bien alto.
1. UN PARTO
Tusanna nunca quiso tener hijos. En este momento, sintiendo que los dolores del parto la abrían en dos, se daba cuenta de por qué.
A su alrededor, varias matronas revoloteaban trayendo y llevando paños húmedos, limpiando su frente, aplicando ungüentos. El parto estaba teniendo complicaciones extraordinarias. La sacerdotisa de Kossuth que estaba dirigiendo las atenciones a la futura madre estaba, silenciosamente, comenzando a considerar la cesárea: un procedimiento arriesgado que, muy probablemente, acabaría implicando una histerectomía… Y esterilidad.
-¡¡NUEVE INFIERNOS!! ¡¡AGHHHH!! -maldijo la maga.
Parte de Tusanna se planteó lanzar una maldita bola de fuego ahí mismo y terminar con todo, pero por desgracia su propia mierda y sangre no eran suficiente sustituto para el guano de murciélago. En su lugar gritó de nuevo, esta vez refiriéndose con gran detalle a la anatomía de Mystra, Loviatar y cuanto dios se le puso por delante. ¿Cómo demonios se le había ocurrido meterse en aquello?
La respuesta estaba en su frustración. Tusanna había logrado imponerse a la esclavitud, convertirse en una aprendiza de los Magos Rojos y pasar el Guantelete… Pero habiendo trepado hasta una cierta prosperidad y una medida de respeto, había descubierto que los obstáculos para continuar ascendiendo eran mucho más sutiles. Su origen, su piel, su acento: todo conspiraba contra ella. Estaba a una altura en que necesitaba aprendices para avanzar, aprendices con los que demostrar sus habilidades. Sin embargo, ninguna familia quería enviar a sus hijos, y los esclavos con talento mágico estaban fuera de su alcance. Frustrada, Tusanna había decidido dar a luz: no le cabía la menor duda de que su sangre sólo podía producir un orgulloso mago thayno.
Dio otro empujón, sintió que el aliento se le escapaba, que se le nublaba la vista. Todo. Era. Dolor. Su visión. iba y venía trayendo imágenes estáticas que Tusanna no era capaz de interpretar. La sacerdotisa de Kossuth pasando un fino cuchillo por la llama. Dolor. Una matrona limpiándole la cara con un paño húmedo. Dolor, mucho dolor.
Cuando finalmente volvió en sí, Tusanna era a duras penas capaz de sentir nada más allá del cuello. Sus labios se curvaron en una mueca de asco cuando empezó a distinguir a su esclavo, el Rashemí que le había servido para quedarse embarazada. La experiencia, aún contando con numerosas cortesanas, sólo le había servido para constatar que los hombres no tenían nada que ofrecer en el lecho. Su expresión se tornó más calculadora, aunque no menos asqueada, cuando distinguió el bulto entre sus brazos.
Su hijo.
Tusanna se humedeció los labios, se sentía debilitada pero sabía que una Maga Roja nunca estaba incapacitada para dar órdenes.
-Se llama Ehar’il – sentenció con calma. El nombre provenía de una flor azulada que se usaba en algunos conjuros de encantamiento.
El esclavo se inclinó, sonriendo abiertamente. Una tenía que admitir que aquel varón, al menos, sabía respetar a sus mejores.
-Como digáis señora.
Tusanna asintió, empezando a sentirse más capaz. Sus dedos parecían responderle poco a poco, pronto podría volver a lanzar hechizos. Sólo necesitaba recuperarse, olvidar lo terrible de la experiencia… Cerró los ojos, pensando en dormir, pero el bebé estaba haciendo ruiditos entre el sollozo y la respiración ruidosa. Sin abrir los ojos, Tusanna dio su orden:
-Llévatelo. No quiero tener que saber de él hasta que pueda hablar.
2. UN ABRAZO
Estaba llorando.
A Wydachan se le partía el corazón cada vez que veía a su hijo así. No tenía que saber la razón específica para saber la causa: su madre. Algún castigo de su madre. La criatura, de tan solo 3 años, estaba recibiendo clases de lo más estrictas para aprender a hablar y leer dracónico, un paso imprescindible antes de aprender magia. Ehar’il era un niño despierto y ya podía trazar las letras, para asombro de Wydachan… Pero por muy despierto que fuera, la compleja gramática dracónica estaba más allá de su alcance.
El esclavo se acercó con un susurro de lino, cogió al niño estrechándolo entre sus brazos.
-Vamos, vamos, Earil – murmuraba suavemente.
Wydachan nunca había sido capaz de pronunciar el nombre correctamente, las extrañas aspiraciones thaynas se resistían en su lengua. Para ahorrarse la ira de la señora, Wydachan solía referirse a su hijo como “el joven señor” delante de ella. El nombre, mal pronunciado, era un secreto compartido entre los dos.
