Historia de Ylvatia y Ârstan
Publicado: Jue Oct 20, 2011 4:09 pm
1.YLVATIA
El mercado estaba abarrotado, como el primer día de cada mes. El olor a especias se fundía con el olor a las flores y poco más allá el del pescado fresco, pero había otro olor, un olor menos agradable, el olor que desprende la multitud mientras camina casi a empujones por la plaza del mercado en pleno estío. No era agradable, no, pero ¿acaso ella olía mucho mejor? Seguramente no. Y tampoco es que pudiera permitirse pagar grandes lujos. Sabía que su vida entera consistiría, precisamente, en sobrevivir, tal y como había hecho los últimos años.
“Toma lo que esté a tu alcance y no te preocupes de a quién perteneciera. Una vez en tu mano, es tuyo” se decía mientras con una diminuta daga, haciendo gala de unas manos hábiles, cortaba la bolsa del oro de un caballero distraído mirando el trasero de una dama o de alguna señora pudiente descuidada que curioseaba alguno de los puestos.
“Es sólo una cuestión de equilibrio, unos tienen la bolsa demasiado llena y hay que aligerarla para beneficio de los que la tienen vacía” y metía la mano en el bolsillo de los incautos que se entretenían con los espectáculos malabares, junto a la fuente.
Por otro lado, como todo ser racional, tenía sus debilidades y una de ellas era la buena comida. ¿Comer a base de palomas y ratas? Ni hablar. Cuando era niña (más niña aún de lo que aún era) sus padres le habían enseñado la importancia de comer como es debido, así que se arriesgaba de tanto en tanto a robar en los tenderetes o establecimientos de venta de alimentos, así como en alguna taberna. Antes restos de un buen guiso de cordero con verduras frescas que carne podrida de dudosa procedencia.
Y así, entre pequeños hurtos, iban pasando los días, dekhanas, meses… años.
El número de golfillos iba en aumento y el gobernante de la ciudad comenzó a tomar medidas más serias. Cada vez había más guardias, además no se conformaban con clavarte la oreja en el portón central de la plaza principal durante tres días, durante los cuales el populacho te arrojaba lo que quisiera o te insultaba y si no aguantabas estoicamente y te escapabas desgarrándote la oreja, quedabas marcado como persona indigna de confianza de por vida. Ahora te cortaban las manos, un remedio más eficaz para evitar el latrocinio.
Una pequeña voz en su interior comenzó a hacerse oír cada vez con más insistencia. “No puedes seguir así, esto no te va a llevar a ninguna parte, ¿de verdad quieres seguir así toda tu vida? Si sigues así no vivirás mucho. ¡Despierta! ¡Despierta de una vez!”.
Así fue como decidió enfrentarse a su destino, gracias a aquella pequeña voz que escuchaba cada noche, hasta aquella noche.
Se despertó. La luz plateada de la luna entraba por la ventana y los huecos que había entre las maderas viejas de “El refugio”, el lugar en el que dormían varios pilluelos que, como ella, no tenían donde ir. Ella evitaba ese lugar para no acabar siendo una especie de propiedad de Jek el grande (o el gordo, como lo llamaba ella), un muchacho unos años mayor que los demás, un tirano aprovechado. Pero ese invierno estaba siendo especialmente frío.
Había soñado otra vez con su vocecita, pero ahora estaba despierta y seguía escuchándola, pero el mensaje esta vez era diferente.
“¡No! ¡por favor! ¡no! No me arranques las alas” eran gritos de terror y sabía que provenían de la habitación de Jek. Con curiosidad y con todo el sigilo del que fue capaz, se aproximó a la puerta, que consistía en una manta raída colgando de unos ganchos, se asomó y vio al grandullón de espaldas a ella, rebuscando entre sus herramientas, con las que hacía daño a aquellos que no le obedecían. En una mesa cercana a él, había un diminuto ser humanoide dentro de un recipiente de cristal, moviéndose desesperadamente, golpeando las paredes transparentes y a cada movimiento, diminutos destellos se desprendían de unas delicadas alas que crecían a su espalda.
No tenía tiempo de pensar. Iban a hacerle daño y no podía consentirlo, así que cogió su daga y se acercó a Jek, aprovechando que estaba de rodillas rebuscando en los cajones, de espaldas a ella. Su daga se deslizó por el cuello y el rojo hizo acto de presencia. Acto seguido liberó a aquella criatura y cogió la caja de monedas de debajo del camastro. Era hora de comenzar una nueva vida lejos de aquel horrible lugar. Podía aspirar a algo más.
Iría a Candelero donde se encontraba uno de los grandes centros del saber. Allí podría estudiar, aprender cosas que la apartaran de una vida miserable.
