Hedia Xilo, vivencias y memorias.

Los trovadores de la región narran la historia de sus héroes. (Historias escritas por los jugadores)

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Hedia Xilo, vivencias y memorias.

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Capítulo 1

El claro de luna coincidía con la apertura del ventanal principal de la habitación de aquella posada, entrando a través de ella como si hubiera recibido la invitación acallada de una amante. El cabello de Hedia se extendía en un abanico dorado sobre la almohada. Un aullido lejano de algún cánido acompañaba el susurro ininteligible de las hojas, mecidas por el viento, en una danza ancestral que el bosque había estado practicando mucho, mucho tiempo. Más del tiempo que había tenido Hedia para observar el mundo. Mantenía los ojos fijos en un punto, sin siquiera mirarlo. Su mirada, de un azul eléctrico, parecía atravesar el techo. En su mente, un manantial en calma, cayó la rama de un almendro, y entre el oleaje comenzó a esbozarse la imagen de una niña mestiza. En la superficie, entre el reflejo de su juventud, había hasta ese momento estado Hedia flotando, hasta que, como una roca, comenzó a hundirse en las profundidades de su propia memoria. Entonces todo se tornó borroso, y en el centro de aquel marco obscuro, apareció de nuevo aquella niña. Sus ojos brillaban con la fuerza de un río bajo la luz lunar, y el resto de su cara, de un tono tostado, no parecía si no la orilla arenosa de aquel río, que inundaba todo aquello en lo que ella posaba la mirada. El cabello soleado caía en cascada sobre su espalda desnuda, mientras con las manos, pequeñas como las de una muñeca, ejecutaba unos gestos muy estudiados.


Tinareg la observaba desde la esquina de aquella misma habitación, tocando el arpa, pendiente en silencio de que su hermana no causara ningún daño material. Tiempo atrás su amor se había volcado en la pequeña, deshaciéndose en cuidados y muestras de cariño. Pero aquellos tiempos parecían ahora el mero espejismo de un oasis inexistente para la niña Hedia. Años atrás, sus ojos habían brillado de otro modo, con un refulgente haz de luz ámbar, y en aquellos tiempos dorados, tanto Tinareg como sus padres habrían cumplido las expectativas de la hija más exigente. Tinareg le hablaba de lo orgullosa que debía sentirse, le cantaba canciones sobre la pureza de la sangre solar, por encima de todas las otras razas. Aún recordaba los fragmentos de algunas de ellas, compuestas solo para entretenerla: “Nos, los Ar-Tel'Quessir, bajo los rayos de sol, somos los padres, la gracia de Zaor nos ilumina. Y en nuestro albor florece, a su lado, la hermosa Amlauril, pues ella incendia la superficie solar con su magia divina. La luna se arrodilla ante nosotros, perdida. Nos, como el sol, pretendemos aconsejarla, pero la luna brilla aún en la noche, y a tientas busca la salida hacia el día. (Apología a la raza plateada) Nos, como el sol, iluminamos también los bosques, y ellos dependen de nuestra luz, pues es luz sabia, hacedora de la vida, esencia, y con él, todos los animales que lo habitan, se arrodillan ante el sol. (Refiriéndose a la raza salvaje y del bosque). Nos, el sol, damos gracias a Cornellon y él nos agracia del mismo modo. Pues nos, como el sol, cantamos con el día al son de las aves, más nuestra voz canta por sobre la suya, pues nuestra altura es superior a la de cualquier ser bajo el cielo, y sentado sobre él, reina el sol, hijo de fuego. (Indicando la superioridad por sobre la raza avariel) Por sobre la tierra, somos pues, signo de pureza y bendición”. Hedia las cantaba aún sin saber qué significaban aquellas alusiones hechas con sumo cuidado. Su padre, Anelorierin, la miraba ahora con un gesto endurecido, la mandíbula prieta y un halo de consternación que, inminente, se abría paso sobre la niña en forma de carencia afectiva. Earebriewien, su madre, en cambio, dejaba entrever compasión, aunque se veía velada por una cantidad razonable de vergüenza.






En todos los componentes del núcleo familiar aún se recordaba el accidente que Hedia había protagonizado tiempo atrás (en la época de los ojos dorados). Legevrier, su abuelo, un mago de fama, y amigo de Amlauril, había notado que la urdimbre se movía de un modo extraño entorno a su nieta. Con una amplia sonrisa, había anunciado que iba a hacerla su pupila, e instruirla en el arte la magia. Hedia quería a su abuelo de un modo absoluto. Al convertirse en su maestro, llegó a procesarle la admiración propia de un dios. El abuelo de Hedia tenía sus ojos, y un gran atractivo. Había conseguido seducir a la madre de Earebriewien a pesar de ser plateado, pues su manejo de la urdimbre y sus buenas formas eran francamente envidiables. La familia de la muchacha se había opuesto de un modo tenaz, encerrándola en un intento vano de hacerla recapacitar. Pero finalmente se fugó con el apuesto lunar, lo que causó una grave conmoción en su familia, que se vio solo suavizada cuando Earebriewien nació en forma de una perfecta elfa solar de rasgos tradicionales y una belleza arrebatadora, mas no bastó para acallar los rumores en Siempre Unidos. Solo los años pudieron emborronarlos y desterrarlos gradualmente al olvido. Tiempo después, Earebriewien hizo lo que todos a excepción de su padre encontraban correcto: casarse con un elfo solar de sangre impoluta. Gracias a la apariencia pura de la joven, y a su hermosura, Anelorierin accedió a desposarla, posición cuestionada y criticada en su familia. El joven matrimonio tenía la esperanza de concebir hijos puros, y al nacer Tinareg encontraron la oportunidad de limpiar el nombre de la familia. Después engendraron a Hedia. Y la naturaleza decidió que debía heredar los ojos de su abuelo. Legevrier procedía en invierno a enseñarle a Hedia trucos sencillos. La pequeña se desenvolvía bien. Hasta que llegó el fatídico día.