-Piensa que es solo un pelín -seguía diciendo.- Un poco más, un poco más y sabrás leer como quiere la señora…
El niño levantó la vista, sus ojos marrones empapados de lágrimas hicieron que las entrañas de Wydachan se tensaran de compasión.
-¡Pero para qué! ¡Odio las clases!
-Cariño, mi amor, piensa que cuando antes termines, antes podrás hacer luces. ¿Te acuerdas de las luces? ¿Lo bonitas que eran?
El esclavo se estaba refiriendo a un pequeño espectáculo que la señora puso en marcha en una ocasión, estando de buen humor y queriendo mostrar a sus invitados lo claramente que el joven niño tenía una ligera conexión a la Urdimbre. El chiquillo había demostrado poder sentir las letras instantes antes de que se formaran en el aire, dejando claro para todos los invitados que la señora Tusanna tenía un talento claro para la magia en su sangre. Pronto sería capaz de conseguir otros aprendices. Ehar’il había disfrutado el espectáculo, sin embargo, por la forma en que el aire podía llenarse de lucecitas.
-Si. Si, eran bonitas – mumuró suavemente, pausándose, considerando. El dolor estaba quedando relegado a la memoria, que para un niño era gracias a los dioses un territorio casi inaccesible.
-Sí que lo eran, Earil -murmuró Wydachan besándolo en la frente. Un gesto que, de ser observado, le hubiera valido varios latigazos. - Y ahora, ¿sabes qué hora es? ¡Hora de comer tartaletas!
Aquello desterró las lágrimas del todo.
3. UN ROCE
Desde las sombras, Xi’lin observaba para su señora.
De alguna manera, todo lo que hacía Xi’lin era para su ama. La esclava había vivido penurias desde que fuera exiliada de su país por negarse a casarse con quien su honorable padre decidiese. Había hecho muchas cosas de las que no se sentía orgullosa. También había aprendido que no era necesario sentirse orgulloso para actuar. Lo único necesario era recibir órdenes, y pago. Y nadie daba mejores órdenes o pagaba mejor que la señora Tashakur.
Los ojos almendrados de la asesina estaba clavados en el muchacho, el joven amo. Estaba estudiando con varios compañeros, distintos aprendices que la señora había tomado. Ehar’il demostraba una capacidad envidiable para la magia y una mente que, sin ser tan brillante como la de su ama, destacaba por encima del resto de pupilos.
No cabía duda de que Ehar’il había aprendido a amar la magia. La forma en que sus ojos brillaban, la manera en que se le dibujaba una sonrisa en el preciso instante en que entendía los cálculos arcanos y gramaticales que permitían convertir palabras y gestos en acción, la voluntad en consecuencia.
Sin embargo, Xi’lin tenía sus dudas. La señora había transmitido a su hijo la gloria de los hechizos. Los momentos en que ambos conectaban tenían siempre que ver con Earil alcanzando un nuevo hito en su aprendizaje. Pero la ama Tashakur no parecía haber logrado transmitirle a su hijo que la magia era un instrumento, una forma de doblegar el mundo. Ehar’il parecía disfrutar de la magia porque era una forma de ejercitar su mente, no porque le permitiera doblegar las cosas. No parecía entender el credo de los magos rojos, la idea de que especializar el talento en el uso de una herramienta aseguraba que estuviera bien afilada. En su lugar, el joven amo parecía disfrutar explorando todas las variedades de la magia. De haber una que le resultase menos atractiva, era sin duda la especialización de su ama, la magia que le permitía doblegar las mentes. Ehar’il parecía sentir cierta… reticencia. Como si tuviera pena de estar forzando la voluntad de los demás.
La causa de aquellas debilidades estaba, sin duda alguna, en el esclavo Rashemí. Xi’lin lo había observado a menudo charlando con el joven amo, tomándose libertades (revolverle el cabello, ofrecerle una tartaleta) que eran inaceptables. Sin embargo, cuando la señora había considerado venderlo, la concentración y los avances de Ehar’il habían caído en picado. El ama había tenido que aceptar que mantener en su casa al esclavo era una forma de asegurar que su hijo rindiera. Y el esclavo era, al fin y al cabo, tan leal como útil.
Un movimiento la sacó de su meditación.
El joven amo había pedido a un compañero, un muchacho pálido y algo mayor que él, que le pasara el tintero. Sus dedos se habían rozado, y el joven amo se había ruborizado al recibir una sonrisa. Durante las horas siguientes, su concentración se redujo. Levantaba la vista para mirar de reojo al otro pupilo.
Xi’lin tomó nota. Aconsejaría a la señora Tashakur que separase a los aprendices en varios grupos, y poner a su hijo con las muchachas. Al fin y al cabo, la señora necesitaba asegurar que su hijo tendría éxito y se convertiría en un verdadero Mago Rojo tan pronto como fuera posible.
