Amy Liesel Jadie
Publicado: Mar Mar 17, 2009 1:32 am
Capítulo I: Destino incierto.
Era mediodía y el sol centelleaba desde lo más alto acompañando a vendedores y visitantes de la feria anual de Suzail. Había todo tipo de artículos expuestos y los olores a suciedad y sudor del gentío se mezclaban con el embriagador aroma de carne asada con especias y pan recién horneado.
A Amy le rugían las tripas, ese día solo había comido media manzana con un poco de cerveza aguada y el delicioso aroma de las viandas era un tormento para ella. Avanzaba a duras penas a base de codazos intentando no ser aplastada, pues tan solo tenía cinco años y al parecer, nadie reparaba en ella. Tanto mejor, se decía a si misma, nadie me verá y el botín será mayor. Si es así, tal vez Jonás me deje cenar algo de sopa con tropezones en la taberna. Solo de pensarlo se le hacía la boca agua así que intentó apurar un poco el paso mirando a los lados, buscando una buena presa.
A pesar de lo caluroso del día, Amy lucía una vieja gorra de lana de oveja que su tío le obligaba a llevar para tapar sus horribles orejas puntiagudas y la maraña de bucles rojos como el fuego que coronaban su cabeza. ¡Si te ven así -decía tío Jonás-, te llevarán a la cárcel! Y Amy asentía pues había oído en boca de los maleantes que se cruzaban en las tabernas de mala muerte que solían frecuentar, que en la cárcel se entraba vivo pero que se salía muerto o lo que es peor aun, tuerto, manco o algo así.
A veces también le preguntaba a tío Jonás el porque de esas orejas tan extrañas. ¡Es un castigo de los dioses! mascullaba él. ¿Pero por qué tío Jonás?, insistía Amy. ¡Cierra el pico! Y así terminaba la conversación. A pesar de su corta edad, Amy se había dado cuenta de que su tío se iba por la tangente cada vez que ésta le preguntaba por sus orejas y por sus padres que según él, la habían abandonado nada más nacer y que él, con tan buen corazón, la había acogido en su hogar para hacer de ella una excelente comerciante de chatarra o, explicado de otro modo, hacer de ella una ladronzuela de tres al cuarto.
En esas cosas y en un buen estofado iba pensando Amy cuando vio lo que estaba buscando. A no más de cinco metros vio un puesto de ricas telas bordadas y a su dueño, que por el tamaño de su panza y las exquisitas ropas que lucía, debía ser un hombre muy, muy rico.
El hombre se encontraba de pie delante del su puesto intentando vender dos rollos de una hermosa tela azul y ribeteada con hilos de plata a una damisela de dudosa reputación que se interesaba más en que se le viera por descuido un pecho que en los rollos de tela que el comerciante, desplegando todas sus armas de vendedor, le estaba ofreciendo.
Amy se ocultó detrás de un carro estacionado justo al lado tratando de encontrar lo que a ella realmente le interesaba. Al parecer, la bolsa con monedas que todos los comerciantes suelen llevar atada al cinto brillaba por su ausencia, así que la niña decidió arriesgar un poco y salió de su escondite haciendo como que paseaba por ahí, mirando sin ver nada los puestos colindantes. Al ser tan pequeña, en ese entorno era insignificante por lo que los viandantes no reparaban en ella y eso le daba bastante ventaja. Hizo como que se ataba la alpargata y al agacharse echó una mirada furtiva debajo de la mesa de las telas y se le aceleró el pulso al ver una pequeña caja de madera semiabierta de la que emanaba un débil destello dorado.
Con la rapidez de quien es ágil y liviano, Amy volvió a su escondite e intentó trazar un plan mentalmente. No parecía haber nadie más que se ocupara del puesto y justo detrás del mismo, había un pequeño arbusto que le podría dar cobijo si llegado el caso lo necesitara. No será difícil, se decía a si misma mientras casi sin pensarlo, se vio rodeando el puesto por detrás hasta llegar justo debajo de la mesa donde le aguardaba el preciado botín. Veía los pies de la gente al pasar y esperó un momento para ver que no había peligro alguno antes de volver a salir con la caja de monedas bajo la túnica.
Cuando por fin se decidió a salir, estaba exultante de alegría pues había alcanzado su objetivo y lo llevaba a un lugar seguro cuando de repente, una vocecita aguda gritó detrás de ella y todo a su alrededor se paró. La gente que pasaba por ahí la miraba perpleja y ella no sabía muy bien porque, hasta que vio horrorizada que un enorme guardia vestido de acero se abalanzaba sobre su pequeño cuerpo y la derribaba sin contemplaciones sobre los adoquines de la calle.
