Días interminables, noches de espera y vos y yo y la nada…
Quizás la vorágine del tiempo y los ocasos sean los culpables, quizás tan sólo nos lleve el viento a la deriva. Más en las horas eternas de mi muerte lenta te recuerdo…
El viaje ha sido largo, la lluvia no cesa y la mañana trae consigo nuevos vientos, más no reconozco las voces en el cieno, libo tu esencia en los atardeceres lejanos de la calma en la que me he recluido hasta la vuelta, más aún no comprendo bien cómo es que te siento cerca si jamás te tuve tan lejos.
Han pasado dos inviernos y cada mañana al despertar te siento.
La cuidad nueva en que me encuentro es apenas un despojo de lo nuestro y a veces en ella creo verlos, rostros amados, gestos viejos y reminiscencias de otros tiempos en los que la dama era eternamente amada por los inciertos.
Aquí la paz es tensa, cientos de bestias azotan a diario las calles desiertas en las que las gentes apenas asoman sus narices por el miedo. Me necesitan, se lamentan y me tientan y entonces vuelvo a ser la de siempre, la de antes, la eterna…
Ayer por la mañana la desolación dio paso a la tragedia, una niña se había perdido y hasta mi llegaban de su madre los rezos.
Tomé entonces mi armadura reluciente, calcé mis pies cansados dentro de mis botas viejas y casi sin pensarlo caminé por el sendero con la sola compañía de mi sombra y tu conciencia.
La mano aferrada al mangual de mi estoque, el escudo cubriéndome el pecho y mi voz inundando los silencios. Meses hacía que no emergían las notas de mis labios y sin embargo como gotas de rocío brotaron por sobre las azaleas del lugar casi desierto.
Delante de mí la nada, el vacío y un efímero lamento que me guiaba más allá de los abetos.
A paso firme avancé lento, un oscuro hueco se mostraba inquietantemente perdido por la espesa maleza de un gemido.
Entonces mis manos fueron las de antes, sentí la fuerza de generaciones enteras en mi piel y como si desde siempre hubiesen estado allí atragantadas buscando la salida salieron de mi boca las palabras de mi mente, la magia inundó el aire y mi canto se hizo hielo, como si cubriese el bosque por completo.
Allí mismo ante mí, como un viejo sauce erecto le vi, enorme y orgulloso, hermoso y pavoroso. Tenía la piel entre morada y negro, sus ojos de odio llenos y su aliento como fuego eterno.
Bajo su ala la pequeña figura cobijaba y con sus garras mi armadura desgarraba más la dama no cedió, extraña danza de mi cuerpo y de pronto su efímero lamento.
El aroma de la tarde ensangrentada cubría todo el suelo…No supe bien como pasó más mi alma con la suya se fundía y en el rito de la muerte lo vencía. El metal inmaculado de mi estoque yacía dentro de su cuerpo en un enroque y arrancaba de un tirón con picardía la maldita vida en armonía de ese ser peligrosamente muerto.
La caída de su estirpe en el estruendo, despertó cientos de bestias que dormían y una a una mil espadas del letargo revivieron de una vez en un segundo. Cada hombre y mujer que escondidos, horas antes detrás de su ventana veían lo sucedido, tomaron de mi sangre el coraje y la valentía de mis antepasados como un mítico brebaje.
Fue así que su ejercito invencible cayó bajo las armas de lo imprevisible, dejando de una vez y para siempre al pueblo en una dicha persistente.
Cada uno tomó parte de la Gloria, de ese grupo de soldados sin misericordia, que desde entonces tienen en la historia su lugar como campeones de la memoria.
Supe entonces que aún mi voz resuena eterna y que la lucha no es solo una sentencia, que el amor que mi alma lleva a cuestas gana al dolor y duplica las apuestas, y que si mi vida y mi gente me recuerdan, seré yo la que plante las banderas de las inmortales victorias que en mis tierras se sucedan.
La mañana me sorprendió dormida, soñándote como desde siempre, creyéndote aún mío y sabiendo que no existe otro camino más que buscarte entre los ríos, entre el alma y el corazón de los míos.
Tomé de mi arcón las pertenencias que traje conmigo y mis ausencias.