4. UN ENCUENTRO
Sirro volaba.
Hoy era el 15 de Tarsakh. Cabalvento. Por la mañana, Sirro había tomado forma gaseosa y dejado que el aire se lo llevase sobre los bosques y las colinas de Rashemen. Su corazón estaba henchido de gozo, un placer en que se mezclaban la excitación y el miedo, el vértigo y el placer. Los aires lo habían llevado siguiendo la voluntad de su dios, cruzando la frontera.
Aquello sí era extraño: Thay era una tierra donde Shaundakul no era respetado. Los Magos Rojos controlaban los cielos e impedía que lloviese durante el día, causando estragos en el clima de las regiones circundantes. En cualquier caso, era un sitio nuevo… Y eso significaba que había nuevos caminos que pisar y nuevas doncellas que seducir. Sirro sonrió. De no estar en forma gaseosa, se habría relamido los labios.
El viento aminoraba y Sirro empezaba a sentir que su cuerpo ganaba peso, que descendía. Shondakul iba a dejarlo pronto, en una nueva tierra. Poco a poco fue descendiendo sobre una mansión, probablemente gobernada por alguien rico, sin duda un Mago Rojo. Sirro tendría que salir de allí pronto, pero no tenía dudas de que podría saltar los muros sin problema. Poco a poco descendió, acabando en un claro entre varios árboles frutales.
Sirro se enderezó, ajustándose la coleta. Sólo entonces se dio cuenta de que no estaba solo.
El joven, que lo observaba despavorido, tenía la cabeza rapada que indicaba un origen Thayno y una posición de alcurnia, aunque su piel era más oscura de lo usual. Sirro extendió los brazos, mostrando sus manos vacías y enarbolando su más encantadora sonrisa.
-Perdonad, perdonad que os asuste. Hoy es el bendito Cabalgavientos, y el Señor de los Caminos ha tenido a bien traerme a vuestros pies -dio un paso adelante. Ganarse la confianza de alguien no era muy distinto a seducirle: uno sólo tenía que seguir hablando, que ser amable, que mostrarse abierto. -¿Y
por qué creéis que me ha traído a vuestra puerta, jovencito? ¿Por qué pensáis que estoy
aquí? -Dejó una pausa corta, calculada por efecto dramático, pero no suficiente para instar al joven a hablar. Aún no. Sirro alzó las cejas con todo su encanto. -Pues bien, estoy convencido de que la Mano Amiga
quería que nos encontráramos. ¿Qué edad tenéis? ¿Veinte años? No cabe duda de que estáis en ese momento en que uno necesita cambiar de aires, el momento en que uno desea viajar, salir de donde vive, explorar nuevas tierras, buscar el horizonte…
La expresión del muchacho se estaba suavizando. Entonces Sirro lo sintió. La calidez. Un viento que removía sus cabellos, como la palmada en la espalda que te da un amigo cuando has dado en el clavo y ve que la muchacha acabará la noche en tu lecho.
¿Así que su cháchara tenía algo de verdad? ¿Así que este muchacho realmente estaba listo para recibirlo? El clérigo soltó una risotada inexplicable, como una explosión. Shondakul, viejo fullero, cómo te lo montas. Sirro había encontrado a su maestro de la misma manera, como una aparición repentina en Cabalvento. El dios ciertamente sabía quiénes estaban listos para recibir Su palabra. La expresión de Sirro se suavizó.
-Dime, muchacho, ¿cómo te llamas? ¿A dónde quieres ir?
-Earil – se presentó. Pronunció el nombre con una sonrisa inmensa, con un gozo desafiante brillando en sus ojos. Como si hubiera elegido el nombre allí mismo, y le gustara. -Y quiero ir a cualquier sitio. A cualquier parte que no sea esta.
Sirro rio de nuevo.
-¡Buena respuesta!
5. UN NOMBRE
Earil: ese era su nombre. El que había elegido, el que pronunciaba con una alegría que el resto de los clérigos no acababa de comprender.
Earil estaba en la cima de una montaña. Aquel era el nuevo Cabalvento, el día en que los acólitos que habían demostrado fe y aprendido las enseñanzas de Shondakul sería ungidos como nuevos sacerdotes. Si el dios consideraba sus fes firmes, serían llevados por los aires y dispersados por el mundo, nuevas semillas para cultivar Su palabra.
Amanecía. Los clérigos con sus acólitos, una veintena en total, rodeaban el montículo de piedras con estolas azuladas que servía de templo. La noche anterior habían intercambiado historias y bromas, vino y pan. Ahora estaban serios, muchos resacosos y listos para separarse.
