El cuervo me despertará.
La luz de la mañana descubrió la sangre que manchaba la nieve en las estribaciones de las Montañas de Hielo.
Sangre de las familias que, unos treinta años antes, siguieron a su líder hasta ese hermoso lugar tan llenos de sueños y esperanzas como tantos otros colonos de la Marca Argéntea. Y sangre de los orcos de las montañas, que siguiendo a Logar Mediaoreja, entregaron su vida para mayor gloria de Ilneval, el Hacedor de Guerras.
Los cuervos llegaron con la luz del sol y se lanzaron voraces al banquete que la batalla les había preparado. Hombres, mujeres, niños o ancianos. Humanos, elfos u orcos. Toda carne es preciada para el hambre de un carroñero.
Un dolor sordo despertó a Selar. Su primer pensamiento fue el enorme peso que oprimía su cuerpo. Con fuerza logró echarlo a un lado y descubrió al cuervo que se acercaba a sus ojos con avidez. De un manotazo lo espantó y su corazón se rompió al mirar a su alrededor.
Nada quedaba ya de la paz y armonía de Pico del Este. El fuego destruyó las cabañas de madera que con tanto amor habían construido. Los orcos habían asesinado a todos y aquellos que no murieron en batalla, estaban clavados a los árboles donde Selar jugó de niño con sus amigos. Mirando su tierra arrasada, recordó como esa misma noche había entretenido a sus vecinos en la taberna del Dragón Negro con su último poema, ante la mirada divertida de Corwin, su padre.
Pero esa noche llegaron los orcos y la guerra sustituyó a la música, como tantas otras veces los gritos de los moribundos silenciaron las palabras de los bardos. Corwin fue maestro de armas en las Tierras de los Valles en su juventud y los granjeros estaban preparados para el combate. Los orcos caían segados por las hachas y las espadas de humanos y elfos, pero otros ocupaban su lugar, trepando sobre el muro de cadáveres que las cimitarras de Corwin construían a su alrededor. Selar estaba a su lado, armado con una espada corta, lamentando no haber prestado más atención a su padre cuando insistía en las lecciones de esgrima.
Poco a poco, los granjeros fueron perdiendo terreno bajo la presión de la horda. La entrada del Dragón Negro fue el lugar elegido por Corwin para preparar una última defensa con la esperanza de que las mujeres y los niños pudieran escapar a tiempo. Pero fue inútil. Selar recordó como un enorme semiorco, armado con un hacha doble, se enfrentó a su padre y aprovechando su enorme fuerza, apartó las cimitarras como si fueran de madera, para decapitarle de un único golpe mortal. Recordó también la sonrisa del asesino de su padre, mientras la sangre, su propia sangre, le bañaba el rostro brutal dándole el aspecto de un dios de la matanza.
Luego, la oscuridad.
El joven miró al suelo y vió el cadáver decapitado de su padre. La cabeza yacía abandonada a dos o tres metros de distancia. Las lágrimas acudieron a sus ojos, para ayudarle a no ver como su vida entera había desaparecido, sacrificada a la voracidad del dios de los orcos.
Estaba solo.
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Próspero guió a la caravana hacia Pico del Este. Solía parar allí a comprar pieles en su camino a Nevesmortas, pues los buscadores de oro siempre estaban necesitados de mercaderías con las que demostrar su suerte. El mercader estaba contento, Tymora se sonreía y Shondákul velaba por él en los caminos. De improviso detuvo su montura y sus guardias montados hiceron lo mismo a su espalda. El humo y los cuervos le indicaban que algo terrible había pasado en la pequeña aldea de granjeros.
-"Maldita sea Corwin... te avisé hace más de veinte años...".- maldijo en voz baja mientras espoleaba a su caballo y cargaba una flecha explosiva en su gastada ballesta.
Acompañado de dos exploradores, el líder de la caravana, entró en la aldea arrasada por los orcos. Nada había quedado de los amables granjeros que tan bien le recibían en busca de rumores o de los artículos que ellos mismos no eran capaces de fabricar. Solo una figura sucia y llena de sangre vagaba dando tumbos entre los cadáveres, en busca de algo que ni él mismo era capaz de afirmar.
-"¡Muchacho... eh tu muchacho, suelta esa espada o tendré que disparar!".- gritó Próspero rompiendo el crepitar de los rescoldos y los graznidos de los cuervos.
Selar levantó la cabeza al escuchar el idioma común. La espada resbaló de sus manos, aunque no por su voluntad y cayó de rodillas golpeado por el cansancio.
-"¡Selar!... por Tymora hijo ¿que demonios ha pasado aqui?".- preguntó el mercader al reconocer al hijo de su amigo. Olvidando toda precaución, sabedor de que sus hombres estarían vigilando su espalda, Próspero bajó del caballo para coger en brazos al muchacho. Llegó a tiempo para ver como perdía de nuevo el conocimiento.
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Dos días más tarde, Selar despertó. Próspero había velado su descanso desde que le recogió, vendando sus heridas, limpiando su cuerpo y alimentándole a base de líquidos mientras la caravana avanzaba. No tenía sentido permanecer cerca de una horda orca, le dijo, aunque los cuerpos de sus vecinos y amigos fueron enterrados según los ritos de Kélemvor. Su padre yacía en un pequeño túmulo a las orillas del lago que tanto quiso. El mismo lago en el que Próspero y él intercambiaban historias de batallas pasadas, al calor de un buen vino de Sembia.
El mundo de Selar había desaparecido, mas los orcos no serían capaces de quebrar su espíritu, tal y como se quebraron las espadas de su padre. Se haría fuerte y capaz en la guerra. No volvería a ver morir a sus seres queridos sin plantar cara a la muerte. Nunca más.
Su padre había muerto, y el único sentimiento que habitaba el vacío de su alma era el arrepentimiento. Por no haber pasado más tiempo con él. Por haber partido a Argluna en contra de su criterio a aprender el oficio de bardo. Por no haber seguido su camino y entregado su cuerpo y mente al arte de la espada. Solo arrepentimiento y dolor. Mucho dolor.
Esa misma noche, una vez Próspero le dejó a solas con su dolor, Selar escribió:
El cuervo me despertará,
señalando el nuevo día,
donde la muerte vive a mi lado
y el sol me muestra la sangría.
Mi alma, negra y cubierta de hielo,
servirá de pasto a la venganza,
mas en el calor de un amigo
puede hallar el hombre la esperanza.
He puesto un pie en el camino, el camino de la espada.
Selar.- "El cuervo me despertará..."
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