Al salir a la vera del camino, cientos y miles de voces escuchaba, y como si siempre hubiese sabido mi destino, caminé tras tus pasos de regreso entre las gentes ahogadas en un rezo, que juraban de mi voz recordarían, los acordes que la vida salvarían y jamás el sabor de las derrotas, las sus vidas de negro teñirían.
Y él, adormecido en su propio infierno
como el cielo anaranjado del ocaso,
sueña conmigo soñando en su regazo
mientras llora sus lágrimas de invierno
"Y él, adormecido en su propio infierno
como el cielo anaranjado del ocaso,
sueña conmigo soñando en su regazo
mientras llora sus lágrimas de invierno"
"La temperatura descendió cuando el gélido viento levantó las hojas marchitas del suelo en esa tarde helada.
Mientras todo empezaba a morir su nacimiento comenzaba, las ramas danzaban provocando sombras en aquel lúgubre paraje y los animales corrían buscando el refugio de sus madrigueras, temerosos de lo que estaba por llegar.
Ningún camino cruzaba aquel páramo y la ciudad más cercana se encontraba a varios kilómetros de la linde del bosque, a lo lejos las siluetas de las casas más altas apenas se dibujaban en el horizonte bañadas en la roja luz del atardecer.
La luna ya se distinguía en el cielo anunciando la llegada de la noche y el sol descendía a gran velocidad creando espectros en el corazón bosque. Cuando al cabo de unos instantes el día llego a su fin, una extraña luz plateada bañó el lugar con un mortecino albor dejando a la majestuosa oscuridad nocturna apoderarse del sitio.
En tanto el negro lago, inalterable, no reflejaba su silueta, él sin embargo allí permanecía, peligrosamente inmóvil...Su largo cabello caía hasta los hombros tapando su semblante y sus manos, eternamente blancas, rodeaban su cintura al tiempo que el tenebroso velo de su rostro parecía cubrir por completo las aguas turbias de la cercanía.
En su cara delicadas facciones dejaban descubrir lo que alguna vez había sido su alma, sus labios carmesí incitaban a ser besados y sus ojos, de un color ámbar oscuro eran capaces de robarse un corazón con sólo mirarlos.
Comenzó a caminar hacia la orilla con gráciles movimientos sobre la superficie del lago, cuando pisó el barro resbaladizo de la costa, alzó la vista y observó la gran ciudad, entonces sonrió, sonrió como hacia siglos no lo hacia.
De un salto entonces se posó en el otero que se alzaba al norte y desde allí, en lo más alto de la colina en la que se erguía orgulloso y vencido a la vez, entre sonrisas... lloró.
Vestía una larga gabardina oscura que ondeaba con la suave brisa que soplaba desde la ciudad y por debajo un fino traje de hilo oscuro que le cubría por completo. En un instante sus manos, esas manos que podían fragmentar la cabeza de cualquier mortal como si de una nuez se tratara, estaban aferrándose a un pináculo de la catedral como buscando otra oportunidad, quizás intentando hablar con los dioses que allí tenían su reino, pero ya no había marcha atrás y él lo sabía pues, el perdón y la redención no son destinos posibles para los malditos.
Sus ojos, los mismos que habían contemplado el cenit y el ocaso de tantas civilizaciones, esos que años atrás ardían de pasión con cada víctima que consumían, ahora se posaban sobre el horizonte con la indiferencia de las gárgolas y su piel, que aparentaban la fragilidad de las más fina porcelana y que sin embargo podían soportar el más duro de los golpes, era esa misma piel que ardería irremediablemente con el despertar de la mañana.
No recordó los momentos de su centenaria vida porque ya lo había hecho demasiadas veces, nadie lo echaría de menos, igual que él que no buscaría el recuerdo de nadie. Hacía muchas décadas ya que las palabras amor, odio, misericordia o redención habían perdido todo sentido en su vocabulario.
Había buscado la salvación en Dioses y Demonios, y en tantos otros con tan variados nombres que la vida o la muerte ya no le merecían la menor consideración.