El sol hacía brillar la palidez de Legevrier, en la serenidad eterna de su sonrisa se podía vislumbrar una bondad exacerbada, una paz que parecía calmar la inquietud de la pequeña, acunándola en la quietud de su longevidad y sabiduría. Pretendía enseñarle a encantar una gema. La pequeña agitaba los brazos con un gran tesón y apuntaba a la piedra que tenía varios pies más adelante. No obstante, algo no salió bien. Al lanzar el encantamiento, flor de Mystra en mano, sintió un cosquilleo trepar por la garganta. El estornudo fue sonoro y disparatado. Y el encantamiento falló. De las manos de la pequeña escaparon rayos de luz y fuego propios de un pirotécnico loco, el cuerpo de Hedia chocó contra el tronco del jardín, impulsado por la fuerza del conjuro. Su cabeza quedó apoyada sobre el hombro. Pasó un rato antes de que pudiera abrir los ojos de nuevo. Frente a ella, Tinareg permanecía en pie, su cuerpo desprendía hostilidad y asombro. A sus pies yacía el cadáver de Legevrier, cuyo pecho había sido atravesado. Las comisuras de la herida se presentaban carbonizadas, y parecían construir una hermosa flor lúgubre. Legevrier había caído muerto, los ojos, antes azules, parecían ahora papel de cebolla arrugado. Y la tez pálida había perdido su esplendor. Y todo se volvió negro de nuevo. Hedia volvía a tener 195 años, aunque su cuerpo, menudo y delgado, pareciera reproducir una etapa pre púber. Y descansaba sobre la cama. Una lágrima escapó mejilla abajo, y crispó el rostro de terciopelo liso. Apretó los labios ligeramente. Una parte de su alma se sobresaltaba al recordar la muerte de su abuelo. Con valentía, e inconsciencia, sus ojos se cerraron de nuevo.





Corría el año 1300 CV. Una Hedia joven y hermosa de ojos de mar miraba con fiereza el cadáver del animal que acababa de matar. El cuerpo del perro había sido destrozado, en él se apreciaba en ensañamiento que la maga había impreso en su piel. Cada acto que llevaba a cabo tenía la misma firma furiosa. Legevrier había bailado en su memoria todos aquellos años, mirándola con bondad y amor, pesando sobre su espalda como una carga imposible. A veces, bajo el cielo estrellado, Hedia se miraba las manos, y aunque éstas estaban limpias, veía a través de ellas, sabiéndolas manchadas de sangre. Ya por entonces se había percatado de que sería incapaz de limpiarlas jamás. El desprecio de sus progenitores había ido en aumento, sus vecinos la miraban de reojo al pasar. Hedia empezaba a convertirse en una elfa renegada. Empezó a sentir odio por todo a su alrededor, y ese tormento había teñido y deformado también los hechos que asolaban su niñez. Ahora Negevrier se teñía de un halo mezquino y zafio. “Aquel lunar impuro, que ha manchado mi porvenir- así lo recordaba- fue asesinado en el momento apropiado, aunque por el bien de la raza, tal vez debiera haber muerto antes”. Se miraba en la superficie de los ríos, del mar, y aunque Negevrier asomaba a través de ellos, inclinándose por la orilla de sus ojos, como acariciando su rostro con cariño, desde el sosiego, jamás cambió de nuevo esa versión. Se limitaba a darle la espalda, ignorarlo. Y ese fervor que sentía por la raza fue en aumento con el paso del tiempo, convirtiéndola en un ejemplar cruel y tenaz, disfrutando del dolor ajeno en las otras razas, a las cuales estudiaba como formas de vida inferiores, miserables. Entonces vestía capucha, escondiendo tras la tela su rasgo más vergonzoso. Disfrutaba matando, aprendiendo del dolor, y a su vez, o así lo entendía ella, haciendo aprender, utilizando su propio sufrimiento como medio de expresión. Jamás se cuestionó el modo en que había manipulado su propio resentimiento para reconstruir los hechos y justificarse haciendo así la carga más llevadera. Una parte de su ser atribuía esa actitud a una cobardía impotente y absurda, desde la represión. Y no servía si no para alimentar el fuego de la furia que nacía en su interior.
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