Continuará...
El mercado estaba abarrotado, como el primer día de cada mes. El olor a especias se fundía con el olor a las flores y poco más allá el del pescado fresco, pero había otro olor, un olor menos agradable, el olor que desprende la multitud mientras camina casi a empujones por la plaza del mercado en pleno estío. No era agradable, no, pero ¿acaso ella olía mucho mejor? Seguramente no. Y tampoco es que pudiera permitirse pagar grandes lujos. Sabía que su vida entera consistiría, precisamente, en sobrevivir, tal y como había hecho los últimos años.
“Toma lo que esté a tu alcance y no te preocupes de a quién perteneciera. Una vez en tu mano, es tuyo” se decía mientras con una diminuta daga, haciendo gala de unas manos hábiles, cortaba la bolsa del oro de un caballero distraído mirando el trasero de una dama o de alguna señora pudiente descuidada que curioseaba alguno de los puestos.
“Es sólo una cuestión de equilibrio, unos tienen la bolsa demasiado llena y hay que aligerarla para beneficio de los que la tienen vacía” y metía la mano en el bolsillo de los incautos que se entretenían con los espectáculos malabares, junto a la fuente.
Por otro lado, como todo ser racional, tenía sus debilidades y una de ellas era la buena comida. ¿Comer a base de palomas y ratas? Ni hablar. Cuando era niña (más niña aún de lo que aún era) sus padres le habían enseñado la importancia de comer como es debido, así que se arriesgaba de tanto en tanto a robar en los tenderetes o establecimientos de venta de alimentos, así como en alguna taberna. Antes restos de un buen guiso de cordero con verduras frescas que carne podrida de dudosa procedencia.
Y así, entre pequeños hurtos, iban pasando los días, dekhanas, meses… años.
El número de golfillos iba en aumento y el gobernante de la ciudad comenzó a tomar medidas más serias. Cada vez había más guardias, además no se conformaban con clavarte la oreja en el portón central de la plaza principal durante tres días, durante los cuales el populacho te arrojaba lo que quisiera o te insultaba y si no aguantabas estoicamente y te escapabas desgarrándote la oreja, quedabas marcado como persona indigna de confianza de por vida. Ahora te cortaban las manos, un remedio más eficaz para evitar el latrocinio.
Una pequeña voz en su interior comenzó a hacerse oír cada vez con más insistencia. “No puedes seguir así, esto no te va a llevar a ninguna parte, ¿de verdad quieres seguir así toda tu vida? Si sigues así no vivirás mucho. ¡Despierta! ¡Despierta de una vez!”.
Así fue como decidió enfrentarse a su destino, gracias a aquella pequeña voz que escuchaba cada noche, hasta aquella noche.
Se despertó. La luz plateada de la luna entraba por la ventana y los huecos que había entre las maderas viejas de “El refugio”, el lugar en el que dormían varios pilluelos que, como ella, no tenían donde ir. Ella evitaba ese lugar para no acabar siendo una especie de propiedad de Jek el grande (o el gordo, como lo llamaba ella), un muchacho unos años mayor que los demás, un tirano aprovechado. Pero ese invierno estaba siendo especialmente frío.
Había soñado otra vez con su vocecita, pero ahora estaba despierta y seguía escuchándola, pero el mensaje esta vez era diferente.
“¡No! ¡por favor! ¡no! No me arranques las alas” eran gritos de terror y sabía que provenían de la habitación de Jek. Con curiosidad y con todo el sigilo del que fue capaz, se aproximó a la puerta, que consistía en una manta raída colgando de unos ganchos, se asomó y vio al grandullón de espaldas a ella, rebuscando entre sus herramientas, con las que hacía daño a aquellos que no le obedecían. En una mesa cercana a él, había un diminuto ser humanoide dentro de un recipiente de cristal, moviéndose desesperadamente, golpeando las paredes transparentes y a cada movimiento, diminutos destellos se desprendían de unas delicadas alas que crecían a su espalda.
No tenía tiempo de pensar. Iban a hacerle daño y no podía consentirlo, así que cogió su daga y se acercó a Jek, aprovechando que estaba de rodillas rebuscando en los cajones, de espaldas a ella. Su daga se deslizó por el cuello y el rojo hizo acto de presencia. Acto seguido liberó a aquella criatura y cogió la caja de monedas de debajo del camastro. Era hora de comenzar una nueva vida lejos de aquel horrible lugar. Podía aspirar a algo más.
Iría a Candelero donde se encontraba uno de los grandes centros del saber. Allí podría estudiar, aprender cosas que la apartaran de una vida miserable.
Continuará...