Misteriosos sucesos en la cueva de Úgrezh
Publicado: Jue Nov 29, 2012 8:20 pm
Raenor salió aquella tarde de Nevesmortas con una intención clara: recoger unos hongos moteados de la cercana cueva de los orcos de Úgrezh. Era una peligrosa tarea, pero con esos hongos quería aprender a hacer pociones de protección contra los elementos. El riesgo merecía la pena para el clérigo.
Se aproximó a la cueva sin dificultades hasta que los huargos comenzaron a aullar: le habían olido, y pronto los orcos estarían sobre su pista. Se enfrentó a los feroces cuadrúpedos amparado en sus protecciones mágicas y en su arma encantada, y no fueron rival para él. A pesar de la vitalidad de esos seres, y de su habilidad para atacar en jauría, sus colmillos no pudieron penetrar la durísima piel de piedra de Raenor. Helmo jugaba a su favor, y el sacerdote aprovechaba sus dones.
Pronto se plantó ante los dos centinelas, que andaban atentos por los ruidos. La velocidad del yelmita fue suficiente para abatirlos sin que dieran la alarma. Rápido y eficaz, la ardiente maza les golpeó una y otra vez, y ellos apenas pudieron blandir sus hachas contra él.
Finalmente, la cueva. Los aullidos de los lobos habían preocupado a los orcos y habían redoblado la guardia. Aunque al principio sólo pudo ver a dos de ellos, en cuanto le vieron aparecer empezaron a llegar más y más de aquellas viles criaturas similares a los cerdos. A mitad de la escalera se vio entre dos frentes: los que llegaban de dentro de la cueva y los refuerzos del campamento exterior. El momento fue apurado, y el clérigo echó mano de sus recursos. Pronunció la Palabra de la Fé y sus enemigos quedaron momentáneamente desconcertados, y él aprovechó la ocasión para deslizarse entre ellos y entrar en la cueva. Dentro, antes de que acudieran sus enemigos, un nuevo conjuro le ocultó de todas las miradas. Santuario Mayor era el conjuro favorito de Raenor. Los orcos se pusieron a buscarlo, pero nada fue suficiente. Varios chamanes emplearon conjuros que mejorarían sus sentidos, pero ni aún así. El yelmita fue recogiendo los hongos mientras los orcos recorrían una y otra vez las galerías de la cueva. Algo preocupado por la gran cantidad de orcos que estaba viendo, Raenor registró las cosas de los orcos en busca de algo que pudiera llamar su atención. La verdad es que, aparte de algunas monedas de oro y pergaminos, no halló nada.
En la última estancia cometió el gravísimo error que costó varias vidas. Decidió encararse a los dos únicos orcos que estaban en ella, confiando en abatirlos con velocidad y luego interrogarlos para averiguar la razón de tantos orcos, incluso algunos mucho mejor armados que los habituales. Se plantó ante ellos y se hizo visible mientras desencadenaba una terrible lluvia de golpes contra ellos. Pero aunque uno cayó enseguida, el otro tuvo tiempo de dar la alarma. Pronto comenzaron a entrar varias decenas de guerreros con sed de sangre para defender su hogar. Raenor Ojalaya se vio perdido y recurrió a su último recurso: la Palabra de Regreso. Ante las chatas narices de sus oponentes, el yelmita desapareció para volver a aparecer al instante junto a la empalizada sur de Nevesmortas.
Con la satisfacción del objetivo cumplido Raenor enfundó sus armas y comenzó a quitarse la armadura para descansar antes de entrar en la villa. Lo que pasó entonces sorprendió al sacerdote: un grupo de orcos apareció de repente en sus narices. Apenas tuvo tiempo de dar un salto para esquivar el hacha que cayó sobre él, dando un tajo longitudinal en su brazo izquierdo. La herida no era grave y el peligro era letal. Raenor salió corriendo hacia la puerta, donde de inmediato los guardias vieron la situación y plantaron cara a los orcos. El clérigo, agotado, no participó, confiando en las posibilidades de los soldados. Al cabo de unos minutos, y con cara de pocos amigos, los guardias regresaron.
- Ha habido cuatro muertos -comentó uno mientras se limpiaba de sangre-. Granjeros que iban a vender sus productos a la mañana siguiente y que habían llegado de noche. Estaban acampados y esos malditos orcos les han degollado. Hay un montón de bueyes y vacas muertos.