Entonces, todo se volvió oscuro.
Continuará...
Era mediodía y el sol centelleaba desde lo más alto acompañando a vendedores y visitantes de la feria anual de Suzail. Había todo tipo de artículos expuestos y los olores a suciedad y sudor del gentío se mezclaban con el embriagador aroma de carne asada con especias y pan recién horneado.
A Amy le rugían las tripas, ese día solo había comido media manzana con un poco de cerveza aguada y el delicioso aroma de las viandas era un tormento para ella. Avanzaba a duras penas a base de codazos intentando no ser aplastada, pues tan solo tenía cinco años y al parecer, nadie reparaba en ella. Tanto mejor, se decía a si misma, nadie me verá y el botín será mayor. Si es así, tal vez Jonás me deje cenar algo de sopa con tropezones en la taberna. Solo de pensarlo se le hacía la boca agua así que intentó apurar un poco el paso mirando a los lados, buscando una buena presa.
A pesar de lo caluroso del día, Amy lucía una vieja gorra de lana de oveja que su tío le obligaba a llevar para tapar sus horribles orejas puntiagudas y la maraña de bucles rojos como el fuego que coronaban su cabeza. ¡Si te ven así -decía tío Jonás-, te llevarán a la cárcel! Y Amy asentía pues había oído en boca de los maleantes que se cruzaban en las tabernas de mala muerte que solían frecuentar, que en la cárcel se entraba vivo pero que se salía muerto o lo que es peor aun, tuerto, manco o algo así.
A veces también le preguntaba a tío Jonás el porque de esas orejas tan extrañas. ¡Es un castigo de los dioses! mascullaba él. ¿Pero por qué tío Jonás?, insistía Amy. ¡Cierra el pico! Y así terminaba la conversación. A pesar de su corta edad, Amy se había dado cuenta de que su tío se iba por la tangente cada vez que ésta le preguntaba por sus orejas y por sus padres que según él, la habían abandonado nada más nacer y que él, con tan buen corazón, la había acogido en su hogar para hacer de ella una excelente comerciante de chatarra o, explicado de otro modo, hacer de ella una ladronzuela de tres al cuarto.
En esas cosas y en un buen estofado iba pensando Amy cuando vio lo que estaba buscando. A no más de cinco metros vio un puesto de ricas telas bordadas y a su dueño, que por el tamaño de su panza y las exquisitas ropas que lucía, debía ser un hombre muy, muy rico.
El hombre se encontraba de pie delante del su puesto intentando vender dos rollos de una hermosa tela azul y ribeteada con hilos de plata a una damisela de dudosa reputación que se interesaba más en que se le viera por descuido un pecho que en los rollos de tela que el comerciante, desplegando todas sus armas de vendedor, le estaba ofreciendo.
Amy se ocultó detrás de un carro estacionado justo al lado tratando de encontrar lo que a ella realmente le interesaba. Al parecer, la bolsa con monedas que todos los comerciantes suelen llevar atada al cinto brillaba por su ausencia, así que la niña decidió arriesgar un poco y salió de su escondite haciendo como que paseaba por ahí, mirando sin ver nada los puestos colindantes. Al ser tan pequeña, en ese entorno era insignificante por lo que los viandantes no reparaban en ella y eso le daba bastante ventaja. Hizo como que se ataba la alpargata y al agacharse echó una mirada furtiva debajo de la mesa de las telas y se le aceleró el pulso al ver una pequeña caja de madera semiabierta de la que emanaba un débil destello dorado.
Con la rapidez de quien es ágil y liviano, Amy volvió a su escondite e intentó trazar un plan mentalmente. No parecía haber nadie más que se ocupara del puesto y justo detrás del mismo, había un pequeño arbusto que le podría dar cobijo si llegado el caso lo necesitara. No será difícil, se decía a si misma mientras casi sin pensarlo, se vio rodeando el puesto por detrás hasta llegar justo debajo de la mesa donde le aguardaba el preciado botín. Veía los pies de la gente al pasar y esperó un momento para ver que no había peligro alguno antes de volver a salir con la caja de monedas bajo la túnica.
Cuando por fin se decidió a salir, estaba exultante de alegría pues había alcanzado su objetivo y lo llevaba a un lugar seguro cuando de repente, una vocecita aguda gritó detrás de ella y todo a su alrededor se paró. La gente que pasaba por ahí la miraba perpleja y ella no sabía muy bien porque, hasta que vio horrorizada que un enorme guardia vestido de acero se abalanzaba sobre su pequeño cuerpo y la derribaba sin contemplaciones sobre los adoquines de la calle.
Entonces, todo se volvió oscuro.
Continuará...