Desde el momento en que sus colmillos se hincaron en la frágil garganta de su primera víctima, sabía que estaba condenado. Más eso ahora ya no importaba, aquella misma noche había decidido acabar con su existencia (si acaso se la podía llamar así), sin preocuparse por dónde iría o dónde dejaría de ir…"
Al cruzar la calleja que se dirigía al Templo le vi, su figura se recortaba en el cielo morado de la noche que moría lentamente. Buscaba yo refugio para luego al amanecer seguir mi camino más no pude desviar la vista de aquel ser que por razones desconocidas me era tan familiar…
Desde lo alto de la torre dirigió su mirada hacia mí y sin saber cómo de pronto lo encontré parado a apenas dos o tres centímetros de mi cuerpo.
-Si los dioses me hubiesen anunciado la llegada de tan bello ángel, ni a ellos les habría dado crédito-dijo viéndome a los ojos mientras esperaba quizás ver en ellos el horror que acostumbraba descubrir en los demás al acercarse.
-Sabe caballero que no soy ángel ni demonio, sino más bien una simple caminante de este mundo que ha desandado ya demasiados caminos- le respondí calmada .-Quizás tan sólo para encontrarle…-
Ni el más pequeño de mis músculos se movía, ni mi respiración se oía casi pues, a pesar de la confianza que tengo en mí misma, el pavor habíame inundado por completo. Sin embargo pude descubrir con tan solo un roce de su piel que no había vida en aquel cuerpo maravillosamente cuidado y que esos ojos amenazadores y hermosos a la vez, me suplicaban sin siquiera mirarme terminara yo con esa eterna condena a la que hacía quien sabe cuánto había él sido condenado.
-Yo soy quizás esa que buscas, la que te comprende, te mira y te respeta, la que te siente… déjame ser yo esta vez la que te salve con mi voz o si lo prefieres, déjame ser con estas manos la que te libere de tu condena, más no busques la redención en tu propia muerte, pues ella sólo dejará el vacío que en tu esencia provoques al marcharte.-
Me miró como si desde siempre hubiese estado allí esperándome, bajó su mirada amenazante y extendió su mano hacia mí.
Caminamos hasta la orilla del lago unos cuantos minutos. Mientras tanto podía oír mi propio pulso al andar más él no emitía sonido alguno. Fue entonces cuando comprendí la verdad de la bravata…Esa noche yo sería su salvación o su verdugo.
Los caminos caminados me habían guiado hasta él con el propósito de salvarlo o condenarlo y al mismo tiempo probar mis fuerzas más allá de lo imaginable.
En un claro del bosque de detuvo, su cuerpo como ningún otro jamás, temblaba ante mí expuesto por completo en su desdicha. Era extraño y triste a la vez ver tan poderosa criatura vencida ante mis ojos sin haber yo esbozado tan siquiera una amenaza.
Su mirada vacía recorrió mi cuerpo al unísono con sus manos. Al llegar a mis pies, tomó del suelo un trozo de madera filoso, lo colocó en mis manos y cerrando los ojos se entregó a mi capricho al tiempo que una espesa lágrima roja recorría su mejilla hasta perderse en su cuello…
Tomé con fuerza la estaca, miré por última vez ese rostro tan perfectamente bello y sin dudarlo atravesé su pecho de lado a lado. En ese momento el bosque todo estalló en un grito pavoroso, los árboles dibujaron horrendas figuras en el suelo y todas y cada una de las criaturas que allí moraban emitieron su efímero lamento.
Ante mí, su estirpe fue poco a poco deshaciéndose en fino polvo que en un remolino remontó vuelo para llegar más allá del infinito y bañar con su aroma los más íntimos recovecos de mi alma.
Al salir el sol esa mañana, desandé buena parte del camino de regreso pensándole y orando no por él sino por mi alma…
Quieran los dioses todos en un único rezo sean tus besos y deseos los que a mi me liberen y no tus manos temblorosas las que me rediman y expíen mis pecados, cuando el momento exacto llegue de nuestra sutil muerte y los ocasos del tiempo no sean más que efímeros recuerdos de los dos….
"Y él, adormecido en su propio infierno
como el cielo anaranjado del ocaso,
sueña conmigo soñando en su regazo
mientras llora sus lágrimas de invierno"