Raenor les miró compungido.
- Creo que esto ha sido responsabilidad mía. Mañana iré a hablar con el capitán Mánnock. Por favor, avísenle de que iré.
Se aproximó a la cueva sin dificultades hasta que los huargos comenzaron a aullar: le habían olido, y pronto los orcos estarían sobre su pista. Se enfrentó a los feroces cuadrúpedos amparado en sus protecciones mágicas y en su arma encantada, y no fueron rival para él. A pesar de la vitalidad de esos seres, y de su habilidad para atacar en jauría, sus colmillos no pudieron penetrar la durísima piel de piedra de Raenor. Helmo jugaba a su favor, y el sacerdote aprovechaba sus dones.
Pronto se plantó ante los dos centinelas, que andaban atentos por los ruidos. La velocidad del yelmita fue suficiente para abatirlos sin que dieran la alarma. Rápido y eficaz, la ardiente maza les golpeó una y otra vez, y ellos apenas pudieron blandir sus hachas contra él.
Finalmente, la cueva. Los aullidos de los lobos habían preocupado a los orcos y habían redoblado la guardia. Aunque al principio sólo pudo ver a dos de ellos, en cuanto le vieron aparecer empezaron a llegar más y más de aquellas viles criaturas similares a los cerdos. A mitad de la escalera se vio entre dos frentes: los que llegaban de dentro de la cueva y los refuerzos del campamento exterior. El momento fue apurado, y el clérigo echó mano de sus recursos. Pronunció la Palabra de la Fé y sus enemigos quedaron momentáneamente desconcertados, y él aprovechó la ocasión para deslizarse entre ellos y entrar en la cueva. Dentro, antes de que acudieran sus enemigos, un nuevo conjuro le ocultó de todas las miradas. Santuario Mayor era el conjuro favorito de Raenor. Los orcos se pusieron a buscarlo, pero nada fue suficiente. Varios chamanes emplearon conjuros que mejorarían sus sentidos, pero ni aún así. El yelmita fue recogiendo los hongos mientras los orcos recorrían una y otra vez las galerías de la cueva. Algo preocupado por la gran cantidad de orcos que estaba viendo, Raenor registró las cosas de los orcos en busca de algo que pudiera llamar su atención. La verdad es que, aparte de algunas monedas de oro y pergaminos, no halló nada.
En la última estancia cometió el gravísimo error que costó varias vidas. Decidió encararse a los dos únicos orcos que estaban en ella, confiando en abatirlos con velocidad y luego interrogarlos para averiguar la razón de tantos orcos, incluso algunos mucho mejor armados que los habituales. Se plantó ante ellos y se hizo visible mientras desencadenaba una terrible lluvia de golpes contra ellos. Pero aunque uno cayó enseguida, el otro tuvo tiempo de dar la alarma. Pronto comenzaron a entrar varias decenas de guerreros con sed de sangre para defender su hogar. Raenor Ojalaya se vio perdido y recurrió a su último recurso: la Palabra de Regreso. Ante las chatas narices de sus oponentes, el yelmita desapareció para volver a aparecer al instante junto a la empalizada sur de Nevesmortas.
Con la satisfacción del objetivo cumplido Raenor enfundó sus armas y comenzó a quitarse la armadura para descansar antes de entrar en la villa. Lo que pasó entonces sorprendió al sacerdote: un grupo de orcos apareció de repente en sus narices. Apenas tuvo tiempo de dar un salto para esquivar el hacha que cayó sobre él, dando un tajo longitudinal en su brazo izquierdo. La herida no era grave y el peligro era letal. Raenor salió corriendo hacia la puerta, donde de inmediato los guardias vieron la situación y plantaron cara a los orcos. El clérigo, agotado, no participó, confiando en las posibilidades de los soldados. Al cabo de unos minutos, y con cara de pocos amigos, los guardias regresaron.
- Ha habido cuatro muertos -comentó uno mientras se limpiaba de sangre-. Granjeros que iban a vender sus productos a la mañana siguiente y que habían llegado de noche. Estaban acampados y esos malditos orcos les han degollado. Hay un montón de bueyes y vacas muertos.
Raenor les miró compungido.
- Creo que esto ha sido responsabilidad mía. Mañana iré a hablar con el capitán Mánnock. Por favor, avísenle de que iré.