Earil se rascó el cráneo. Llevando toda la vida calvo, encontraba la nueva longitud de su pelo bastante extraña… Pero también satisfactoria. Era una forma de rechazar a su madre y su pasado, como lo había sido arrancar de su libro de conjuros las páginas con hechizos de encantamiento.
Cada vez que pensaba en ello, sentía un cierto vértigo, un miedo entremezclado con la alegría. Lo había sentido cuando escuchó a Sirro hablar, y cuando quedaron en reencontrarse, y a lo largo de los días en que secretamente, cuando sabía que su madre y Xi’lin estaban entretenidas, había aprovechado para volver a hablar con el sacerdote de Shóndakul. Lo había sentido especialmente cuando, con cuatro libros y un colgante de su padre, había saltado el muro y se había reunido con Sirro. El colgante lo había tenido que robar. No se había atrevido a despedirse de Wydachan: de saber que quería irse, su padre habría intentado disuadirle y probablemente alertado a su madre.
Aquello era quizás lo único que echaría de menos. Lo único que lamentaba dejar atrás. Pero como decía el Tercer Salmo del Viento del Este, “El camino es dolor / el camino es alegría / dejas atrás el amor / para encontrar nueva vida”. Había sacrificios que hacer. De haberse quedado allí, se habría anclado, se habría rendido a su madre, habría aceptado ser infeliz, quedarse en nada. Estancarse.
Uno a uno los acólitos se separaban del círculo cuando se sentían listos mientras el resto cantaba distintos salmos en un coro que a duras penas se oían con el vendaval. Cuando los acólitos gritaban sus nuevos nombres y clamaban sus títulos, sin embargo, sus palabras sonaban prístinas en los oídos de todos los presentes. Cada nuevo clérigo elegía su propio título, la forma en que sentía que estaba sirviendo al dios.
-¡Ismer, Jinete de la Corriente! -gritó, sonriente, un muchacho mientras su cuerpo se transformaba en aire y se elevaba, perdiéndose entre los cielos. A Earil le pareció que le guiñaba el ojo antes de desvanecerse del todo. La noche anterior, achispados con el vino y los nervios, habían acabado retozando a ciegas. Quizás volverían a encontrarse, quizás no. El camino era, al fin y al cabo, imprevisible. Una fuente constante de nuevas experiencias por las que dar gracias a la Mano Amiga.
Otro acólito, esta vez una muchacha de tez tostada y manos callosas, avanzó al centro del grupo. Earil sentía nervios. Aquella iba a ser la primera vez que viajase sólo. ¿Y si Shondakul lo rechazaba? ¿Y si su fe no era lo bastante fuerte? O peor, ¿y si viajaba sólo, tomando el aire, sólo para decepcionar a su dios? ¡Por las botas de Shondakul, si ni siquiera sabía que título elegir! ¿Cuál era su talento, al fin y al cabo? Otros sabían vivir de la tierra, explorar, guiar caravanas o expediciones. Él, en cambio, sólo tenía talento para la magia.
La Urdimbre era fuente también de la magia divina. Earil lo sentía cada vez que pedía la ayuda de Shondakul: el dios empujando su voluntad hacia él, convirtiendo la voluntad del clérigo en una voluntad compartida, y esta en un hecho que se manifestaba en el mundo. Con el tiempo, había asombrado a Sirro mezclando las plegarias y los hechizos arcanos. Era como si entrelazara dos voces en un coro. Había seguido explorando aquella avenida demostrando nuevos usos de plegarias antiguas y sacando brillo a hechizos nuevos. En una ocasión, ¿no los había salvado usando un hechizo de grasa seguido de una invocación a Shondakul para que sus ojos echasen llamas?
Ese era su talento, y era un talento que Shóndakul apreciaba. Lo sintió como un estallido en el centro de su pecho, una revelación. La chica se había desvanecido con el título de Salvadora de las Gaviotas y Earil dio un paso adelante. No era sólo la tierra que había que explorar, ni siquiera la vida cuyos horizontes debían extenderse. Era también la magia. Su habilidad para mezclar hechizos era una forma más de extender las fronteras de lo conocido. Como los vientos y las ráfagas, individuales, se entrelazaban creando el clima y las corrientes de las que tanto dependía el mundo. Él podía unir distintos hilos de la Urdimbre, hilar vientos de continentes diferentes en una forma útil y novedosa.
Había llegado al altar, sentía que sus músculos se aligeraban, que dejaba de haber diferencia entre el aire de sus pulmones y los pulmones mismos, entre la lengua y el aliento. Estaba tomando forma gaseosa, alzándose en el aire. Sintió el vendaval que lo azotaba como lo que era: el abrazo de Shondakul. Y, mientras todavía podía hablar, gritó, presentándose con su título y su nombre:
-¡Earil, el Hilavientos!